El inventor de historias (6 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

BOOK: El inventor de historias
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Pedro Almeiras llegó al club una media hora después. El inventor de historias no había tenido tiempo de reponerse de la sorpresa que en él había causado la aparición inesperada de Lucrecia Sánchez.

—Lucrecia lo ha pasado muy bien esta noche —dijo el español a modo de saludo—. Claro que, en realidad, ella se divierte siempre.

—Es una mujer encantadora —contestó el inventor de historias, y pensó inmediatamente que nunca había estado tan torpe en una definición.

Pedro Almeiras hizo entonces lo último que Linus Daff deseaba en aquel momento: empezó a hablarle de ella. Lucrecia Sánchez era el fruto de los amores clandestinos del heredero único de una familia de hacendados habaneros con una sirvienta cuarterona. La madre murió en el parto, y entonces Antonio Sánchez tuvo por fin el valor de decirles a los padres que aquella niña de piel oscura era hija suya y que como tal quería criarla. Los abuelos primerizos, que eran ya septuagenarios, perdieron la rigidez y la chaveta al ver por primera vez a aquella criatura plácida de ojos inmensos que, a pesar del tono ambarino de la piel y el pelo ensortijado, tenía cierto aire de familia. Así que Lucrecia Sánchez, que había nacido destinada a criarse en el pabellón de los siervos entre cantos de mucamas y amuletos de santería, pasó a vivir en la casa principal, a vestise de seda y de encajes de Holanda, a jugar al diábolo y a hablar en francés con su abuela parisina. Fue ella la primera en darse cuenta de que aquella niña que parecía ver a través de las cosas tenía una voz muy poco común, y por eso contrataron a un profesor de canto que en cosa de meses domesticó su voz infantil y empezó a educarla con el propósito de convertir a Lucrecia Sánchez en una soprano capaz de cantar en los teatros del mundo entero. Cuando los abuelos murieron, con sólo tres meses de diferencia, Lucrecia Sánchez acababa de cumplir catorce años y empezaba a preparar un viaje a Europa para estudiar canto en Italia, donde mejores maestros podían hacer de ella una intérprete lírica consumada. La muerte de los abuelos la dejó sumida en un pesar profundo: huérfana de madre, había encontrado en la abuela todo el afecto que una niña podía precisar, y en el abuelo pretendidamente cascarrabias un cómplice solícito que la hacía objeto de todos los mimos que tiempo atrás había negado a su hijo. Fue por eso que la niña casi suplicó al padre que le permitiese aplazar algún tiempo el viaje a Italia, y Antonio Sánchez fingió conceder el permiso a regañadientes, porque en realidad la idea de que la hija partiera había bastado para romperle el corazón. La fecha de la marcha se fue postergando, y a un plazo seguía otro, y a éste otro nuevo, y un buen día Lucrecia Sánchez se dio cuenta de que en realidad ella no quería marcharse de La Habana ni vivir en Italia, ni ser cantante profesional, y que ya tenía bastante con saber solfeo y modular la voz a voluntad, así que sin darse cuenta fue mandando a paseo su incipiente carrera de soprano y se limitó a cantar en fiestas de amigos y reuniones familiares. Decidida ya su permanencia en Cuba, Lucrecia Sánchez y su padre realizaron juntos un viaje por Europa, pero no para encontrar profesores de música ni representantes de prima donnas, sino para que la adolescente tuviese ocasión de dejarse asombrar por la historia de países ajenos, por la fuerza de las fuentes de Roma, por los edificios diáfanos de París y el cielo cercano de Londres, por la luz de Sevilla y el color del mar Mediterráneo, que era de un azul intenso, ajeno al verde transparente de las aguas del Caribe. Pasaron tres meses recorriendo una docena de países distintos y más de veinte ciudades diferentes. De aquel viaje inolvidable, Lucrecia Sánchez llegó embriagada de sensaciones contradictorias y con dos recuerdos que atesorar: la primera visión de la nieve en Viena y el ansia de permanencia de Lisboa, una ciudad devastada por terremotos y catástrofes y que llevaba varios siglos luchando por sobrevivirse a sí misma. Pero Lucrecia Sánchez se trajo algo más del viaje organizado por el padre: el convencimiento absoluto de que Europa era sólo un lugar de paso, y que su destino y su vida no estaban en aquellos países hermosísimos y cargados de historia sino en La Habana, cerca del mar, donde el tiempo pasaba de otra forma y los días transcurrían en una cadencia distinta.

Libre ya por fin de la espada de Damocles en que se había convertido el traslado a Italia, Lucrecia Sánchez empezó a interesarse por el negocio de la plantación. Los Sánchez eran cultivadores de tabaco y poseían también una pequeña factoría de fabricación de habanos. Decían que los suyos eran los mejores de toda la isla, pero no se comercializaban porque la familia estaba sembrada de fumadores empedernidos que consumían por su cuenta toda la producción tabaquera. El día en que Lucrecia Sánchez le comunicó a su padre que tenía el deseo de colaborar con él en los trabajos de la plantación, Antonio Sánchez hizo lo mismo que hubiera hecho de haber sido ella un varón: le dio uno de aquellos incomparables cigarros puros que sólo la familia y sus allegados tenían ocasión de degustar, lo encendió y esperó que lo fumara hasta el final, mientras la joven luchaba por seguir el instinto que le iba indicando cómo tratar aquella caña aromática, cómo humedecer lentamente el extremo antes de llevárselo a la boca, cómo paladear sin tragarlo el humo espeso y azulado que obtenía al aspirar, cómo desprender la ceniza del cigarro sin golpearlo. Al acabar, excitada como nunca y algo mareada por el efecto de los vapores que a pesar de todo se habían colado por su garganta, Lucrecia Sánchez supo que su padre había aceptado su oferta, y que a partir de entonces la plantación era también suya por derecho propio. Cuando el padre murió ella era ya una mujer hecha y derecha capaz de manejar con mano firme el negocio del cultivo de tabaco, y había aprendido a hacerlo sin que el carácter férreo que demostrara siempre interfiriera en la costumbre de sonreír cada dos por tres, de canturrear por lo bajo recordando sus tiempos de futura soprano y de dar rienda suelta a sus mejores instintos para la vida.

—La conocí hace ya casi un año en una fiesta en La Habana. Cuando le propuse este viaje ni siquiera lo pensó dos veces, aunque le aseguro que esa decisión acarreará más de un comentario. De todas formas, la sociedad cubana es distinta a la europea… y, además, allí la gente relaciona las conductas que se apartan de la norma con el mestizaje de la sangre. Lucrecia es una mujer fascinante, y espero que se quede a mi lado mucho tiempo.

—Hubiera querido que tomase otra copa con nosotros.

Pedro Almeiras meneó la cabeza.

—Ella no trasnocha nunca… Y eso es algo que no tenemos en común. Me gusta la vida nocturna mucho más que al resto de los mortales, y le aseguro que a veces lamento no poder compartir con ella las diversiones europeas.

Porque Lucrecia Sánchez nunca se acostaba más tarde de las diez. Dormía como un bebé y sin interrupciones durante ocho horas seguidas, y se levantaba a las seis de la mañana, radiante y fresca, aguardando el despertar de su amante mientras lo observaba dormir. Pedro Almeiras no era, ni mucho menos, tan madrugador, aunque intentaba levantarse un poco antes de lo que hubiera querido sólo para complacerla a ella. Nunca imaginó Pedro Almeiras con cuánta ansiedad esperaba Lucrecia Sánchez su regreso de las nieblas del sueño, cómo se desesperaba al ver correr los minutos en el reloj de la chimenea mientras él seguía dormido, levemente agitado a veces por los vaivenes de la tos, irregular la respiración, reclamando siempre más espacio en el lecho común pero sin abrir los ojos. A veces él se demoraba en despertar mucho más de lo habitual, y Lucrecia Sánchez recurría a su particular estrategia para recuperarle. La mañana se convertía entonces en un concierto de ruidos pretendidamente casuales, de carraspeos deliberados, de imprecaciones mal contenidas al chocar con la pata de la cama, de chirridos provocados con la bisagra de la puerta, de muelles que crujían y libros que rodaban por el suelo después de que Lucrecia Sánchez los dejara caer con la misma delicadeza con que hacía todas las cosas, y él acababa de despertarse con el humor revuelto y el convencimiento absoluto de que aquel repertorio de ruidos domésticos eran sólo una venganza de ella por su buen dormir. Pero no era cierto. Lucrecia Sánchez repetía cada dos por tres aquel ritual molestísimo para el durmiente porque lo necesitaba alerta y despierto, porque no soportaba la idea de que la vida existiese sin él, porque no quería escuchar el canto de los pájaros ni notar en la cara los primeros rayos de sol sin que él también lo notara, porque cuando lo tenía a su lado todas las cosas se multiplicaban hasta el infinito, y la vida era más vida. Así que cuando su amante se desperezaba gruñendo y preguntando entre dientes que qué hora era, Lucrecia Sánchez entendía su despertar como una nueva victoria porque, una mañana más, Pedro Almeiras empezaba a ser suyo.

Linus Daff volvió a ver a la pareja en los días sucesivos, y compartió con ellos jornadas muy gratas. Tomaban juntos el té en algún hotel de Londres, y por las mañanas Linus Daff acompañaba a la bella en sus compras por las tiendas de lujo, donde Lucrecia Sánchez daba muestra de su buen gusto y su gracia exquisita, y se dejaba aconsejar por el inventor de historias sobre el corte de los trajes y la forma de los sombreros. A veces cenaban los tres en algún restaurante de moda, aunque ella se retiraba invariablemente minutos antes de las diez, y entonces Linus Daff acompañaba al español por las arterias de la noche londinense. Invariablemente, el inventor de historias acababa por sucumbir al cansancio, al sueño y a los efectos del alcohol, y entonces Pedro Almeiras (que era más joven, mejor bebedor y más amante de las diversiones nocturnas) continuaba por su cuenta la francachela que habían iniciado, mientras Lucrecia Sánchez dormía, plácida y bellísima, aguardando la llegada de la aurora y el despertar de todos los días con el amante durmiendo a su lado, lleno de ojeras y con la barba cerrada empezando a despuntar.

Un mes después del primer encuentro con Pedro Almeiras, Linus Daff se ausentó de Londres: un antiguo cliente de Dover necesitaba de su ayuda, y el inventor de historias ponía un celo especial en atender las demandas de aquellos que ya solicitaran su buen oficio en otra ocasión. Regresó a la ciudad una semana después. Eran las seis y media de la mañana cuando su tren llegó a la estación Victoria, y el inventor de historias tuvo la ocurrencia de pasar por el Savoy para dejar una nota a sus amigos invitándoles a almorzar con él. Al llegar al hotel su sorpresa fue mayúscula, pues encontró a Pedro Almeiras sentado en un sillón del vestíbulo, desmadejado y triste, con la cabeza entre las manos.

—¡Almeiras! ¿Qué es lo que ha pasado? —Inmediatamente pensó en Lucrecia Sánchez—. Dígame qué sucede…

—Me dormí —dijo el otro tristemente—, me dormí y eran casi las seis cuando me desperté. Tomé un coche para llegar antes de que Lucrecia se levantara, pero ya pasa de las seis y media. Caramba, Daff, cómo ha podido sucederme esto… ella no me lo perdonará.

Pedro Almeiras parecía absolutamente desconsolado. No era la primera vez que engañaba a Lucrecia Sánchez con mujeres de ocasión, pero invariablemente volvía a tiempo para acostarse a una hora temprana, y en cualquier caso siempre antes de que la dama despertase para evitar a toda costa que pudiese encontrar vacío su hueco en el lecho de ambos. Ella estaba acostumbrada a retirarse sola y a justificar las diversiones nocturnas que tanto gustaban a Pedro y que Lucrecia Sánchez aborrecía con toda su alma. Segura de su belleza sin competencia, de su talento, de su simpatía estelar y su encanto definitivo, daba por hecho que contaba con la fidelidad del amante, porque no había mujer en el mundo que reuniese la mitad de las gracias naturales que la adornaban a ella, así que no hacía preguntas porque pensaba de corazón que ya conocía todas las respuestas. Pedro Almeiras era consciente de su confianza absoluta, y la aprovechaba todo lo que podía teniendo siempre buen cuidado de regresar junto a ella a una hora prudente para evitar que un retraso injustificado fuese a degenerar en un interrogatorio al que Pedro Almeiras hubiese tenido que contestar con la verdad, porque su particular tratado de ética incluía la máxima: «si uno no miente, no engaña». Sin embargo, en aquella ocasión las cosas se habían complicado, porque por primera vez en su vida Pedro Almeiras se dejó vencer por el cansancio que sucede al amor y el alba le había sorprendido en una cama que no era la que compartía con Lucrecia Sánchez.

—Ahora estará esperando que yo llegue —explicó a Daff— para preguntarme dónde estuve esta noche.

Solícito, Linus Daff ofreció al amante media docena de mentiras geniales con las que disculpar de una forma absoluta la infidelidad imperdonable, y a cada una de ellas Pedro Almeiras respondía sacudiendo tristemente la cabeza.

—Pero, amigo mío —el tono del inventor de historias se volvió casi lastimero—, ¿qué explicación va a darle?

—Ninguna, Daff.

El otro lo miró sin entender.

—Mire, Almeiras, conozco muy bien a las mujeres. Y ésta no es de las que se callan. O le da usted una disculpa creíble, y le aseguro que cualquiera de las que yo le ofrezco lo es, o mucho me temo que no volverá a verla en la vida.

—Usted no lo comprende. —Pedro Almeiras se miraba las manos de pianista con una atención extraña, como si en la observación de sus dedos y sus uñas perfectamente cortadas pudiese encontrar la solución de sus males—. Cualquiera de sus mentiras es muy buena, y me da la sensación de que ella estaría deseando creer cualquier disculpa que yo le ofreciera para explicar mi ausencia. El problema, Daff, es que yo no puedo mentir.

Los ojos del inventor de historias se dilataron mucho más de lo que pueden hecerlo los ojos ingleses.

—Le aseguro que me resulta muy difícil de entender.

—Ya lo supongo, más aún dada su profesión. Intentaré ponerle un ejemplo… ¿puede usted mover las orejas?

El otro negó.

—¿Puede hacer crecer su pelo a voluntad, puede controlar la sudoración o tocar con la lengua la punta de su nariz? Claro que no. Está físicamente limitado para ello. Pues hágase a la idea de que a mí me pasa algo muy parecido cuando se trata de mentir. No me salen las palabras ¿entiende? Se me atraviesan en la garganta y me quedo mudo. Entiendo que le resulte extraño, y puedo jurarle que en ocasiones hubiese dado años de mi vida por ser capaz de contar embustes de diferente calibre. Y ésta es una de ellas. Lucrecia se irá esta misma mañana en cuanto me pregunte dónde he estado y yo no sea capaz de negar que he dormido en la cama de otra mujer.

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