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Authors: Eduardo Mendicutti
Tags: #Humor, #Erótico
Rebecca de Windsor, una hermosísima mujer dedicada con gran éxito al espectáculo, descubre un día ante el espejo que los años no pasan en vano y que el tiempo empieza a hacer mella en su cuerpo. Consciente de que alguien como ella, que siempre ha sabido imponerse al destino y que siempre ha querido -y conseguido- ser la primera en todo, no puede permitirse el lujo de no encontrar la vía más digna hacia una madurez superior, toma un buen día una firme determinación: emprender el camino de la santidad, elevarse por encima de los demás mortales y alcanzar las cimas hasta ahora solo reservadas para los místicos. Todo ello entraría en la más absoluta normalidad en estos tiempos de desconcierto, si no fuera porque Rebecca de Windsor, de hecho, fue durante 37 años de su vida Jesús López Soler y porque nadie, ni siquiera ella, escapa a las muchas trampas de la memoria.
Acompañada de un culturista recorre monasterios para saciar su furor místico para descubrir dos cosas que no puede borrar: la tentación de carne y esa memoria “donde el bisturí no llega”.
Una trepidante mezcla de erotismo y mística muy documentada en autores clásicos.
Con extraordinaria sutileza. Medicutti ha creado un lenguaje fascinante conducido por la oralidad testimonial de la protagonista en perfecta simbiosis con la enseñanzas que va asimilando mientras avanza por las siete moradas de su trayectoria mística.
Eduardo Mendicutti
Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
ePUB v1.0
Polifemo718.03.12
1ª edición: octubre 1997
2ª edición: noviembre 1997
© Eduardo Mendicutti 1997
Diseño de la colección: Guillemot- Navares
Tusquets Editores S.A, - Cesare Cantú, 8 - 08023 Barcelona
ISBN: 84-8310-035-5
Deposito Legal: B. 44.105- 1997
En una noche oscura
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada
Juan de la Cruz
En una noche oscura,
con ansias, y en ardores inflamada,
en busca de aventura
salí, toda alocada
dejando atrás mi celda sosegada
Jaime Gil de Biedma
Hace seis meses, tomé una firme determinación: ser santa. Pero se ve que en el santoral no hay sitio para una santa tan sexy.
A lo mejor cuesta trabajo entender que una mujer tan sexy como yo se entregue a la santidad, pero esa decisión no la tomé porque me diese el siroco, sino porque, en una noche oscura, y hallándome enfrascada en labores de mantenimiento con productos de doña Margaret Astor, tuve una iluminación.
A san Pablo, como era machito, la iluminación le llegó mientras galopaba camino de Damasco; yo la tuve mientras me desmaquillaba. A las tantas, en mi casa, después de la segunda función. Estaba quitándome a conciencia —y nunca mejor dicho— la crema limpiadora con un algodón, cuando vislumbré de repente en el espejo mi carne mortal, mi cutis de cuarenta y nosecuantos años, toda mi verdad facial sin el engaño de la cosmética, y de pronto me encontré mirándome con mis ojos venideros, con la mirada que tendré cuando tenga los cincuenta, los sesenta, los setenta, y supe que mi cutis no podría aguantar con entereza el paso de los años, y tuve tanta lástima de mí que, la verdad, creí que me moría por no morirme, menos mal que de repente una luz interior me iluminó y pude ver que no podía dar marcha atrás, que el ansia de perfección no es un capricho que se cure con la edad ni un músculo que se atrofie con el tiempo, y pude oír que una voz misteriosa me llamaba a cuidar en prados deliciosos la belleza de mi alma, y me sentí arrobada, arrebatada, ajenada, arrancada de mí, y volé tan alto, tan alto que, ya digo, no me lo pensé dos veces y decidí que sería santa. La que más.
Porque ésa es otra: yo no iba a ser una santa corriente, yo iba a ser una santa de lujo. Una de esas santas que tienen deliquios, éxtasis, heridas en las manos como las llagas de Cristo, y que viven sin vivir en sí. Yo no iba a ser una santa cualquiera. Lo que ocurre es que yo no puedo, y tampoco quiero, ser una santa de mucho postín a cambio de dejar de ser la que soy.
Con el trabajito que me ha costado ser una mujer entera y verdadera. Con el coraje que me ha hecho falta. Sobre todo hasta que, hace diez años, tomé otra drástica decisión: operarme, dejar en el quirófano los últimos estorbos de una hombría equivocada, y convertirme por fin, de verdad y para siempre, en la mujer más sexy del mundo. Y es que mi vida ha sido eso, un rosario de determinaciones tajantes que sólo tenían la finalidad de ponerme cada vez más a mi gusto, cada vez mejor, más divina, que siempre me lo ha dicho todo el mundo, hija, Rebecca, tú siempre con tus manías de perfección. Así que, después de ese currículum, no iba yo a contentarme con un estatus de santa de segunda categoría. Eso sin contar con que, en cuanto tuve la iluminación, supe que lo mío era ser amada en el Amado transformada. Qué bonito.
Lo de la iluminación fue precioso. Me llevé una impresión grandísima, desde luego, pero no tardé nada en comprender que aquello era un privilegio, un premio gordo, como cuando el empresario del Copacabana de Biarritz se fijó en mi facha, en mi misterio, en mi sexapil y en mi irresistible ritmo corporal y me ofreció ipsofacto ser la estrella de su espectáculo
Les Corsaires
; pues esto de la iluminación fue igual, pero más profundo, más sobrenatural, más selecto. Ahora lo que se me ofrecía no era ser cabeza de cartel, sino subir a los altares.
Tengo que reconocer, de todos modos, que la iluminación me encontró, como suele decirse, predispuesta. Llega el momento en que una empieza a cansarse de tanto farandulear, le da vueltas a la idea de cambiar de vida, comprueba a diario los destrozos del almanaque en las de su quinta e incluso en las de quintas inverosímiles, aborrece los bares y los cabarés, le hastía el ambiente, está escarmentada de los hombres, desengañada de las amigas, agobiada por la competencia, debilitada por la edad, decepcionada por la moda de las últimas temporadas —que me sentaba fatal—, humillada por la tiranía de la carne y trastornada por la escabechina que causa entre allegadas y conocidas esa plaga innombrable que está diezmando el gremio. Llega el momento en que una se siente en un callejón sin salida y recibe como agua de mayo esa luz interior que te impulsa a alcanzar las más altas cumbres de la mística.
De la ascética, que parece cosa de picapedreros y criadas, servidora no quería ni oír hablar.
Por eso, apenas logré recuperarme un poco del impacto de la iluminación, me dije: Rebecca, mimarás tu alma, emprenderás la subida al Monte Carmelo, surgirás radiante de la noche oscura, alcanzarás la séptima morada, flotarás en un no saber sabiendo y te fundirás como miel en los brazos del Amado. Como, además, estábamos en los tres últimos días de representación del espectáculo y no tenía ningún contrato a la vista —circunstancia que, sin duda, contribuyó muchísimo a que la luz interior me encontrase tan deprimida como propensa—, saqué fuerzas de flaqueza, acabé las representaciones, me despedí de la empresa y del elenco, que no era precisamente el de
Les Corsaires
del Copacabana de Biarritz, y me acosté prontísimo porque a la mañana siguiente quería ir a la Cuesta de Moyano a comprar, en las casetas repletas de libros de lance, bibliografía especializada.
Fui. Con no poco esfuerzo, algo de suerte y muy meritoria perseverancia encontré mucho de lo que buscaba:
Las moradas
, el
Libro de su vida
y el
Camino de Perfección
, de santa Teresa; las
Poesías completas
de san Juan de la Cruz;
De los nombres de Cristo
y
La perfecta casada
, de fray Luis de León; el
Libro de la contemplación
, de Ramón Llull, y una Biblia que debía de ser protestante, porque no tenía notas a pie de página y tuve que leer el «Cantar de los cantares» guiada sólo por mi devoto recogimiento en el retrete de mi corazón. Todo lo leí, casi sin tiempo para otros menesteres de la vida cotidiana y hasta de la vida excelsa. Un día tras otro, asimilé dosis masivas de literatura mística. Se me olvidaba comer, se me olvidaba dormir, no oía el teléfono, no llamaba a nadie, no existía para otra cosa que no fuera leer y leer, y desear encontrarme con fuerzas para ir en busca del Amado por los bosques y riberas, sin coger flores, sin echar cuenta de los bichos, sin temor a romperme las medias y sin arrugarme frente a ningún fuerte y ninguna frontera. Prácticamente, no hacía otra cosa que no fuera leer y, de paso, aprender el lenguaje de los místicos, porque soltando plumas a troche y moche no hay bendita que logre culminar con éxito la conquista del castillo interior ni celebrar inefables nupcias con el Amado. A ver.
De vez en cuando, me concedía un respiro y entonces pensaba, por ejemplo, en cambiar de nombre. Se me antojaba de pronto que mi nombre artístico, Rebecca de Windsor, no era muy propio de una santa. Y renunciar a él tampoco me iba a traumatizar. A fin de cuentas, una se ha pasado la vida rebautizándose, porque tuve un nombre para cada cosa que fui, y a veces fui dos cosas al mismo tiempo y tuve dos nombres a la vez: hasta los once años me llamé solamente Jesús López Soler; de los once a los quince, los amigos de la calle o de la escuela, cuando querían mortificarme, me llamaban Vinagreta, porque el apodo de mi padre era Vinagre y para ellos era una forma chistosa de llamarme maricón; a los quince, a escondidas, empecé a vestirme de mujer y algunas noches hasta salía y me iba a los bares de la Colonia, con dos chaveas de mi barriada que hacían lo mismo que yo, y quería que me llamasen Sandra, como Sandra Dee; a los dieciocho años me fui a vivir a Cádiz y durante ese tiempo me puse y me quité un montón de nombres, sin duda porque tenía una bulla interior que me hacía cambiar todo el tiempo de personalidad; a los veinticinco me decidí a ir por la vida, de día y de noche, vestida como me sentía, entré en el mundo del espectáculo y en los carteles me anunciaba como Rebeca Soler; cuando, doce años más tarde, me operé y conseguí reinscribirme en el Registro Civil y reempadronarme como Rebeca de Jesús López Soler, me sentí tan bien, tan completa, tan radiante, que decidí buscarme para el arte un nombre maravilloso, un nombre que quitara el sentido y que le sentara como anillo al dedo a la mujer despampanante e inaudita que ya era, y se me ocurrió esa preciosidad de Rebecca de Windsor, un nombre que me ayudaba a sentirme majestuosa y que hacía que mi público estuviese seguro de que yo era de verdad una estrella. Pero, en los respiros que me concedía en medio de aquellas miríficas canciones entre el alma y el Esposo, me preguntaba, inquieta: ¿Es Rebecca de Windsor un nombre adecuado para una santa? Para una santa mística, además.
¿Y por qué no? ¿Qué otro nombre podía yo adoptar que fuese digno de toda la categoría espiritual que iba a poseerme en cuanto holgase, cual doncella por su gozo desmayada, en el conocimiento del Altísimo? ¿No era, en realidad, la experiencia mística, el éxtasis, algo muy parecido a una noche de éxito apoteósico en el Moulin Rouge de los buenos tiempos de París? Cierto que podía llamarme Rebeca de Jesús, que a fin de cuentas es el nombre que ahora figura en mi carné de identidad, pero entonces, cuando nos encontrásemos junto al resplandor y la hermosura del Señor, santa Teresa me diría, con más razón que un santo, que no soy más que una copiona, un remedo y un refrito. Y, después de todo, también es hora de que el santoral se actualice un poco e incluya nombres modernos y con gancho. Santa Rebecca de Windsor es un nombre para ir poniendo al día la onomástica de la eternidad, que la encuentro francamente estancada.