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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (4 page)

BOOK: El inventor de historias
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—Bueno, esto ya está. Señor Pelham, no se sujete la herida… deje que la sangre manche la camisa durante un rato. Así, perfecto. Dentro de unos segundos ponga un poco de alcohol en el corte. Luego, espere aquí a que se seque y vuelva a casa. Cuando llegue su esposa cuéntele que dos ladrones le atracaron antes de que pudiese depositar en el banco las cinco guineas. Dígale que intentó resistirse, pero que uno de los tipos le puso un machete en la garganta mientras el otro registraba sus bolsillos.

—Oye, chico… Daff… la historia está muy bien… pero no sé si podré… creo que estoy demasiado nervioso.

—Eso es perfecto, señor Pelham. Han intentado matarle. No sería lógico que estuviese usted tan tranquilo. Ah, y no se cambie la camisa. Es muy importante que su esposa pueda comprobar que esos hombres estuvieron a punto de acabar con usted. Eran dos ¿recuerda? Y parecían tipos violentos. Y ahora, si no les importa, tengo que marcharme. Ustedes quédense aquí hasta que se seque la sangre del señor Pelham. Y procuren que no les vea salir la señora Allen. Es mejor no dar más explicaciones de las previstas. Buenas tardes.

Dos días después, Linus Daff recibió tres medias coronas de manos del agradecido John Pelham, que le aseguró que no podía remunerar mejor la mentira orquestada porque la pérdida de las cinco guineas había dejado muy maltrecho su pecunio particular. Daff recibió los emolumentos con tanto placer como sorpresa y la ya firme convicción de que la capacidad para inventar historias podía convertirse en un negocio próspero. No tuvo que esperar mucho para que le llegaran nuevos encargos. En un principio, sus clientes potenciales eran amigos de Allen y de Pelham, que habían conocido de boca de éstos la capacidad fabuladora del chico Daff y necesitaban excusas para justificarse delante de sus esposas, de sus hijos, de sus patronos, de sus suegras, de sus socios. Después aparecieron otros solicitantes enviados por clientes anteriores. Todos llegaban temblando al cuarto de Daff, todos escuchaban expectantes sus consejos y sus instrucciones, y, lo que es mejor, todos retribuían con mucha generosidad la labor del muchacho, que en ocasiones recibía cantidades que él mismo tenía que reconocer como desproporcionadas. Andando el tiempo, fue Linus Daff quien estableció una tarifa fija que todos pagaban sin pasar por el regateo. Y de cualquier modo ¿quién iba a ser capaz de calcular el precio justo de una mentira?

Un año después de vender su primera historia, Linus Daff había dejado definitivamente el negocio de la trapería y se dedicaba de modo exclusivo a comerciar con mentiras. Su fama como inventor de historias había trascendido ya al barrio de Whitechapel y llegado a otras zonas más prósperas de la ciudad de Londres. A la pensión de los Allen se acercaban con cierta frecuencia caballeros de apostura intachable que solicitaban ser recibidos por el señor Daff, y en el cuarto modesto reconvertido en oficina de falacias confesaban humildemente que necesitaban de una mentira para salir de este o aquel atolladero, que dependían de una historia creíble para salvar su reputación, su matrimonio, su negocio, la vida incluso. A todos atendía Daff con la misma cortesía, a todos prestaba la misma atención, a todos cobraba idéntica tarifa, en la que estaba incluido el voto de silencio. Porque Linus Daff jamás traicionó a ninguno de sus clientes comentando con terceras personas que había trabajado para ellos. Después de su imaginación portentosa, fue su inquebrantable discreción lo que llevó a Linus Daff al éxito más absoluto.

Andando el tiempo, y a fuerza de ejercitar su ya agudo sentido de la observación, Linus Daff se convirtió en el más grande especialista en comportamiento humano que hubo nunca en el Londres de la época. Aprendió que las mujeres desconfían de los detalles prolijos, y los maridos sin embargo se sienten abrumados ante los relatos llenos de matices, renunciando así a continuar los interrogatorios. Entendió que hay que anticiparse a cualquier pregunta que pueda surgir, que los titubeos se pagan muy caros, que la serenidad es la mejor virtud que pueda ostentar un mentiroso. Supo que la mentira perfecta es aquella que guarda un mayor parecido con la verdad, y que es necesario que el mentiroso sea capaz de convencerse a sí mismo de la veracidad de su historia antes de engañar a otros con ella. Confeccionó un gigantesco fichero de mentiras variadas que podía utilizar en distintas ocasiones. Había disculpas que justificaban violaciones del correo, llegadas imprevistas, retrasos enojosos. Había explicaciones verosímiles para la desaparición de caudales privados y públicos, para la llegada de regalos que pudieran despertar sospechas. Había motivos que hacían entender desapariciones fugaces, huidas intempestivas, escapadas en plena noche, la presencia de manchas de carmín en los cuellos de las camisas, de flores secas en el forro de los bolsillos, de cartas de amor en el fondo de los cajones. Para todo tenía Linus Daff una disculpa comprensible y aceptable, una forma definitiva de alejar para siempre la duda y el disgusto.

Daff mantuvo en Whitechapel la sede de su negocio hasta que se dio cuenta de que era mucho mejor para la buena marcha de la empresa el traslado a otra zona más tranquila. Entonces disponía ya de unos ahorros considerables que le permitieron acceder a la compra de un pequeño local en Russell Square, a medio camino entre la City y Westminster, en una zona discreta y de paso obligado para muchos de sus clientes. En cualquier caso, aquella ubicación era mucho más recomendable que el cuarto de una pensión en un barrio de no muy buena fama.

Tres años después de su establecimiento en Russell Square, Linus Daff pudo adquirir todo el edificio que albergaba la oficina primigenia, estableciendo allí su residencia. Por aquel entonces había ampliado el negocio y ya no sólo se dedicaba a la invención de falsedades para arreglar desaguisados, sino que a fuerza de aguzar el ingenio, Linus Daff aprendió a reconstruir no exclusivamente episodios puntuales sino el pasado completo de aquellos que así lo solicitaban. Y es que después de unos años de trabajo, Daff comprendió que nada entorpece tanto el porvenir de un hombre como su vida anterior. El presente puede variarse, el futuro es una incógnita completa sobre la que es posible actuar. Pero el pasado es inamovible y puede constituir el más peligroso de los lastres para una existencia dichosa. Además, Linus Daff había aprendido que son muy pocos los hombres que están satisfechos con su vida pasada. Algunos habían tenido un pretérito poco honorable. Otros habían cometido cadenas enteras de errores que arrastraban tras de sí como una rémora. Otros, simplemente, consideraban tan aburrida su vida anterior que casi les daba vergüenza hablar de ella ante amigos con un pasado menos tedioso. Era muy duro, confesaban algunos, reconocer delante de la buena sociedad londinense que se provenía de una familia de carboneros tocada de golpe por la diosa fortuna, o admitir que la propia esposa había sido en tiempos menos dichosos una cantante de cabaret. Para todo tenía Daff una historia creíble. Convertía por arte de magia a la esposa cabaretera en una actriz francesa víctima de una extraña conjura de artistas rivales, hacía de la familia de carboneros una misteriosa saga dedicada a la extracción de diamantes puros en el territorio de Sudáfrica, animaba el vulgar pretérito de un clan de banqueros con una complicada trama de espionaje, amor y muerte con el Orient Express como telón de fondo.

A pesar de la escasa entidad de sus orígenes, Linus Daff se integró de forma prodigiosa en la mejor sociedad del Londres de la época, y empezó a relacionarse con un colectivo de hombres y mujeres de alta cuna y saneada cuenta corriente a los que ni siquiera hubiese soñado admirar de lejos cuando llegó a la ciudad desde su pueblo natal. En contra de lo que se hubiera podido pensar, todos aquellos seres le recibieron con los brazos abiertos en el universo envidiable de los privilegiados. Ellos le aceptaban tal cual era, en parte porque lo extravagante de su oficio convertía a Linus Daff en un personaje hasta cierto punto atractivo para el clásico esnobismo inglés, y en parte porque nadie sabía cuándo podría verse en la necesidad de solicitar sus servicios. Así que, sin renegar de sus orígenes humildes, sin ocultar nunca sus comienzos modestos en la pensión de Whitechapel, Linus Daff fue siempre un invitado de honor para aristócratas arruinados o no, banqueros millonarios y actores de moda que pasaban por alto su cuna plebeya y su pasado poco honorable de buscador de cartones. Él, a qué negarlo, se sentía bien entre los encumbrados en la escala social, igual que un día se había sentido bien entre las paredes húmedas de la pensión de Edgar y Judy Allen, participando a diario en peleas callejeras a las que la constancia del hábito iba despojando progresivamente de violencia real, sorbiendo el té con una grosería casi desafiante y chupando ávidamente todos sus dedos cada vez que surgía la deliciosa oportunidad de pringarlos de mantequilla.

Cuando dejó los suburbios de Londres y entró en relación con las clases más acomodadas, Linus Daff tuvo que hacer ciertos ejercicios para adaptarse al nuevo mundo. Nadie entendió nunca dónde había obtenido aquella cultura social que le capacitaba para moverse como pez en el agua en los más estrictos círculos de la temporada londinense. La capacidad de integración en diferentes ambientes sería para siempre la mejor arma del inventor de historias, junto con un prodigioso sentido de la observación que le permitía asimilar sin dificultad todo lo que resultase digno de ser aprendido. Al desembarcar en los salones, Linus Daff se convirtió en una suerte de parásito que fagocitaba sin piedad los mejores gestos, las más brillantes expresiones, las frases definitivas y las sonrisas correctas. Así, el inventor de historias empezó a construir en su cabeza un complicado archivo de ademanes, de comportamientos distinguidos, de saludos correctos, de gracia natural y elegancia aprendida. Tuvo que estropear ciento dieciocho naranjas en la soledad de su comedor hasta que fue capaz de pelar una sin rozarla siquiera con los dedos, se provocó un principio de lumbalgia al ensayar docenas de veces y sin testigos toda clase de reverencias, practicó con la diestra y la siniestra hasta sentirse preparado para dar la mano a los hombres con la firmeza necesaria y besar con gentileza exquisita la de las mujeres. Acudía cada quince días a las sesiones del Parlamento para aprender a imitar el perfecto acento británico de sus distinguidas señorías, y visitaba todas las tardes el salón de té del hotel Savoy para tomar discreta nota del atuendo de los caballeros más elegantes.

Contrató a un estudiante para que, día sí día no, acudiese a su casa a leer en voz alta un tratado de medicina, mientras él fingía estar sumamente interesado en la enumeración aburridísima de los huesos del cráneo: Linus Daff intuía que uno de los mejores métodos para triunfar en sociedad es el de hacer creer a cada interlocutor que su conversación es sumamente brillante. De todos modos el método de entrenamiento presentó enseguida algunas complicaciones, pues la curiosidad del inventor de historias no conocía límites, de modo que enseguida empezó a encontrar muy atractivo el estudio de la anatomía humana, y como el interés no era ya fingido tuvieron que cambiar de tema. Lo mismo ocurrió cuando empezó a escuchar la descripción de los fondos marinos, la clasificación de los minerales y hasta las tablas de logaritmos. Un buen día, Linus Daff entendió que en realidad no había cosa en el mundo que provocase en él un aburrimiento sincero, pero no suspendió las lecturas porque aquellas sesiones ayudaban también a su formación cultural, así que conservó a su lado al lector por horas, que de vez en cuando contribuía con sugerencias de nuevos temas y nuevos libros para ser leídos en voz alta ante la mirada verdaderamente atenta de Linus Daff.

Una vez por semana, el inventor de historias se imponía la penitencia de almorzar una fuente entera de sesos de cordero, que detestaba con toda su alma, para acostumbrarse a comer cualquier cosa manteniendo una expresión de esfinge, con independencia del sabor del plato en cuestión, y aquella disciplina le fue verdaderamente útil cuando, habiendo acudido a una cena en la embajada de un país africano, fue el único de los invitados que pudo terminar un plato rebosante de carne de mono. Desperdició litros de té hasta servir la bebida sin derramar una sola gota, se acostumbró a domeñar la risa y a controlar las expresiones de desconsuelo, tomó clases de idiomas, aprendió a montar a caballo y a jugar al cróquet, al bridge y también al black jack, porque tenía la intuición de que en los casinos podría encontrar muchos clientes ávidos de contratar sus servicios. Intentó que le enseñaran música, pero a pesar de tener un excelente oído, Linus Daff se reveló como un ser absolutamente torpe para la interpretación musical, y tuvo que desistir en sus intentos de convertirse en pianista aficionado. Aquella laguna en su formación fue, de alguna forma, una espina que se le quedó clavada y que acabó por despertar en él una admiración incontrolable por los buenos músicos. Quizá fue su condición de pianista frustrado lo que le ayudó a simpatizar con Pedro Almeiras, un personaje inolvidable que conoció cuando ya su carrera como inventor de historias se había consolidado definitivamente y que con el correr de los tiempos había de ser un hombre decisivo en su vida y en su historia y, seguramente, el único amigo verdadero que Linus Daff llegó a tener nunca.

Aquel entrenamiento casi espartano duró más de dos años, pero al cabo de aquellos meses Linus Daff hubiera podido pasar por el heredero de la reina de Inglaterra de habérselo propuesto. Para entonces, sus modales exquisitos eran sólo comparables a los que ostentaban los antiguos alumnos de Harrow o de Eton, y su comportamiento en sociedad era tan irreprochable como natural: jamás hubo en los ademanes del inventor de historias un asomo de afectación, un gesto que alguien interpretara como forzado. Linus Daff había aprendido en sólo unos años lo que muchos son incapaces de asimilar después de toda una vida de buena educación. Una vez, un desconocido impertinente que se había enterado por casualidad de la procedencia familiar de Linus Daff preguntó al inventor de historias cómo había podido aprender a manejarse como un caballero. Daff enarcó brevemente las cejas antes de responder.

—Mirando —dijo.

Así era. En sus primeros tiempos en el núcleo de aquella sociedad que le observaba como a un advenedizo cuya presencia nadie se atrevía a aplaudir ni a censurar, todos los que entraban en contacto con Linus Daff le catalogaban enseguida como un tímido sin solución, que viviría quizá para siempre acobardado por las costumbres rancias y la sangre más o menos azul de un mundo que, de todas formas, no podía ser el suyo. Pero el presunto retraimiento del inventor de historias nada tenía que ver con la prudencia o el natural cohibido, sino con el afán de observación: a fuerza de examinarlos, de estudiarlos y de pasar las veladas en una especie de limbo, acabó por absorber de ellos todo lo que merecía saberse, todo lo que necesitaba conocer para no desentonar en aquel gigantesco vivero de seres descontentos con su pasado, avergonzados de episodios bochornosos, llenos de pecados inconfesables y secretos que ocultar con las mentiras geniales urdidas por él, Linus Daff, el inventor de historias, que había arribado a un mundo distinto con el único propósito de consagrarse profesionalmente. Porque si algo tuvo siempre muy claro es que, a pesar de los trajes de cachemir, a pesar de las corbatas de seda y las lociones de Floris, él no sería nunca parte real de la grey privilegiada que le invitaba a sus fiestas y le colmaba de atenciones y de halagos esperando que tuviese a bien esmerarse en sus servicios en el momento en que necesitasen de una mentira para salvar el pellejo. Linus Daff ganó miles de libras moviéndose entre ellos, porque a pesar de sus muchos millones y de los títulos nobiliarios eran personas pequeñas y mezquinas, acobardadas por el qué dirán, preocupadas en exceso por la buena reputación, por mantener a costa de todo los privilegios de clase y la limpieza de un árbol genealógico cuyas ramas pretendían enganchar siempre en las del de Guillermo el Conquistador. Nadie sabe la increíble cantidad de mentiras absurdas que tuvo que componer para blanquear fragmentos ridículos de un pasado casi sin mácula, el pariente pobre, la prima en tercer grado prematuramente deshonrada, la respetable afición por el juego de una tía segunda, la boda de una hermanastra con un tipo menos distinguido en la escala social… Eran, a su entender, manchas pequeñas en la historia personal de cada uno, tropiezos insignificantes que, en líneas generales, no deberían llegar nunca a obstaculizar una vida feliz. Pero para muchos de aquellos ingleses arrogantes de sangre casi azul un pretérito levemente salpicado podía significar un lastre inadmisible para el resto de la existencia. Y era entonces cuando solicitaban sus servicios llegando incluso a suplicar por obtenerlos rápidamente, y pagaban sumas escandalosas por maquillar retazos de su historia que Daff encontraba verdaderamente irrisorios.

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