Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Los británicos tenían tantos prejuicios como cualquiera, y al principio el general Murray y su señora no habían mostrado mucho entusiasmo ante la idea de que su hijo se casara con una refugiada alemana medio judía. Eva se los había ganado enseguida, pero muchos de sus amigos todavía expresaban solapadamente sus recelos. En la boda, a Daisy le habían comentado lo «exótica» que era Eva, que Jimmy era «muy valiente» y que los Murray eran «maravillosamente tolerantes», todas ellas formas de intentar sacarle el lado positivo a una pareja nada afortunada.
Jimmy le había escrito formalmente al doctor Rothmann, a Berlín, y había recibido su permiso para pedir la mano de Eva en matrimonio, pero las autoridades alemanas se habían negado a dejar que la familia Rothmann asistiera a la boda.
—¡Odian tanto a los judíos —había dicho Eva entre lágrimas—, que casi tendrían que alegrarse de verlos salir del país!
El padre de Boy, Fitz, había oído ese comentario y más adelante había hablado con Daisy de ello.
—Dile a tu amiga Eva que no vaya hablando por ahí de los judíos si puede evitarlo —le había comentado con el tono de quien lanza una advertencia amistosa—. Tener una esposa medio judía no va a ayudar mucho a Jimmy a hacer carrera en el ejército, ¿sabes?
Daisy no había trasladado ese consejo tan desagradable.
La feliz pareja se fue de luna de miel a Niza. Daisy, con una punzada de culpabilidad, se dio cuenta de que era un alivio haberse quitado de encima a Eva. Boy y sus compañeros de partido despreciaban tanto a los judíos que Eva empezaba a ser un problema. Boy y Jimmy incluso habían puesto fin a su amistad: Boy se había negado a ser el padrino de Jimmy.
Después de la boda, los Fitzherbert invitaron a Daisy y a Olga a una cacería que tendría lugar en su casa de campo de Gales. Daisy se hizo ilusiones. Ahora que Eva había desaparecido de escena, no había nada que impidiera a Boy proponerle matrimonio. Seguro que el conde y la princesa suponían que su hijo estaba a punto de decidirse; quizá incluso habían planeado que lo hiciera ese fin de semana.
Daisy y Olga fueron a la estación de Paddington un viernes por la mañana para coger el tren hacia el oeste. Cruzaron el corazón de Inglaterra, ricas tierras de labranza que se extendían por las suaves colinas salpicadas de aldeas, cada una con su iglesia y su campanario de piedra elevándose desde un pedestal de árboles viejísimos. Tenían un vagón de primera para ellas solas, y Olga le preguntó a Daisy cómo creía que actuaría Boy.
—Tiene que saber que me gusta —respondió su hija—. Le he dejado besarme varias veces.
—¿Has demostrado interés en algún otro? —le preguntó su madre con sagacidad.
Daisy apartó de su mente el culpable recuerdo de aquel fugaz momento de locura con Lloyd Williams. No había forma de que Boy se hubiera enterado, y de todas formas ella no había vuelto a ver a Lloyd, como tampoco había contestado a las tres cartas que le había enviado.
—En nadie más —contestó.
—Entonces es por Eva —dijo Olga—. Y ahora ya no está.
El tren entró en el largo túnel subterráneo que cruzaba el estuario del río Severn y, cuando salieron de él, ya se encontraron en Gales. Unas ovejas pastaban por las colinas, y en la vaguada de cada valle había una pequeña ciudad minera, con el cabrestante de su bocamina alzándose desde un puñado de feos edificios industriales.
El Rolls-Royce negro y crema del conde Fitzherbert las estaba esperando en la estación de Aberowen. A Daisy, aquella pequeña ciudad de casuchas de piedra gris dispuestas en filas que bajaban por las escarpadas colinas le pareció deprimente. El coche salió de la localidad y recorrió aproximadamente un kilómetro y medio antes de llegar a la casa del conde, Ty Gwyn.
Daisy contuvo un suspiro de placer cuando cruzaron la verja. Ty Gwyn era una mansión enorme y elegante, con largas hileras de altas ventanas en una fachada perfectamente clásica. El edificio se alzaba entre suntuosos jardines de flores, arbustos y especímenes arbóreos que eran sin duda el orgullo del propio conde. Qué alegría debía de sentirse siendo la señora de esa casa, pensó. Aunque la aristocracia inglesa ya no gobernara el mundo, habían perfeccionado el arte de vivir bien, y Daisy anhelaba ser uno de ellos.
Ty Gwyn significaba «Casa Blanca», pero en realidad aquel edificio era gris, y a Daisy le explicaron por qué se le ensuciaban los dedos de polvo de carbón cuando tocaba sus piedras con la mano.
Le habían asignado una habitación que recibía el nombre de Suite Gardenia.
Esa tarde, antes de cenar, Boy y ella se sentaron en la terraza a contemplar la puesta de sol sobre la violácea cima de la montaña, Boy fumando un puro y Daisy dando sorbos de champán. Estuvieron solos un buen rato, pero Boy no sacó el tema del matrimonio.
La inquietud de la chica creció a lo largo del fin de semana. Boy había tenido más oportunidades para hablar a solas con ella, la propia Daisy se había asegurado de ello. El sábado, los hombres salieron de caza, pero Daisy fue a recibirlos al final de la tarde, y Boy y ella regresaron paseando juntos por el bosque. El domingo por la mañana, los Fitzherbert y la mayoría de sus invitados asistieron a la iglesia anglicana de la localidad. Después del oficio, Boy se llevó a Daisy a un pub llamado Two Crowns, donde los mineros recios, bajos pero de hombros anchos, todos ellos con gorra, se la quedaron mirando a ella y a su abrigo de cachemir color lavanda como si Boy hubiese entrado llevando a un leopardo con correa.
Daisy le dijo que su madre y ella pronto tendrían que regresar a Buffalo, pero él no captó la indirecta.
¿Podía ser que a Boy le gustara, pero no lo suficiente como para casarse con ella y ya está?
Llegados a la comida del domingo, Daisy ya no sabía qué más hacer. Al día siguiente, su madre y ella regresaban a Londres. Si Boy no le proponía matrimonio antes, sus padres empezarían a pensar que las intenciones del chico con ella no eran serias y ya no habría más invitaciones a Ty Gwyn.
Esa perspectiva tenía a Daisy aterrorizada. Estaba decidida a casarse con Boy. Quería ser la vizcondesa de Aberowen, y más adelante, algún día, condesa Fitzherbert. Siempre había sido rica, pero deseaba con ansia el respeto y la deferencia que solo se conseguían con la posición social. Deseaba que se dirigieran a ella con un «milady». Codiciaba la tiara de diamantes de la princesa Bea. Quería contar con miembros de la realeza entre sus amigos.
Sabía que a Boy le gustaba, no cabía duda del deseo que sentía cuando la besaba.
—Necesita que le den un último empujón —le murmuró Olga a Daisy mientras tomaban el café en la sobremesa, reunidas con las demás damas en el salón.
—Pero ¿cómo?
—Hay algo que nunca falla con los hombres.
Daisy levantó las cejas.
—¿Sexo? —Su madre y ella hablaban de casi todo, pero normalmente eludían ese tema.
—Con un embarazo lo conseguirías —dijo Olga—. Pero eso únicamente sucede justo cuando una no lo desea.
—Entonces, ¿qué hago?
—Tienes que dejarle entrever la tierra prometida, pero sin dejarlo entrar.
Daisy sacudió la cabeza.
—No estoy segura, pero me parece que a lo mejor él ya ha estado en la tierra prometida con otra persona.
—¿Con quién?
—No sé… Una criada, una actriz, una viuda… Solo me lo imagino. Es que no tiene un aire demasiado virginal.
—Estás en lo cierto, no lo tiene. Eso quiere decir que deberás ofrecerle algo que otras no puedan darle. Algo por lo que esté dispuesto a hacer cualquier cosa.
Daisy pensó por un momento de dónde había sacado su madre toda esa sabiduría si se había pasado la vida atrapada en un frío matrimonio. Tal vez había reflexionado largo y tendido sobre por qué su marido, Lev, había acabado buscando consuelo en los brazos de su amante, Marga. De todas formas, Daisy no tenía nada que ofrecerle a Boy que él no pudiera conseguir de cualquier otra chica, ¿o sí?
Las mujeres estaban terminando ya el café y poco a poco iban subiendo a sus habitaciones para hacer una siesta. Los hombres estaban todavía en el comedor, fumando puros, pero las seguirían también al cabo de un cuarto de hora. Daisy se levantó.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Olga.
—No estoy segura, pero algo se me ocurrirá.
Salió de la salita. Pensaba ir a la habitación de Boy, ya lo había decidido, pero no quería decir nada por si su madre le ponía algún reparo. Lo estaría esperando cuando subiera a echarse la siesta. Los criados también tenían un rato de asueto a esa hora del día, así que no era muy probable que nadie más entrara en el dormitorio.
Tendría a Boy para ella sola. Pero ¿qué le diría, qué haría? Eso no lo sabía aún. Tendría que improvisar.
Se fue a la Suite Gardenia, se lavó los dientes, se dio unos toquecitos de colonia de Jean Naté en el cuello y avanzó por el pasillo dando silenciosos pasos en dirección a la habitación de Boy.
Nadie la vio entrar.
Su cuarto era un dormitorio espacioso con vistas a las cimas neblinosas. Se notaba que aquella era su habitación desde hacía años. Había sillas de cuero muy masculinas, cuadros de aviones y caballos de carreras en las paredes, una cigarrera de madera de cedro llena de aromáticos puros, una mesita con decantadores de whisky y brandy y una bandeja con vasos de cristal.
Abrió un cajón y vio papel de cartas de Ty Gwyn, un tintero y plumas y lápices. El papel era azul y llevaba el escudo de los Fitzherbert. ¿Sería algún día también su escudo?
Se preguntó qué diría Boy al encontrarla allí. ¿Le gustaría, la estrecharía entre sus brazos y la besaría? ¿O se enfadaría al ver que había invadido su intimidad y la acusaría de ser una fisgona? Tenía que arriesgarse.
Entró en el vestidor contiguo y vio un pequeño lavamanos con un espejo encima. El juego de afeitado de Boy estaba sobre el mármol. Daisy pensó que le gustaría aprender a afeitar a su marido. ¡Qué íntimo sería eso!
Abrió las puertas del armario y miró su ropa: chaqués formales, trajes de tweed, ropa de montar, una cazadora de cuero de piloto con forro de pieles y dos trajes de etiqueta.
Entonces se le ocurrió una idea.
Recordó cómo se había excitado Boy al verlas a ella y a las demás chicas vestidas de hombres en la casa de Bing Westhampton, el pasado mes de junio. Aquella noche la había besado por primera vez. Daisy no entendía muy bien por qué se había excitado tanto, pero, bueno, esas cosas muchas veces eran inexplicables. Lizzie Westhampton le había dicho que a algunos hombres les gustaba azotar a las mujeres en el trasero: ¿qué podía justificar semejante conducta?
Quizá podía vestirse con la ropa de Boy.
«Algo por lo que está dispuesto a hacer cualquier cosa», había dicho su madre. ¿Acertaría con eso?
Se quedó mirando la hilera de trajes colgados de sus perchas, la pila de camisas blancas dobladas, los zapatos de cuero bien lustrados, cada uno con su horma de madera dentro. ¿Daría resultado? ¿Tenía tiempo?
¿Tenía acaso algo que perder?
Podía coger toda la ropa que necesitara, llevarla a la Suite Gardenia, cambiarse allí y luego volver a todo correr esperando que nadie la viera…
No. No había tiempo para todo eso. El puro que se estaba fumando Boy no era tan largo. Tenía que cambiarse allí mismo, y deprisa… u olvidarse de esa idea.
Se decidió.
Se quitó el vestido.
De pronto estaba en peligro. Hasta ese momento podría haber explicado su presencia allí, de un modo ligeramente plausible, fingiendo que se había desorientado entre los kilómetros de pasillos de Ty Gwyn y había entrado por error en la habitación que no era. Pero no había reputación femenina alguna que pudiera seguir intacta después de ser descubierta en ropa interior en la habitación de un hombre.
Cogió la primera camisa de la pila. Refunfuñó al ver que había que abotonar el cuello con gemelos. Encontró una docena de cuellos almidonados en un cajón, junto a una caja de gemelos, y le puso uno a la camisa antes de pasársela por la cabeza.
Oyó los pesados pasos de un hombre en el pasillo, ante la puerta, y se quedó de piedra. El corazón le latía tan fuerte como si fuera un tambor; pero los pasos pasaron de largo.
Decidió ponerse un elegante chaqué. Los pantalones, de rayas, no llevaban tirantes, pero encontró unos en otro cajón. Estuvo probando hasta conseguir abrocharlos a los pantalones y luego se los puso. Dentro de aquella cinturilla había sitio para dos como ella.
Metió sus pies, cubiertos por medias, en un par de brillantes zapatos negros y se anudó los cordones.
Se abrochó los botones de la camisa y se puso una corbata de un gris plateado. El nudo estaba medio deshecho, pero no importaba, porque de todas formas ella no sabía cómo hacerlo, así que lo dejó tal cual.
Se puso un chaleco cruzado de color beige y un chaqué negro, después se miró en el espejo de cuerpo entero que había en el interior de la puerta del armario.
La ropa le quedaba holgada, pero aun así estaba guapa.
Al ver que le sobraba tiempo, se puso también unos gemelos de oro en los puños de la camisa y un pañuelo blanco en el bolsillo del chaqué.
Le faltaba algo, así que se quedó mirando su reflejo hasta que descubrió qué más necesitaba.
Un sombrero.
Abrió otro armario y vio una hilera de sombrereras en una estantería que quedaba bastante arriba. Encontró una chistera gris y se la colocó en lo alto de la cabeza.
Recordó entonces el bigote.
Esta vez no llevaba ningún lápiz de ojos encima. Regresó al dormitorio de Boy y se inclinó ante la chimenea. Todavía era verano, así que no habían encendido el fuego. Recogió un poco de hollín con la punta de un dedo, volvió al espejo y se dibujó con cuidado un bigote sobre el labio superior.
Ya estaba lista.
Se sentó en uno de los sillones de cuero a esperarlo.
Su instinto le decía que estaba haciendo lo correcto aunque racionalmente le pareciera extrañísimo. Sin embargo, la excitación sexual era un fenómeno inexplicable. Ella misma se sentía húmeda cuando él la llevaba en su avión. Mientras Boy estaba concentrado en pilotar la pequeña avioneta les era imposible besuquearse, pero casi era mejor así, porque el solo hecho de estar surcando el aire le resultaba a Daisy tan excitante que seguramente le habría dejado hacer con ella todo lo que hubiera querido.
Aun así, los chicos a veces eran impredecibles; Daisy tenía miedo de que Boy pudiera enfadarse. Cuando eso sucedía, su apuesto rostro se crispaba en una mueca nada atractiva, empezaba a dar golpecitos nerviosos con el pie y también podía portarse con bastante crueldad. Una vez que un camarero un poco cojo se había equivocado al servirle la bebida, Boy le había soltado: «Vete renqueando otra vez hasta la barra y tráeme el whisky escocés que te he pedido; que estés lisiado no quiere decir que seas sordo, ¿verdad?». Aquel pobre hombre se había sonrojado de vergüenza.