—Así es…
—Pues eso no nos vale. Demasiado fácil. Escuche, el hijo de Jeremías Sinclair no le vendió la tienda por las buenas. Exigió una cantidad desorbitada a cambio de renunciar a sus derechos sobre el negocio paterno, y usted no disponía de esa cantidad. Así que tuvo que pedir un préstamo. Para ayudarse a devengar cuanto antes la cantidad solicitada trabajaba dieciocho horas al día siete días a la semana, descargaba usted mismo las mercancías de la tienda para ahorrarse el sueldo de un mozo y en sus ratos libres llevaba las cuentas de otros comerciantes para proporcionarse algún dinero extra. Durante dos años no tuvo un solo día libre.
—¿No le parece un poco exagerado?
—Por supuesto que no. Recuerde que usted quiere aparecer como un modelo de trabajo y abnegación. En fin, cuando acabó de devolver el dinero prestado pudo aflojar un poco. Su ferretería empezó a marchar bien, amplió usted el negocio con la venta de menaje y ropa de casa, y entonces surgió una ocasión de oro: la compra de unos terrenos aptos para el cultivo de caña de azúcar.
—Y me quedé con los terrenos…
—Efectivamente. Claro que otra vez tuvo que empeñarse hasta las orejas, pero eso no fue un obstáculo. Usted mismo trabajó las tierras, con ayuda de más braceros, naturalmente, y la primera cosecha fue notable, así que recuperó parte de la inversión y se convirtió en un pequeño hacendado. La ferretería seguía funcionando bien, y por eso decidió ampliar un poco más el negocio y hacerse importador de las mismas novedades que le llegaban de Europa. Entró así, tímidamente, en el negocio de los transportes marítimos. Y las cosas no fueron nada mal, así que invirtió sus ganancias en la compra de más tierras para ampliar su plantación. Las dos siguientes cosechas y los beneficios de las importaciones le permitieron hacerse con una pequeña fortuna. Y entonces fue cuando conoció usted a Oskar Schmitd…
Castro de Lema se llevó las manos a la cabeza.
—¡No irá a meter a Schmitd en todo esto!
—Calma, por favor… en este caso, el señor Schmitd no va a ser un estafador simpático… sino, simplemente, un agente de cambio destinado a mover su dinero en la bolsa de Nueva York. Mire, señor Castro, es muy difícil justificar un patrimonio fabuloso como es el suyo sin recurrir a algo arcano como las transacciones bursátiles. En fin, el señor Schmitd era muy hábil vendiendo y comprando, y consiguió triplicar su fortuna en sólo dos años. Así que pudo invertir en una compañía naviera parte de las ganancias obtenidas en Wall Street.
—¿Es estrictamente necesario que ese tipo se llame Oskar Schmitd?
—No, señor Castro. No es estrictamente necesario. Nada lo es. Pero la mejor mentira es aquella que se parece a la verdad, y si en su vida real hubo un hombre llamado Schmitd que fue crucial para hacerle rico, siempre es preferible que en su vida inventada haya un individuo con el mismo nombre que juege idéntico papel. Es evidente que la última palabra la tiene usted, pero si quiere un consejo…
—Está bien, Daff. Convertiremos a Oskar Schmitd en un honrado inversionista que hizo para mí una fortuna en la bolsa. —Se secó el sudor que le perlaba la frente—. Espero no olvidarme de nada.
—No se preocupe, está todo anotado. Bueno, hagamos un paréntesis para ocuparnos de su vida privada.
—¿Cómo dice?
—Oiga, señor Castro, me ha pedido usted que le construya una historia intachable. Y perdone, pero no creo que podamos obviar las circunstancias personales. ¿Cree usted que no va a llamar la atención en su pueblo el hecho de que, rico y bien parecido, haya permanecido usted soltero?
—Daff, yo hubiera querido casarme… pero el negocio de las estafas era demasiado complicado para hacerlo compatible con una vida en pareja. Al principio tenía que viajar mucho y a veces pasaba largas temporadas fuera de casa, y ya me dirá usted cómo justificar ante una esposa tantas idas y venidas. Tuve dos o tres novias, y todas me abandonaban convencidas de que tenía una amante. Luego, cuando pude por fin descansar un poco y viajar menos, era demasiado viejo como para pretender a las mujeres que me gustaban… y las mujeres a las que podía aspirar no me seducían lo más mínimo. Se me pasó el arroz, como dicen en España.
—Todo eso está muy bien —Linus Daff se ajustó los lentes—, pero no pensará dar en su pueblo esa explicación. Lo siento, señor Castro, pero no nos vale.
Fernando Castro de Lema se rindió.
—Siga, Daff. Pero le aseguro que todo esto empieza a superarme.
Linus Daff enarcó las cejas.
—No podrá decir que no se lo advertí, señor Castro. Y permítame decirle que no hemos hecho más que empezar. No es tan fácil creer como propia una historia hecha a medida.
El resto de la tarde lo empleó Linus Daff en hablar a su cliente de Alina Jiménez, que había estado a punto de convertirse en su esposa y a la que unas extrañas fiebres tropicales llevaron al otro mundo cuando empezaba a estudiar los modelos del traje de novia que hubiese lucido en su boda con Fernando Castro. Era tal el realismo con que el inventor de historias describía a la joven enferma, tal la profusión de detalles del amor que ambos se profesaban que Fernando Castro de Lema, que nunca en su vida había estado enamorado de nadie, se conmovió hasta las lágrimas con la muerte de una mujer inexistente que en la historia falsa compuesta por Linus Daff había estado tan cerca de ser la mujer de su vida.
—Usted nunca superó la muerte de Alina. Por eso no quiso casarse con otra mujer, renunció a tener hijos y vivió para siempre en soledad, entregado a sus negocios y a sus amigos, que son muchos.
—Eso es verdad. Lo de los amigos, quiero decir.
—Ya lo sé, señor Castro, y créame que eso podría ser un inconveniente. Escúcheme bien: cuando regrese a su aldea, deberá asegurarse de que nunca recibirá usted visitas de antiguos compañeros de emigración. No les invite, no les escriba. Intente romper todo contacto con ellos. Las personas que han formado parte de nuestro pasado son el obstáculo peor para comenzar una nueva vida.
Castro de Lema guardó silencio.
—Ya había pensado en eso, señor Daff. Y no me preocupa demasiado porque, como ya le he dicho muchas veces, me queda poco tiempo en este mundo. Cuando regrese a Galicia, sólo comunicaré mi partida a una persona.
—A Pedro Almeiras…
—Efectivamente. No haría nada sin su aprobación y su consentimiento. Pedro fue el hijo que nunca tuve y… ¿sabe una cosa?, en los últimos tiempos, y pese a su juventud, creo que es también como un padre.
Se quedó callado, sonriendo de un modo casi imperceptible.
—Recuerdo la primera vez que vi a Pedro. Estaba paseando por el malecón. Él acababa de bajarse de un barco. Un niño le ayudó a llevar su maleta, y él le recompensó con una moneda de oro. Por aquel entonces yo era ya un as en el negocio de los timos, y di por hecho que un ricachón acababa de llegar a La Habana, así que me acerqué a él para tantearle. En un segundo supe que Pedro Almeiras nunca podría ser víctima de una estafa mía: en primer lugar, porque era gallego. Y en segundo, porque la moneda de oro que acababa de dar al niño era el último dinero que le quedaba. Así llegó a Cuba Pedro Almeiras, señor Daff. Con los bolsillos vacíos y una total despreocupación por las cosas materiales. No hace falta decir que le tomé enseguida bajo mi protección, e incluso le ofrecí asociarse conmigo en el negocio de los timos, pero él me explicó entonces que no sabía mentir y, como comprenderá, ése es un obstáculo insalvable en una empresa como la mía. De todas formas, lo cierto es que Pedro no necesitaba la ayuda de nadie para sobrevivir en Cuba. No me pregunte cómo se las apañó, pero un año después de llegar a La Habana tenía un trabajo bien pagado en una compañía naviera, más amigos que nadie y media docena de mujeres que se disputaban sus afectos. Tres años después empezó en el negocio de la caña de azúcar y compró la casa en la que vive ahora. Desde luego, si hay alguien en el mundo capaz de arreglárselas solo, ése es sin duda Pedro Almeiras.
—¿Por qué vino a Cuba?
Fernando Castro se encogió de hombros.
—No lo sé, Daff. En realidad, creo que nadie lo sabe. El pasado de Pedro Almeiras es uno de los pocos secretos bien guardados en una isla en que todo el mundo habla a gritos de su vida anterior. Lo que sí está claro es que Pedro no fue nunca un niño pobre como yo, ni un adolescente desesperado por el hambre que vio en la emigración el único recurso para la supervivencia. La primera vez que lo vi llevaba un traje bien cortado, unos zapatos hechos a medida y sus modales eran los de un hombre que ha recibido una educación excelente.
—Me parece curioso que nadie le haya preguntado nunca por sus orígenes.
—¿Cree que no lo han hecho? Mucha gente, Daff, y yo el primero, hemos intentado por todos los medios sonsacarle alguna información sobre sí mismo. Pero no hay nadie como Pedro para eludir las preguntas y responder con ambigüedades. Es evidente que, pasado un tiempo, nos hemos resignado a no saber nunca por qué vino a Cuba Pedro Almeiras. Y, en realidad, poco importa su otra vida. Es generoso, sincero, humano, de una honestidad sorprendente… ¿qué más da quién o qué le haya traído a La Habana? Lo importante es que está con nosotros —los ojos de Fernando Castro se humedecieron—, lo importante es que le tengo a mi lado. Nadie me ha ayudado como él a sobrellevar mi enfermedad, nadie ha pasado más horas conmigo, y nadie se hubiera lanzado a buscarle por medio mundo para encontrarle a usted y solicitar su ayuda.
En el reloj de pared dieron las ocho.
—Se ha hecho tarde —dijo Linus Daff.
—Ese reloj adelanta. De todos modos, creo que es mejor que terminemos por hoy. Me encuentro un poco cansado.
—Es natural. Volveré mañana por la tarde. Le dejaré mis notas para que las repase. Si tiene alguna duda, anótela y la resolveremos.
Fernando Castro de Lema se puso en pie y le acompañó a la puerta.
—Gracias por todo, Daff. Pedro no se equivocó cuando me dijo que era usted la persona que yo necesitaba.
Eran las ocho y media cuando Linus Daff llegó a la casa habanera de Pedro Almeiras. Las notas del piano quebraban el silencio del patio, y el inventor de historias pensó que había algo mágico en el ámbito quieto de aquel recinto adormecido ahora por la música triste que interpretaba su amigo. Un criado abrió la puerta.
—El señor está en el salón. Dijo que fuese a verle en cuanto llegara.
Linus Daff entró en la sala intentando por todos los medios no arruinar con el ruido de sus pisadas el concierto improvisado que Pedro Almeiras interpretaba para nadie. El indiano no le oyó entrar y siguió tocando, dominado por la música que sólo sus manos sabían arrancar a cualquier piano del mundo. El inventor de historias buscó acomodo casi sin respirar en una butaca de cuero y permaneció allí, en silencio, hasta que el intérprete concluyó la ejecución magistral de la pieza.
—Pedro, créame que le detesto cuando le escucho tocar así.
—¡Daff!, ¿cuánto tiempo lleva ahí?
—El suficiente para morirme de envidia. Ah, querido amigo, la naturaleza es injusta.
El otro hizo un gesto de indiferencia y dejó caer la tapa del piano.
—Yo sé tocar, usted sabe mentir… cada uno de nosotros está bendecido por una gracia distinta, Daff, no lo olvide. Y le aseguro que para la vida diaria es mucho más útil ser capaz de contar mentiras que saber tocar el piano. Hablando de mentiras… ¿qué tal le va con su nuevo cliente?
—No puedo decirle nada —Linus Daff adoptó una expresión de dignidad extrema—. Secreto profesional, ya sabe.
Pedro Almeiras soltó una carcajada sonora.
—Daff, le aseguro que no esperaba de usted ninguna indiscreción. En fin, supongo que las cosas están en el camino correcto. —El rostro de Pedro Almeiras se ensombreció—. En serio, Daff, a Castro de Lema no le queda mucho tiempo de vida.
—Para su tranquilidad, le diré que su amigo estará listo para partir hacia su tierra dentro de dos o tres semanas.
—La travesía a Galicia dura otro tanto. —Pedro Almeiras parecía hablar consigo mismo—. No sé, Daff… el viaje es largo y puede resultar penoso si se presentan complicaciones de navegación…
Teniendo en cuenta la época del año, las condiciones del mar no van a ser las peores.
—De todas formas, me preocupa que Fernando no sea capaz de aguantar el viaje él solo. Podría ponerse peor, necesitar alguna medicina —se acarició la barbilla con la punta de los dedos—. Daff, estoy pensando en irme con él.
—¿Usted? —el inventor de historias sonrió—. Vaya, Pedro, pensé que no quería regresar a su tierra…. o, al menos, no todavía.
—No se trata de eso. En realidad, sería un viaje de ida y vuelta. Acompañaría a Fernando en la travesía y cuidaría de él durante el trayecto. Una vez hubiésemos desembarcado en Galicia, tomaría el siguiente barco con destino a Cuba.
—¿De verdad va a cruzar el mundo dos veces por acompañar a un amigo? Es un gesto muy generoso…
Pedro Almeiras movió la cabeza en un ademán de negación y levantó la mano como para detener al inglés.
—Nada de eso. —Estaba claro que Pedro Almeiras prefería zanjar el asunto—. Bueno, creo que va siendo hora de que pida que nos sirvan la cena. ¿Está usted hambriento, Daff? Porque yo sí lo estoy, y creo que Jacinta ha decidido volver a sorprendernos con sus habilidades.
Tal como había prometido, Linus Daff volvió a casa de Fernando Castro a la mañana siguiente. El indiano paseaba por el jardín tropical esperando la llegada del inventor de historias, y al verlo llegar agitó la mano en un gesto alegre.
—¡Señor Daff! Es usted muy puntual. Venga, acérquese. ¿Le importa que caminemos un rato antes de empezar a trabajar?
—En absoluto. —En realidad, Linus Daff siempre había pensado que su oficio tenía algo de peripatético—. Además, es una suerte poder disfrutar de un jardín como el suyo.
—Ni me lo recuerde. Supongo que Pedro ya le habrá explicado que quería levantar aquí un parque con especies vegetales traídas de Galicia. Pero las condenadas se achicharran en cuestión de días.
—Cosas del clima.
—Supongo que sí. ¿Sabe? He decidido reservar una partida presupuestaria para construir en Vilabranca un jardín como éste. Será mi venganza. No conseguí adaptar a Cuba los árboles gallegos… y ahora me llevaré a Galicia las especies del trópico. ¿Qué le parece? Araucarias, hibiscos, orquídeas gigantes viviendo en una tierra lluviosa y más bien fría.
El inventor de historias sacudió la cabeza con una sonrisa.