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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

El inventor de historias (3 page)

BOOK: El inventor de historias
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—Entendido. Sigue.

—Le decía que paseamos durante un buen rato…

—¿Viste la catedral por dentro?

—No, señor. Estaba cerrada cuando llegamos. Volvimos a casa algo más tarde de las seis. Entramos en Whitechapel por Arm’s Street. Seguimos por Fleet, Merton y Randolph. Fue allí donde escuchamos los gritos.

—¿Los gritos?

—Sí señor. Pudimos ver a una muchacha forcejeando con un individuo… yo propuse seguir nuestro camino, pero el señor Allen insistió en ayudar a la chica. Cuando nos acercamos me di cuenta de que aquel hombre tenía un punzón en la mano derecha. El señor Allen se abalanzó sobre él, y yo hice lo mismo, pero recibí un codazo en el ojo y una patada en la espinilla… caí al suelo en medio de horribles dolores. Desde allí pude ver que mi patrón seguía luchando con aquel tipo, que le propinó varios golpes y algunos cortes.

—¿No gritaste en demanda de ayuda?

Linus Daff levantó levemente la ceja izquierda antes de contestar, y Edgar Allen pensó entonces que había algo de señorial en aquel rostro aún sin definir.

—Por supuesto que sí, señor… pero me temo que en este barrio los gritos y las peticiones de auxilio están a la orden del día y nadie hace demasiado caso a los chillidos.

—Sigue.

—El señor Allen golpeó a aquel hombre con mucho acierto hasta que éste inició la retirada. Intentó seguirle, pero en ese momento el criminal le pegó en mitad de la frente con el mango del estilete que empuñaba… mi patrón cayó al suelo. Tardó unos minutos en recobrar el conocimiento.

—¿Y la chica?

—Escapó nada más empezar la pelea, señor. Apenas pude verla. Tendría unos… diecisiete años, tal vez incluso menos. Llevaba, eso sí lo recuerdo, un vestido verde. Y un sombrero de paja con un adorno.

Uno de los agentes había tomado nota de la declaración de Linus Daff. Examinaron el texto durante unos segundos.

—Efectivamente, podría tratarse del Destripador… escuche, joven… Daff… —el policía había empezado a tratar con un mayor respeto al declarante—, ¿sería capaz de hacernos una descripción de ese individuo?

Linus Daff se puso de pie y miró alternativamente a los dos agentes.

—Por supuesto que sí. Era alto, desde luego… unos seis pies, más o menos… Tenía las espaldas anchas, pero tampoco resultaba corpulento en exceso. Digamos que su peso podría rondar las cuarenta libras. Vestía de negro, se protegía con una capa y un sombrero. En cuanto a su edad… yo calculo que tendría unos treinta y cinco años.

—¿Pudo ver su rostro?

Linus Daff meneó la cabeza.

—Escasamente. Estaba oscuro, y el sombrero le tapaba la cara. Pero me dio la impresión de que aquel tipo no era de por aquí.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que había algo distinguido en él. Ése fue el efecto que me produjo. Tenía la piel fina, el cabello parecía bien cortado bajo el sombrero… su traje tenía buen aspecto… Señores, apostaría cualquier cosa a que ese hombre era un caballero.

Aquella declaración hizo enmudecer a todos los presentes. Hasta entonces, el Destripador había acabado con la vida de tres muchachas de vida licenciosa en el barrio de Whitechapel, y también hasta entonces todo Londres, empezando por los responsables de Scotland Yard, habían dado por supuesto que el criminal era sin duda un matón de los comunes, un tipo problemático de los que abundan en las zonas marginales de una gran ciudad. Aquello lo cambiaba todo. La declaración de Linus Daff serviría para variar el curso de las investigaciones, pero sin duda causaría también un considerable revuelo social. Un caballero asesinando prostitutas en las calles inmundas de Whitechapel… Los periódicos tendrían mucho que decir sobre aquello.

—Quizá… bueno, quizá ese individuo no fuese el Destripador. Quizá sólo fuese un cliente insatisfecho con… quiero decir… —uno de los agentes aventuró la posibilidad sin mucho convencimiento. Linus Daff le dirigió una mirada fría, algo retadora incluso.

—Señor… no es mi intención entrometerme en el trabajo de ustedes… pero aquel hombre llevaba en la mano un estilete, actuaba en la misma zona donde lo hace el Destripador y le aseguro que su interés por escapar no parecía propio de un cliente mal servido. Y déjeme que insista una vez más sobre su vestimenta y su aspecto. No he visto muchos individuos así por estas calles. Ustedes pueden pensar lo que quieran, pero yo estoy seguro que el hombre con el que luchó el señor Allen era Jack el Destripador. El resto es cosa suya.

Los dos agentes se miraron durante unos segundos y luego miraron a Linus Daff que de pie, en medio de la habitación, sostenía sin parpadear la mirada de sus interlocutores. Había una contundencia notoria en las aseveraciones de aquel jovencito, una singular capacidad de convicción que, como por arte de magia, tenían la facultad de hacer cierta cada historia que contaba.

—Hay que avisar en la Central. Coge un coche para llegar antes, y dile al inspector que tenemos una descripción bastante completa del Destripador. Gracias por su ayuda, señor Daff. Quizá tengamos que volver a molestarle un día de éstos…

—Ninguna molestia, señores. Estoy a su disposición.

Los agentes de Scotland Yard reclamaron su presencia en varias ocasiones durante los días sucesivos. Linus Daff tuvo que repetir una y mil veces su declaración, y una y mil veces proporcionó los mismos detalles prolijos que iban a cambiar el curso de la historia criminal de Inglaterra. Con la ayuda de Daff, la policía logró efectuar un retrato robot del asesino, que se distribuyó profusamente por las calles de Whitechapel y también por otros barrios londinenses. En vano intentó la policía que el señor Allen cotejase el retrato con su recuerdo del individuo con quien había luchado: el hombre nunca consiguió recuperar la memoria. Así, era Linus Daff el único capaz de colaborar con la policía, y lo hizo de buen grado todas las veces que fue requerido por los miembros de Scotland Yard. Mientras, Edgar Allen se había recuperado de los golpes recibidos, a pesar de que el corte del pómulo había dejado en su cara una curiosa cicatriz como recuerdo de la singular aventura. Allen notó que aquella cicatriz que no favorecía en nada su ya poco agraciada fisonomía era, sin embargo, algo así como una marca de casta, un signo de valor, una muestra de su comportamiento aguerrido. Desde su presunta pelea con el Destripador, Edgar Allen notó que sus vecinos le miraban con más respeto, y que incluso su mujer tenía con él unas consideraciones especiales. Decididamente, aquella historia no había acabado nada mal para el señor Allen, y él sabía muy bien a quién debía dar las gracias, así que una noche se presentó en el cuarto de Linus Daff. Linus estaba ya en la cama, pero se puso de pie en cuanto vio entrar a su patrón.

—Señor Allen…

—Daff, chico… perdona que aparezca a estas horas —Edgar Allen parecía algo avergonzando—, sólo quería… bueno, quería darte las gracias por haberme ayudado el otro día.

—No es nada. Ya le dije que todo saldría bien. —Hizo ademán de volver a la cama—. Buenas noches.

—Espera un momento. Tengo… tengo algo para ti.

Le tendió una moneda. Linus Daff la miró sin disimulo. Era media guinea. Daff no había tenido una media guinea en su vida. Aquello era una fortuna.

—¿Por qué? —fue todo lo que acertó a decir.

—Como pago a tu historia. Buenas noches, Daff.

Linus Daff tardó mucho en dormirse aquella noche. Estuvo dando vueltas en la cama con la media guinea apretada en el puño y un montón de cosas en la cabeza, porque nunca hasta entonces había pensado que una mentira de las suyas pudiera convertirse en una fuente de ingresos. Linus Daff mentía desde muy niño, por afición, por puro gusto, muchas veces por experimentar la dulce sensación de engañar a aquellos que se creían más listos que él. Hasta aquel mismo día las mentiras habían sido para Linus Daff un motivo de diversión y, ocasionalmente, la forma de eludir algún castigo inevitable. Y de pronto una historia se convertía en media guinea. La compensación económica, desde luego, no formaba parte del trazado del plan, pero bienvenida fuera. Al día siguiente invirtió la media guinea en la compra de dos prendas de vestir, una chaqueta oscura y una camisa blanca que combinadas con sus pantalones viejos y mal cortados le daban un aspecto equívoco, y tuvo la extraña sensación de que algún día podría completar su atuendo con la adquisición de otras prendas de buena calidad, unos zapatos, un gabán y, por qué no, incluso un sombrero.

Sin embargo, Linus Daff había considerado la recepción del dinero a cambio de su historia como una simple anécdota sin mayores consecuencias. Así hubiera debido ser. Pero dos semanas más tarde, cuando todo Scotland Yard andaba de cabeza buscando a un caballero vestido de negro que tenía como afición el asesinato de prostitutas en Whitechapel, el señor Allen apareció de nuevo en la habitación de Daff. Esta vez no iba solo. Le acompañaba un hombre de edad indefinida y estatura mediana, que entró en el cuarto con la gorra en la mano, la cabeza baja y los ojos preñados de lágrimas. Edgar Allen le daba palmaditas en el hombro para consolarlo.

—Daff, éste es John Pelham… Le he dicho que podrías ayudarle.

—¿Yo? No comprendo.

—El dinero… he perdido todo el dinero…

Pelham se sentó en la cama, hundió la cabeza entre las manos y se puso a llorar. El señor Allen se volvió hacia Linus Daff para hacerle entender.

—La esposa de Pelham le dio esta mañana cinco guineas… tenía que haberlas llevado al banco. Pero de camino John se encontró con Lottie… Lottie es una vieja amiga ¿comprendes? Entraron en el pub a beber unas cervezas. Había mucha gente. Se quedaron un buen rato, ¿verdad, John? —El otro asintió sin dejar de sollozar—. Tomaron unas cuantas pintas. Luego, John dejó a Lottie en el bar y se marchó al banco, pero antes de llegar se dio cuenta de que le habían robado el dinero. Tuvo que ser en el pub.

—Todo el dinero. Cinco guineas. —John Pelham se había puesto de pie—. Oh, Dios, mi mujer va a matarme, ¿qué voy a decirle ahora?

Linus frunció el ceño. ¿Es que lo de salvar el pellejo a los demás iba a convertirse en una costumbre? Además, parecía que los hombres de aquel barrio tenían un miedo cerval a sus esposas. Miró sin disimulo a John Pelham, que lloriqueaba con muy poco pudor. Junto a él, el señor Allen intentaba tranquilizarle diciendo cada dos por tres: no te preocupes, Pelham, el chico lo arreglará todo. Evidentemente, Allen tenía una fe inquebrantable en su inquilino. Daff dio vueltas a la situación durante unos instantes.

—Escuche, Pelham… creo que, dadas las circunstancias, será mejor que diga la verdad.

—¿Cómo? —en el rostro de John Pelham se dibujó una mueca de terror.

—Por supuesto, no me refiero a que hable a su esposa de esa amiga suya… Lottie, ¿no? Quiero decir que si ha sido usted víctima de un robo, no creo que nadie vaya a castigarle por eso. A todos nos pueden robar. Sólo es necesario retocar un poco la historia.

John Pelham había dejado de llorar y ahora escuchaba a Daff con el gesto concentrado.

—Vamos a ver… ¿ha visto a su mujer desde esta mañana?

—No —meneó la cabeza—, ha ido a visitar a su hermana, que vive en Pimlico… no volverá hasta la noche.

—Eso facilita las cosas. Escuche… ¿está usted dispuesto a hacer lo que yo le diga?

John Pelham asintió con pasión.

—Muy bien. Déjeme pensar. —Quedó en silencio unos instantes y miró de arriba abajo al señor Pelham. Era un hombre recio, de espaldas anchas y mandíbula perfectamente cuadrada, un tipo seguramente ducho en materia de peleas. Linus Daff se dijo que de haber contado con su ayuda el otro día en el pub de Saint Paul probablemente no hubiera sido necesario inventar la patraña del Destripador. Sin embargo, en aquella ocasión el sólido aspecto físico de Pelham iba a convertirse en un obstáculo para el éxito de la operación. Suspiró. Bueno, habría que hacer las cosas de otro modo. Se dirigió a Edgar Allen.

»Señor Allen… ¿tendría usted la amabilidad de bajar a la cocina y traer un cuchillo? Bien afilado, si es posible. ¡Ah! y haga el favor de esterilizar la hoja con un poco de alcohol. Usted, señor Pelham, escuche con atención. Vamos a fingir que ha sufrido un atraco. Si le dice a su esposa que le han quitado el dinero, sin más, tendrá motivos para enfadarse. Se trata de que sienta lástima de usted, ¿entiende? De convertirle en la víctima de un desaprensivo. La señora Pelham tendrá que ver mucha sangre para olvidar las cinco guineas que le han quitado. Además, es usted un hombre corpulento… sí, definitivamente necesitamos las heridas de arma blanca. Ah, aquí está el cuchillo. Excelente. Bueno, vamos a empezar. Señor Allen, necesito de su colaboración… no, no me dé el cuchillo a mí, va a ser usted quien lo utilice. Señor Pelham, tenga la bondad de permanecer tranquilo.

Linus Daff colocó unos cuantos papeles en el suelo. Se volvió hacia Allen.

—Ahora, señor Allen, coja el cuchillo… firmemente, por favor… así, muy bien. Ahora, con mucho cuidado, haga un corte superficial en el cuello del señor Pelham.

Edgar Allen soltó el cuchillo y, lo mismo que Pelham, miró aterrado el rostro tranquilo de Linus Daff. Éste chasqueó la lengua con impaciencia.

—Por favor, señores… Créanme que es absolutamente necesario causar heridas al señor Pelham. En condiciones normales, yo propondría arreglar las cosas con un par de puñetazos, ya me entienden, un ojo a la funerala, un labio inflamado… Pero estamos hablando de mucho dinero. Mire, Pelham, si le cuenta a su mujer que ha dejado escapar cinco guineas después de recibir unos golpes de nada, ¿qué cree que diría ella? Necesitamos convencerla de que su vida estuvo en serio peligro. Y usted, señor Allen, haga el favor de no ponerse así. El otro día le vi degollar un cordero en el patio de atrás y no me pareció que se le diese mal. Claro que esto es distinto. Se trata sólo de un corte superficial.

—Me parece que voy a vomitar. —Pálido como la muerte, Edgar Allen tuvo que sentarse en la cama. Dejó el cuchillo sobre la colcha—. Lo siento, Daff, pero no puedo hacerlo.

—Está bien. —Linus Daff agarró el cuchillo—. Realmente no están facilitando mucho mi tarea. Señor Pelham, venga aquí. Respire hondo. Voy a apoyar en su garganta el filo del cuchillo ¿de acuerdo? Haré un poco de presión hasta que empiece a sangrar. No le dolerá mucho y, desde luego, no va usted a morir por esto. Señor Allen, haga algo útil: traiga un poco más de alcohol.

Edgar Allen obedeció, encantado de poder salir del cuarto y todavía sintiendo cierta flojedad en las piernas. Cuando regresó, John Pelham estaba apoyado en la pared, con la garganta ensangrentada, y Linus Daff se afanaba en limpiar el cuchillo en una palangana llena de agua.

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