Los ojos de Malcolm estaban desorbitados por el miedo. El médico lo tomó de la mano y lo condujo hasta una posición específica al lado del cubo.
—Mire justo ahí, en la parte trasera del corazón, cerca de la zona superior, ¿ve los extraños entrecruzamientos y estriaciones de los tejidos? Esos son los músculos del corazón y han sufrido una desintegración irreparable.
Malcolm mantuvo la mirada fija dentro del cubo durante lo que pareció una eternidad y, después, dejó caer la cabeza.
—¿Voy a morir, doctor? —preguntó sumisamente. Robert Turner tomó la otra mano de su paciente.
—Sí, así es, Malcolm. En la Tierra posiblemente podríamos esperar un trasplante cardíaco; aquí, sin embargo, ni se puede pensar en ello, ya que ni tenemos el equipo ni un donante adecuados… Si usted quiere, puedo abrir y mirar su corazón. Pero es extremadamente improbable que vea algo que modifique mi diagnóstico.
Malcolm sacudió la cabeza. Lágrimas le empezaron a resbalar por las mejillas. Eponine abrazó al pequeño hombre y también empezó a llorar.
—Lamento que me llevara tanto completar mi diagnóstico —dijo Turner—, pero en un caso así de gravedad necesitaba estar absolutamente seguro.
Instantes después, Malcolm y Eponine caminaron hacia la puerta. Malcolm se dio vuelta.
—¿Qué hago ahora? —le preguntó al médico.
—Cualquier cosa que le plazca —contestó el doctor Turner.
Cuando se fueron, Turner volvió a su consultorio, donde copias impresas de las gráficas y archivos de Malcolm Peabody estaban esparcidas sobre el escritorio. El médico estaba profundamente preocupado. Estaba casi seguro (no lo podía saber en forma definitiva hasta haber completado la autopsia) de que el corazón de Peabody padecía la misma clase de enfermedad que había matado a Walter Brackeen en la
Santa María
. Ambos habían sido amigos íntimos durante varios años, desde el comienzo de sus períodos de detención en Georgia. Era improbable que,
por coincidencia
, los dos hubieran contraído la misma enfermedad cardíaca. Pero si no era una coincidencia, entonces el agente patógeno debía de ser transmisible.
Robert Turner sacudió la cabeza. Cualquier enfermedad que atacara el corazón era alarmante, ¿pero una que se pudiera transmitir de una persona a otra? El espectro era aterrador.
Estaba muy cansado. Antes de apoyar la cabeza sobre el escritorio, Turner hizo una lista de las referencias sobre virus cardíacos que deseaba obtener de la base de datos. Después, rápidamente, se quedó dormido.
Quince minutos más tarde, el videófono lo despertó en forma repentina. Un Tiasso estaba del otro lado, llamando desde la Sala de Emergencias.
—Dos García hallaron un cuerpo humano en el bosque de Sherwood —dijo el robot—, y vienen para acá ahora. Por las imágenes que transmitieron, puedo decir que este caso va a necesitar de su intervención personal.
El doctor Turner se frotó las manos, se volvió a poner el guardapolvo y llegó a Emergencias justo antes de que los dos García llegaran con el cuerpo. A pesar de la experiencia, Turner tuvo que desviar la mirada del horriblemente mutilado cadáver. La cabeza estaba casi separada del cuerpo —pendía sólo de una delgada hebra de músculo—, y el rostro estaba tajado y desfigurado, imposible de identificar. Además, en la zona genital había una herida profunda que sangraba.
El par de Tiasso inmediatamente se puso a trabajar: limpiaron la sangre y prepararon el cuerpo para la autopsia. El doctor Turner se sentó en una silla, lejos de la escena y llenó la primera acta de defunción de Nuevo Edén.
—¿Cuál era su nombre? —le preguntó a los biots. Uno de los Tiasso hurgó entre lo que quedaba de la ropa del hombre muerto, y encontró su tarjeta de identificación de la AIE.
—Danni —contestó el biot—. Marcello Danni.
El tren que venía de Positano estaba lleno. Se detuvo en la pequeña estación que estaba en las orillas del lago Shakespeare, a mitad de camino a Beauvois, y arrojó una mezcla de seres humanos y biots. Muchos llevaban canastas con comida, mantas y sillas plegadizas. Algunos de los niños más pequeños corrieron desde la estación hacia la hierba espesa, recientemente cortada, que rodeaba el lago. Reían y rodaban por la suave pendiente que cubría los ciento cincuenta metros que había entre la estación y el borde del agua.
Para aquellos que no querían sentarse en la hierba, se habían erigido estrados de madera inmediatamente enfrente del estrecho muelle que penetraba cincuenta metros en el agua antes de abrirse formando una plataforma rectangular. Un micrófono, una tribuna y varias sillas estaban dispuestos sobre la plataforma. Era allí donde el gobernador Watanabe iba a pronunciar el discurso por el Día del Asentamiento, después de que terminaran los fuegos artificiales.
Cuarenta metros a la izquierda de los estrados, los Wakefield y los Watanabe habían colocado una larga mesa cubierta con un mantel azul y blanco. Platillos con comida para servirse con la mano estaban dispuestos cuidadosamente en la mesa. Las heladeras dispuestas abajo de la mesa estaban llenas con bebidas. Sus familias y amigos se habían reunido en la región inmediatamente circundante y estaban comiendo, practicando algún tipo de deporte, o bien enfrascados en una animada conversación. Dos biots Lincoln se desplazaban entre el grupo, ofreciendo bebidas y canapés a aquellas personas que estaban demasiado lejos de la mesa y de las heladeras.
Era una tarde calurosa. De hecho, el tercer día consecutivo que era excepcionalmente cálido. Pero a medida que el sol artificial completaba su miniarco en la cúpula que estaba muy por encima de sus cabezas, y la luz lentamente empezaba a disminuir, la expectante multitud que se había reunido en las márgenes del lago Shakespeare se olvidó del calor.
Un último tren arribó nada más que minutos antes de que la luz desapareciera por completo. Venía de la estación de la Ciudad Central, al norte, y traía colonos que vivían en Ha Kone o San Miguel. No eran muchas las personas que llegaron a último momento. La mayoría de la gente había venido temprano para disponer sobre la hierba las cosas para el día de campo. Eponine estaba en el último tren. Había planeado no asistir a la celebración, pero había cambiado de idea a último momento.
Se sintió confundida cuando pisó el césped, después de salir del andén de la estación. ¡Había tanta gente!
Todo Nuevo Edén debe de estar aquí
, pensó. Durante un instante deseó no haber venido. Todos estaban con amigos y familiares y ella estaba completamente sola.
Ellie Wakefield estaba jugando al tiro con herradura con Benjy, cuando Eponine bajó del tren. Aun a la distancia rápidamente reconoció a su profesora debido a la banda rojo brillante que llevaba en el brazo.
—Es Eponine, mamá —dijo Ellie, corriendo hacia Nicole—. ¿Puedo pedirle que se una a nosotros?
—Claro que sí —contestó Nicole.
Una voz, a través del sistema público de comunicación, interrumpió la música que una pequeña banda interpretaba, para anunciar que los fuegos artificiales comenzarían en diez minutos. Hubo algunos aplausos.
—Eponine —gritó Ellie—. Por aquí. —Ellie agitó los brazos.
Eponine oyó que pronunciaban su nombre, pero no podía ver con claridad bajo la tenue luz. Después de varios segundos, empezó a caminar en dirección a Ellie. Por el camino inadvertidamente tropezó con un bebé que estaba gateando solo por el césped.
—¡Kevin! —gritó la madre—, mantente apartado de ella. En un instante, un hombre rubio, fornido, agarró al niñito y lo mantuvo alejado de Eponine.
—Usted no debería estar acá —dijo el hombre—, no con gente decente.
Un poco perturbada, Eponine siguió caminando hacía Ellie que se acercaba a ella a través de la hierba.
—¡Vete a casa, Cuarenta y Uno! —gritó una mujer que había presenciado el incidente anterior. Un niño gordo de diez años, con una nariz prominente, señaló con el dedo a Eponine y le hizo un comentario inaudible a su hermana menor.
—Estoy tan contenta de verla —dijo Ellie, cuando llegó hasta donde estaba su profesora—. ¿Vendría a comer algo con nosotros?
—Eponine asintió con una leve inclinación de la cabeza.
—Me da lástima toda esta gente —dijo Ellie, con tono suficientemente alto como para que oyeran todos los que la rodeaban—. Es una pena que sean tan ignorantes.
Ellie condujo a Eponine a la mesa grande e hizo una presentación general.
—Eh, todos, para aquellos que no la conocen, ésta es mi profesora y amiga, Eponine. No tiene apellido, así que no le pregunten cuál es.
Eponine y Nicole se habían encontrado varias veces antes. Intercambiaron saludos mientras un Lincoln le ofrecía a Eponine palitos de verdura y una bebida gaseosa. Nai Watanabe trajo a sus mellizos, Kepler y Galileo, que acababan de cumplir dos años la semana anterior para que saludaran a la recién llegada. Un gran grupo próximo de colonos de Positano contemplaba cómo Eponine levantaba en sus brazos a Kepler.
—Linda —dijo el niñito, señalando el rostro de Eponine.
—Debe de ser muy difícil —dijo Nicole en francés y señaló con la cabeza a los que miraban boquiabiertos.
—
Oui
—contestó Eponine.
¿Difícil?
, pensó,
ésa es la definición más leve que escuché. ¿Qué tal si decimos que “absolutamente imposible”? Como si fuera poco tener una horrible enfermedad que casi con seguridad me va a matar, además tengo que llevar una banda en el brazo para que los demás me puedan evitar, si prefieren
.
Max Puckett alzó la vista del tablero de ajedrez, y advirtió la presencia de Eponine.
—Hola, hola —dijo—. Usted debe de ser la profesora de la que oí hablar tanto.
—Ése es Max —dijo Ellie acercándose con Eponine—. Es galanteador, pero es inofensivo. Y el hombre mayor que no nos presta atención es el juez Pyotr Mishkin… ¿Lo pronuncié bien, juez?
—Sí, por supuesto, señorita —contestó el juez Mishkin, sin desviar la vista del tablero—. Maldita sea, Puckett, ¿qué diablos estás tratando de hacer con ese caballo? Como siempre, tu juego es estúpido o brillante, pero no sé con qué adjetivo quedarme.
Finalmente, el juez alzó la vista, vio la banda roja que Eponine llevaba en el brazo y torpemente se apresuró a ponerse de pie.
—Lo siento, señorita, realmente lo siento —dijo—, ya tiene suficientes problemas sin tener que aguantar desaires de este viejo excéntrico y egoísta.
Uno o dos minutos antes de que empezaran los fuegos artificiales, apareció un gran yate que se acercaba a la zona del día de campo, proveniente del lado oeste del lago. Brillantes luces de colores y bonitas muchachas decoraban su larga cubierta. El nombre
Nakamura
estaba esmaltado en vivos colores en el costado del barco. Encima de la cubierta principal, Eponine reconoció a Kimberly Henderson parada al lado de Toshio Nakamura, que estaba al timón.
Los del yate saludaron a la gente de la orilla agitando los brazos. Patrick Wakefield corrió exaltado hacia la mesa.
—Mira, mamá —dij—. Katie está en el yate. Nicole se puso los anteojos para ver mejor. En verdad era su hija, vestida con un bikini, la que saludaba desde la cubierta del yate.
—Eso es lo único que nos faltaba —masculló Nicole para sí misma, mientras el primero de los fuegos artificiales explotaba por encima de ellos y llenaba el cielo oscuro con luz y color.
—En un día como hoy, hace tres años —empezó el discurso Kenji Watanabe—, una partida exploradora proveniente de la
Pinta
, pisó, por primera vez, este nuevo mundo. Ninguno de nosotros sabía con qué nos encontraríamos. Todos nos preguntábamos, en especial durante los dos largos meses en los que pasamos ocho horas por día en el somnario, si algo que se asemejara a la vida normal sería posible alguna vez aquí, en Nuevo Edén.
—Nuestros primeros temores no se hicieron realidad. Nuestros anfitriones alienígenas, quienquiera que sean, jamás interfirieron en nuestras vidas. Quizá sea cierto, como Nicole Wakefield y otros sugirieron, que nos estén observando continuamente pero de ningún modo sentimos su presencia. Fuera de nuestra colonia, la nave espacial Rama avanza hacia la estrella a la que llamamos Tau Ceti, desplazándose a increíble velocidad. Dentro de la colonia, nuestras actividades cotidianas apenas perciben la influencia de las excepcionales condiciones externas de nuestra existencia.
—Antes de los días en el somnario, cuando todavía éramos viajeros dentro del sistema planetario que rota alrededor de nuestra estrella madre, el Sol, muchos de nosotros creímos que nuestro “período de observación” iba a ser corto. Teníamos la convicción de que, después de algunos meses, nos devolverían a la Tierra o, quizá, a nuestro destino originario, Marte, y que esta tercera nave espacial Rama desaparecería en los distantes confines del espacio, como sus dos predecesores. Sin embargo, hoy, mientras estoy de pie delante de ustedes: nuestros navegantes me dicen que todavía nos estamos alejando de nuestro Sol, tal como lo estuvimos haciendo durante más de dos años y medio, a una velocidad que es casi la mitad de la velocidad de la luz. Si, en verdad, tenemos la suerte algún día de regresar a nuestro sistema solar, ese día estará, como mínimo, a varios años de distancia en el futuro.
—Estos factores dictan el tema primordial de éste, mi último discurso por el Día del Asentamiento. El tema es simple: compañeros colonizadores,
nosotros
tenemos que asumir la plena responsabilidad de nuestro propio destino. No podemos esperar que los asombrosos poderes que crearon este pequeño mundo en el comienzo, nos salven de nuestros errores. Tenemos que administrar Nuevo Edén como si nosotros, y nuestros hijos, fuéramos a estar aquí para siempre. Depende de nosotros asegurar la calidad de vida aquí, tanto ahora como para las futuras generaciones.
—En la actualidad, hay varios desafíos a los que se enfrenta la colonia. Observen que los llamo “desafíos”, no problemas. Si trabajamos juntos, podemos combatir esos desafíos. Si sopesamos cuidadosamente las consecuencias a largo plazo de nuestros actos, tomaremos las decisiones correctas. Pero si no somos capaces de entender los conceptos de “gratificación demorada” y “por el bien de todos”, entonces el futuro de Nuevo Edén será sombrío.
—Permítanme dar un ejemplo para ilustrar lo que quiero decir: Richard Wakefield explicó, tanto por televisión como en foros públicos, cómo el esquema maestro que controla nuestras condiciones meteorológicas se basa en ciertas suposiciones relativas a las condiciones atmosféricas dentro de nuestro hábitat Específicamente, nuestro algoritmo para el control meteorológico supone que tanto los niveles de dióxido de carbono como la concentración de partículas de humo son inferiores a una magnitud dada. Sin entender exactamente cómo funciona la matemática, ustedes pueden apreciar que los cálculos que rigen los aportes externos a nuestro hábitat no van a ser correctos si las suposiciones subyacentes no son exactas.