Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—¡Ya te tengo, cabrón!
—¡Joder, cómo he notado esa explosión!
—¡Chupaos esa, hijos de perra!
—¡Le he dado!
—¡Mira cómo arde!
Los hombres de la sala de radio estallaron en gritos de júbilo, aunque no podían saber con exactitud qué estaba ocurriendo.
Todo terminó en cuestión de minutos, pero tardaron muchísimo en conseguir un informe claro de la situación. Con la euforia de la victoria, los pilotos no resultaban muy coherentes. Poco a poco, a medida que se calmaban y regresaban a sus portaaviones, se fue sabiendo qué había sucedido.
Trixie Paxman se contaba entre los supervivientes.
La mayoría de sus bombas habían errado el blanco, igual que antes, pero unas diez habían alcanzado el objetivo y, aunque eran pocas, habían causado unos daños tremendos. Tres imponentes portaaviones japoneses estaban ardiendo sin control: el
Kaga
, el
Soryu
y el buque insignia, el
Akagi
. Al enemigo solo le quedaba uno, el
Hiryu
.
—¡Tres de los cuatro! —exclamó Chuck, eufórico—. ¡Y ellos ni se han acercado aún a nuestros barcos!
Eso no tardó en cambiar.
El almirante Fletcher envió diez Dauntless a reconocer el terreno y ver en qué estado había quedado el portaaviones japonés superviviente. Sin embargo, fue el radar del
Yorktown
el que detectó una escuadrilla de aviones, que en teoría habían despegado del
Hiryu
, a cincuenta millas y acercándose. A mediodía, Fletcher envió doce Wildcat al encuentro de los atacantes. El resto de los aviones también recibieron órdenes de despegar para que no estuvieran en cubierta, en situación vulnerable, cuando se produjera el ataque. Mientras tanto, las líneas de combustible del
Yorktown
se inundaron con dióxido de carbono como prevención contra incendios.
La escuadrilla atacante estaba compuesta por catorce «Val», bombarderos de picado Aichi D3A, además de los Zero que los acompañaban.
«Aquí está —pensó Chuck—, mi primera acción bélica.» Sintió ganas de vomitar y tragó saliva con fuerza.
Antes de que los atacantes estuvieran a la vista, los artilleros del
Yorktown
abrieron fuego. El barco tenía cuatro pares de grandes cañones antiaéreos de un calibre de 128 mm que podían lanzar sus proyectiles a varios kilómetros de distancia. Tras determinar la posición del enemigo con la ayuda del radar, los oficiales de artillería lanzaron una salva de gigantescos proyectiles de veinticinco kilos en dirección a los aviones que se acercaban, con los temporizadores preparados para que hicieran explosión al alcanzar el objetivo.
Los Wildcat se colocaron encima de los atacantes y, según las informaciones que transmitían por radio los pilotos, abatieron seis bombarderos y tres cazas.
Chuck corrió al puente del almirante con un mensaje que decía que el resto de la escuadrilla estaba lanzándose al ataque.
—Bueno, ya me he puesto el casco de acero… no puedo hacer nada más —comentó el almirante Fletcher con frialdad.
Chuck miró por la ventanilla y vio los bombarderos de picado lanzando su aullido en el cielo, avanzando hacia él en un ángulo tan vertiginoso que parecían estar cayendo a plomo. Resistió el impulso de lanzarse al suelo.
La embarcación realizó un repentino viraje de timón todo a babor. Merecía la pena intentar cualquier maniobra que pudiera desviar al avión atacante de su curso.
La cubierta del
Yorktown
también tenía cuatro «pianos de Chicago»: unas baterías antiaéreas más pequeñas y de menor alcance, con cuatro cañones. Estos abrieron fuego en ese momento, igual que los cañones de los cruceros que escoltaban al
Yorktown
.
Cuando Chuck miró hacia delante desde el puente, aterrorizado e incapaz de hacer nada por defenderse, un artillero de cubierta encontró un Val a tiro y le dio. El avión pareció partirse en tres pedazos. Dos de ellos cayeron al mar y otro se estrelló contra el costado del portaaviones. Otro Val voló entonces en pedazos. Chuck soltó un grito de alegría.
Pero aún quedaban seis.
El
Yorktown
viró bruscamente a estribor.
Los Val hicieron frente al granizo mortal que habían desatado los cañones de cubierta y fueron tras el portaaviones.
A medida que se acercaban, las ametralladoras de las pasarelas que había a lado y lado de la cubierta de vuelo también comenzaron a abrir fuego. La artillería del
Yorktown
estaba interpretando una sinfonía letal: el grave estruendo de los cañones de 128 mm, los sonidos de medio alcance de los pianos de Chicago y el imperioso martilleo de las ametralladoras.
Chuck vio la primera bomba.
Muchos proyectiles japoneses tenían mecanismos de acción retardada. En lugar de explotar al hacer impacto, estallaban un segundo o dos después; la idea era que atravesaran la cubierta y no explotaran hasta encontrarse en el interior del barco, donde causaban una devastación mayor.
Esa bomba, no obstante, rodó sobre la cubierta del
Yorktown
.
Chuck la contempló, paralizado por el horror. Durante unos instantes pareció que no iba a provocar ningún daño, pero después hizo explosión con un estruendo y un fogonazo. Los dos pianos de Chicago de popa quedaron destruidos al instante. Aparecieron pequeños incendios en cubierta y en las torres.
Para asombro de Chuck, los hombres que tenía a su alrededor no perdieron la calma, como si estuvieran presenciando un simulacro de combate en una sala de reuniones. El almirante Fletcher seguía dando órdenes aun tambaleándose por la cubierta del puente, que no dejaba de dar bandazos. Unos momentos después, los equipos de control de daños corrían ya por la cubierta de vuelo con mangueras de incendios, y los camilleros recogían a los heridos y se los llevaban abajo, por empinadas escalerillas, hacia las unidades de curas.
No se produjeron incendios importantes: el dióxido de carbono de las líneas de combustible lo había impedido. Tampoco había aviones cargados con bombas que pudieran explotar en cubierta.
Un momento después, otro Val se precipitó aullando hacia el
Yorktown
y una bomba alcanzó la chimenea. La explosión sacudió a la poderosa embarcación. Una enorme cortina de un humo negro y oleaginoso empezó a salir de los tiros. Chuck comprendió que la bomba debía de haber dañado los motores, porque el barco perdió velocidad inmediatamente.
Hubo más bombas que erraron el blanco y acabaron en el mar, donde provocaron géiseres que salpicaron la cubierta, y allí el agua salada se mezcló con la sangre de los heridos.
El
Yorktown
acabó por detenerse. Cuando el barco inutilizado quedó a la deriva, los japoneses lo alcanzaron una tercera vez: una bomba impactó contra el montacargas de proa y explotó en algún punto de las cubiertas inferiores.
Entonces, de repente, todo terminó y los Val supervivientes ascendieron hacia el límpido cielo azul del Pacífico.
«Sigo vivo», pensó Chuck.
No habían perdido el barco. Los equipos de control de incendios habían empezado a trabajar antes aun de que los japoneses desaparecieran. En las profundidades de la embarcación, los ingenieros dijeron que tardarían una hora en poner las calderas en marcha. Las cuadrillas de reparación remendaron el boquete de la cubierta de vuelo con planchas de pino de Oregón de un metro por dos.
Sin embargo, el equipo de radio sí había quedado destruido. El almirante Fletcher estaba sordo y ciego, así que se trasladó con sus asistentes personales al crucero
Astoria
, y desde allí entregó el mando táctico a Spruance, del
Enterprise
.
—Que te jodan, Vandermeier… he sobrevivido —dijo Chuck a media voz.
Demasiado pronto había hablado.
Los motores resucitaron vibrando con fuerza. Esta vez bajo el mando del capitán Buckmaster, el
Yorktown
empezó a surcar de nuevo las olas del Pacífico. Algunos de sus aviones ya se habían refugiado en el
Enterprise
, pero otros seguían en el aire, así que el portaaviones viró contra el viento y los aparatos fueron aterrizando para repostar. Puesto que la radio no estaba operativa, Chuck y sus compañeros se reconvirtieron en un equipo de código de señales para comunicarse con los demás barcos utilizando las anticuadas banderas.
A las dos y media, el radar de un crucero que escoltaba al
Yorktown
reveló que unos aviones se acercaban en vuelo rasante desde el oeste: una escuadrilla de ataque del
Hiryu
, parecía ser. El crucero envió un mensaje para comunicárselo al portaaviones. Buckmaster mandó doce Wildcat para interceptar a los japoneses.
Los Wildcat debieron de verse incapaces de detener el ataque, porque diez aviones torpederos aparecieron casi rozando las olas, directos a por el
Yorktown
.
Chuck los vio con toda claridad. Eran Nakajima B5N, y los norteamericanos los llamaban «Kate». Cada uno de ellos llevaba sujeto bajo el fuselaje un torpedo que abarcaba casi la mitad de la longitud del avión.
Los cuatro cruceros pesados que escoltaban al portaaviones bombardearon el mar a su alrededor para levantar una pantalla de agua revuelta, pero los pilotos japoneses no se dejaron disuadir tan fácilmente y atravesaron la cortina de espuma.
Chuck vio cómo el primer avión dejaba caer el torpedo. La bomba alargada se zambulló en el agua, apuntando hacia el
Yorktown
.
El avión pasó volando tan cerca del barco que Chuck vio incluso la cara del piloto. Llevaba una cinta blanca y roja en la frente, además del casco. Agitó un puño triunfal hacia la tripulación de cubierta y enseguida desapareció.
Otros aviones se acercaron rugiendo. Los torpedos eran lentos y a veces las embarcaciones lograban esquivarlos, pero el
Yorktown
estaba inutilizado y era demasiado pesado para moverse en zigzag. Se produjo entonces una tremenda sacudida que hizo temblar todo el barco: los torpedos eran varias veces más poderosos que las bombas normales. Chuck tuvo la sensación de que los habían alcanzado en la popa, a babor. Poco después se produjo otra explosión, y esta llegó a levantar el barco y a tirar al suelo a la mitad de la tripulación que estaba en cubierta. Acto seguido, los potentes motores fallaron.
Una vez más, las cuadrillas de reparación de daños se pusieron a trabajar antes de que los aviones atacantes hubiesen desaparecido. Chuck se unió a los hombres que se ocupaban de las bombas de agua y vio que el casco de acero del gran barco había quedado abierto como una lata. Una cascada de agua marina entraba por la gran brecha. Al cabo de pocos minutos, Chuck notó que la cubierta se había inclinado. El
Yorktown
se escoraba hacia babor.
Las bombas no daban abasto para desalojar toda el agua que entraba, sobre todo porque los compartimentos estancos de la nave habían quedado dañados en el mar del Coral y no los habían arreglado en la reparación de urgencia.
¿Cuánto tardarían en volcar?
A las tres en punto, Chuck oyó una orden:
—¡Abandonen el barco!
Los marinos lanzaron cabos por el borde más elevado de la cubierta inclinada. En la cubierta de hangares, los tripulantes tiraron de unas cuerdas para liberar miles de chalecos salvavidas de un compartimento superior que cayeron en cascada. Las embarcaciones que formaban la escolta se acercaron al portaaviones y enviaron sus botes. La tripulación del
Yorktown
se quitó los zapatos y se reunió a un lado. Por algún motivo, dejaron los zapatos en ordenadas hileras en cubierta, cientos de pares, como si fuera un sacrificio ritual. A los hombres heridos los bajaron en camillas hasta los botes que los estaban esperando. Chuck se encontró de pronto en el agua, nadando todo lo deprisa que podía para alejarse del
Yorktown
antes de que volcara. Una ola lo pilló desprevenido y se llevó su gorra. Se alegró de estar en el cálido Pacífico; el Atlántico podría haberlo matado de frío mientras esperaba a que lo rescataran.
Lo recogió un bote salvavidas que luego siguió ayudando a más hombres. Decenas de botes hacían lo mismo. Muchos tripulantes se dejaban caer desde la cubierta principal, que estaba más abajo que la cubierta de vuelo. El
Yorktown
aún conseguía mantenerse a flote.
Cuando todos los hombres estuvieron a salvo, los transportaron hasta las embarcaciones de escolta.
Chuck se quedó de pie en cubierta, contemplando la superficie del agua mientras el sol se ponía por detrás del
Yorktown
, que zozobraba lentamente. Se le ocurrió pensar que en todo el día no había visto un solo barco japonés. La totalidad de la batalla se había librado en el aire. Se preguntó si sería la primera de un nuevo tipo de batallas navales. En tal caso, los portaaviones serían las embarcaciones fundamentales en el futuro. Ninguna otra cosa servía de mucho.
Trixie Paxman apareció junto a él. Chuck se alegró tanto de verlo vivo que le dio un abrazo.
Trixie le contó que la última escuadrilla de bombarderos de picado Dauntless, despegados desde el
Enterprise
y el
Yorktown
, había hecho arder el
Hiryu
, el único portaaviones japonés que seguía operativo, y lo había destruido.
—O sea que hemos acabado con los cuatro portaaviones japoneses —comentó Chuck.
—Eso es. Les hemos dado a todos, y nosotros solo hemos perdido uno de los nuestros.
—O sea —añadió Chuck— que ¿hemos ganado?
—Sí —confirmó Trixie—. Eso parece.
Después de la batalla de Midway quedó claro que la guerra del Pacífico se ganaría lanzando aviones desde los barcos. Tanto Japón como Estados Unidos pusieron en marcha programas intensivos para construir portaaviones lo más deprisa posible.
Durante 1943 y 1944, Japón fabricó siete de esas enormes y costosas embarcaciones.
En ese mismo período, Estados Unidos produjo noventa.
1942 (II)
La enfermera Carla von Ulrich entró con un carrito al cuarto donde guardaban el material médico y cerró la puerta tras de sí.
Tenía que darse prisa. Si la pillaban, la enviarían a un campo de concentración por lo que estaba a punto de hacer.
Cogió de un armario unos cuantos apósitos de distintas clases, un rollo de venda y un tarro de pomada antiséptica. Luego abrió el armario de los medicamentos, guardados bajo llave. Cogió morfina para aliviar el dolor, sulfamida para las infecciones y aspirina para la fiebre. También cogió una jeringuilla hipodérmica nueva, todavía en su estuche.