El jardinero fiel (29 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
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Justin miró a Pellegrin con sincera estupefacción, pero Pellegrin estaba demasiado absorto en su plato de pescado para darse cuenta.

—Pero ¿y las pruebas forenses? —se oyó preguntar desde algún planeta helado—. ¿Y el camión verde de safari? ¿Y las colillas y las botellas de cerveza? ¿Y los dos hombres localizados en Marsabit? ¿Y… no sé… TresAbejas, todas las preguntas que me hicieron los policías británicos?

Pellegrin lucía ya la primera de sus dos sonrisas antes de que Justin hubiera acabado de hablar.

—Han aparecido más pruebas, muchacho. Concluyentes, me temo. —Se echó a la boca otro trozo de pan—. La policía ha encontrado su ropa. La de Bluhm. Enterrada en la orilla del lago. No así la chaqueta de safari, que dejó en el todoterreno como pista falsa. La camisa, los pantalones, los calzoncillos, los calcetines, las zapatillas. ¿A que no adivinas qué había en un bolsillo de los pantalones? Unas llaves de coche. Las del todoterreno. Las que utilizó para cerrar las puertas. Ese detalle, las puertas cerradas, adquiere ahora un nuevo sentido. Según me han dicho, es una circunstancia muy habitual en los crímenes pasionales. Matas a alguien, cierras con llave al irte, cierras la mente. El hecho nunca ha ocurrido. Queda borrado de la memoria. Un comportamiento clásico.

Distraído por la expresión de escepticismo de Justin, Pellegrin se interrumpió, pero enseguida prosiguió con tono terminante.

—Yo siempre me he inclinado por Oswald, Justin. Lee Harvey Oswald disparó contra John F. Kennedy. Nadie lo ayudó. Arnold Bluhm enloqueció y mató a Tessa. El conductor se opuso, y también lo quitó de en medio. Luego lanzó la cabeza entre la maleza para los chacales. Basta. Llega un punto, después de tanto fantaseo y masturbación mental, en que nos vemos obligados a aceptar lo evidente. ¿Te apetece un empalagoso pudín de toffee? ¿Tarta de manzana? —Hizo una seña al camarero para que sirviera el café—. ¿Me permites una discreta advertencia, entre viejos amigos?

—Por favor.

—Estás de baja por enfermedad. Estás pasando por un verdadero infierno. Pero eres de la vieja escuela, conoces las reglas y sigues siendo candidato a un destino en África. Y estás bajo mi vigilancia. —Por si acaso Justin se había formado alguna idea romántica sobre su situación, Pellegrin añadió—: Hay allí muchas patatas calientes para alguien que se aparta del buen camino. Muchos sitios donde no pondría los pies ni loco. Y si ocultas eso que llamamos información confidencial, en tu cabeza o en cualquier otra parte, recuerda que nos pertenece a nosotros, no a ti. Hoy día vivimos en un mundo más despiadado que el de nuestra juventud. Hay por ahí muchos individuos sin escrúpulos con todo a su favor y mucho que perder. Eso da pie a malos modales.

Como hemos aprendido a nuestra costa, pensó Justin desde el interior de su cápsula de cristal. Se levantó ingrávido de la mesa y se sorprendió al ver su propia imagen en numerosos espejos al mismo tiempo. Se vio desde todos los ángulos, en todas las edades de su vida. Justin el niño perdido en casas enormes, amigo de cocineras y jardineros. Justin la estrella del rugby en el colegio, Justin el solterón profesional, escondiendo su soledad en la cantidad. Justin la gran promesa del Foreign Office y el fracasado, fotografiado junto a su amigo el drago. Justin el viudo reciente y padre de su difunto y único hijo.

—Has sido muy atento conmigo, Bernard. Gracias.

Gracias por la clase magistral de sofistería, quería decir, si es que quería decir algo. Gracias por proponerme una película sobre el asesinato de mi esposa y por pisotear sin contemplaciones hasta la última pizca de sensibilidad que pudiera quedarme. Gracias por sus dieciocho páginas de visiones apocalípticas y sus encuentros secretos con Woodrow, y otras fascinantes aportaciones al despertar de mi memoria. Y gracias por la discreta advertencia, ofrecida con el brillo del acero en tu mirada. Porque cuando me observo con atención, veo ese mismo brillo en la mía.

—Estás pálido —dijo Pellegrin con tono de acusación—. ¿Te pasa algo, muchacho?

—Estoy bien. Y mejor aún ahora que nos hemos visto, Bernard.

—Ve a acostarte un rato. Estás agotado. Y recuerda lo de ese fin de semana. Tráete a algún amigo. Alguien que sepa jugar un poco.

—Arnold Bluhm nunca ha hecho daño ni a una mosca —declaró Justin con sumo cuidado y total claridad mientras Pellegrin lo ayudaba a ponerse la gabardina y le devolvía la bolsa de piel. Pero no podría haber asegurado si lo dijo en voz alta o para el millar de voces que gritaban en su cabeza.

Capítulo 10

Aquélla era la casa que aborrecía en su memoria siempre que se hallaba lejos de ella: grande, descuidada y opresivamente paterna, el número cuatro de una recóndita calle arbolada de Chelsea, con un jardín en la parte delantera proclive a permanecer asilvestrado pese a las atenciones dispensadas por Justin cuando disfrutaba de unos días de permiso. Y los restos de la cabaña de Tessa, encallada como una balsa salvavidas putrefacta en lo alto de un roble muerto que ella no le permitía talar. Y globos reventados de épocas lejanas, y jirones de cometas ensartados en las ramas secas y nudosas del árbol muerto. Y una herrumbrosa verja de hierro que, cuando la empujó, arrastrando a la vez un cenagal de hojas descompuestas, hizo huir entre la maleza al gato con leucoma del vecino. Y un par de cerezos intratables por los que supuso que debía preocuparse, ya que estaban plagados de abolladura.

Era la casa que venía amedrentándolo todo el día, y toda la semana anterior, mientras cumplía condena en el piso de abajo, y a lo largo de su penoso recorrido a pie en la solitaria penumbra de una tarde invernal londinense, mientras su confusa mente avanzaba a ciegas por el laberinto de atrocidades surgido en su cabeza, y la bolsa de piel, en su balanceo, le golpeaba la pierna. Era la casa que contenía las partes de Tessa que él nunca había compartido y ya nunca compartiría.

Un aire cortante agitaba los toldos de la verdulería de la acera de enfrente, aventando tanto las hojas caídas como a los compradores de última hora. Pero Justin, pese a su traje ligero, tenía ya bastantes tribulaciones como para notar el frío. Sus pasos resonaron cuando pisó los peldaños embaldosados de la puerta principal. Al llegar arriba se dio media vuelta y, sin saber por qué, escudriñó la calle. Un vagabundo yacía acurrucado bajo el cajero automático del NatWest. Un hombre y una mujer discutían dentro de un coche aparcado en lugar indebido. Un individuo delgado con gabardina y sombrero de fieltro hablaba por su móvil con la cabeza inclinada. En un país civilizado, nunca se sabe. El tragaluz en abanico de la puerta estaba iluminado desde el interior. Como no deseaba coger a nadie por sorpresa, llamó al timbre y oyó el ronco zumbido que tan bien conocía, como la sirena de un barco, procedente del rellano del primer piso. ¿Quién habrá en casa?, se preguntó, esperando el sonido de unas pisadas. Aziz, el pintor marroquí, y su novio Raoul. Petronilla, la muchacha nigeriana en busca de Dios, y su cincuentón sacerdote guatemalteco. Gazon, el alto y macilento médico francés, fumador empedernido, que había trabajado con Arnold en Argelia y tenía la misma sonrisa taciturna de Arnold y, también como Arnold, se interrumpía a veces en medio de una frase, entornaba los ojos asaltado por un doloroso recuerdo y aguardaba a que se desvanecieran en su mente sabía Dios qué pesadillas antes de tomar de nuevo el hilo.

Al no oír voces ni pasos, Justin abrió con su llave y entró en el vestíbulo, esperando encontrarse olores de guisos africanos, el guirigay del reggae en la radio y el clamor de una animada charla de sobremesa proveniente de la cocina.

—¡Hola! ¿Hay alguien? —preguntó—. Soy yo, Justin.

No recibió respuesta, ni lo envolvió la música, ni le llegaron de la cocina olores ni griterío. No se oía nada aparte del rumor del tráfico en la calle y el eco de su propia voz en el hueco de la escalera. Y sólo vio la cabeza de Tessa, recortada de un periódico y pegada a una cartulina, mirándolo desde detrás de una hilera de tarros de mermelada llenos de flores. Y entre los tarros, una lámina de dibujo doblada por la mitad, arrancada, supuso, del cuaderno de Aziz, con mensajes de dolor, afecto y despedida de los desaparecidos inquilinos de Tessa: «Justin, no nos sentíamos con ánimos de quedarnos», fechada el lunes anterior.

Volvió a plegar la hoja y la colocó de nuevo entre los tarros. Permaneció por un momento en posición de firmes, con la vista al frente, intentando contener las lágrimas. Dejó la bolsa de piel en el suelo y, apoyándose en la pared, se dirigió a la cocina. Abrió el frigorífico. Vacío salvo por un frasco de medicamento olvidado, con un nombre de mujer en la etiqueta, desconocido. Annie algo más. Alguna de las acompañantes de Gazon, probablemente. Fue a tientas por el pasillo hasta el comedor y encendió la luz.

El horrendo comedor seudo-Tudor del padre de Tessa. Seis sillas con volutas y emblemas tallados para otros megalómanos como él a cada lado de la mesa. En los extremos, sendas butacas con tapicería bordada para la pareja real. «Mi padre sabía que era espantoso pero le encantaba, y lo mismo me pasa a mí», le explicaba Tessa. Pues a mí no, pensaba él. Pero Dios me libre de decirlo. Durante sus primeros meses juntos Tessa no habló más que de sus padres hasta que, hábilmente guiada por Justin, emprendió la tarea de conjurar sus fantasmas llenando la casa de personas de su misma edad, cuanto más chifladas mejor: trotskistas ex alumnos de Eton, prelados polacos con afición por la bebida y místicos orientales, más la mitad de los gorrones del mundo conocido. Pero cuando descubrió África tomó un rumbo más estable, y el número cuatro pasó a convertirse en refugio de introvertidos cooperantes humanitarios y activistas de las más dudosas tendencias. Mientras observaba el comedor advirtió con desaprobación un semicírculo de hollín al pie de la chimenea de mármol, recubriendo los morillos y el guardafuegos. Grajillas, pensó. Y siguió recorriendo la estancia con la mirada hasta acabar fijándola nuevamente en la mancha de hollín. Esta vez también concentró en ella su mente. Y la mantuvo concentrada mientras debatía consigo mismo. O con Tessa, que venía a ser igual.

¿Qué grajillas?

¿Cuándo, grajillas?

El mensaje del vestíbulo tiene fecha del lunes.

Tata Gates viene los miércoles. Tata Gates era la señora Dora Gates, la antigua niñera de Tessa, y para ella «tata» de por vida.

Y si tata Gates no anda muy bien de salud, viene su hija Pauline.

Y si Pauline no puede, siempre está disponible su descocada hermana Debbie.

Y era impensable que cualquiera de ellas pasara por alto una mancha de hollín tan visible.

Por tanto, las grajillas lanzaron su ataque después del miércoles y antes de esta tarde.

Así pues, si la casa quedó desocupada el lunes —véase el mensaje— y tata Gates limpió el miércoles, ¿por qué se apreciaba en el hollín el nítido contorno de la huella de un pie, de hombre a juzgar por el tamaño, calzado probablemente con zapatillas deportivas?

En el aparador había un teléfono, y al lado de éste una agenda. El número de tata Gates aparecía al dorso de la tapa, escrito de puño de Tessa con rotulador rojo. Justin lo marcó. Contestó Pauline, que rompió a llorar y le pasó a su madre.

—No sabe cuánto lo siento —dijo tata Gates, hablando despacio y claro—. Ni usted ni yo, señor Justin, podríamos expresar con palabras cuánto lo siento. Ni ahora ni nunca.

Justin inició el interrogatorio, sin prisa y con delicadeza como debía ser, escuchando más que preguntando. Sí, tata Gates había ido el miércoles como de costumbre, de nueve a doce, y deseaba ir… Era una oportunidad para estar a solas con la señorita Tessa… Había limpiado como siempre, sin saltarse ni olvidar nada… Y había llorado y rezado… Y si Justin no tenía inconveniente, continuaría yendo como antes, los miércoles como cuando la señorita Tessa vivía, no era por el dinero, era por el recuerdo…

¿Hollín? ¡Claro que no! El miércoles no había hollín en el suelo del comedor, o sin duda ella lo habría visto y lo habría recogido antes de que se incrustara. ¡El hollín de Londres era tan pegajoso! ¡Con esas chimeneas grandes, siempre estaba muy pendiente del hollín! Y no, señor Justin, con toda seguridad el deshollinador no tenía llave de la casa.

Y sabía el señor Justin si habían encontrado ya al doctor Arnold, porque, de todos los caballeros que se habían hospedado en la casa, era el doctor Arnold por quien más aprecio sentía, y aquellas historias de los periódicos eran sólo invenciones…

—Muy amable, señora Gates.

Encendiendo la araña del salón, Justin se permitió echar un vistazo a los viejos recuerdos de Tessa: las escarapelas de los concursos hípicos de su infancia; Tessa vestida de primera comunión; el retrato de boda en la escalinata de la pequeña iglesia de San Antonio, en Elba. Pero fue la chimenea lo que más reclamó su atención. Entre el hogar y el resto del pavimento mediaba una losa de pizarra, y tenía una pantalla baja de estilo Victoriano, aleación de bronce y acero, con abrazaderas de bronce para colocar los accesorios. Una capa de hollín cubría la pizarra y la pantalla. El mismo hollín formaba líneas negras a lo largo de los mangos de acero de las tenazas y el atizador.

He aquí pues un extraordinario misterio de la naturaleza, dijo a Tessa: dos colonias de grajillas sin relación entre sí deciden simultáneamente arrojar hollín por los cañones de dos chimeneas incomunicadas. ¿Cómo debemos interpretar ese hecho? ¿Tú, una abogada, y yo, una especie protegida?

Pero en el salón no había huella. Quienquiera que hubiese registrado la chimenea del comedor había tenido la gentileza de dejar una huella. No así, en cambio, quienquiera que hubiese registrado la chimenea del salón, fuera o no el mismo hombre.

Ahora bien, ¿qué podía inducir a alguien a registrar una chimenea, es más, no una sino dos? Era cierto que tradicionalmente las chimeneas antiguas servían de escondrijo para cartas de amor, testamentos, vergonzosos diarios personales y bolsas repletas de soberanos de oro. Era cierto asimismo, según la leyenda, que en las chimeneas habitaban espíritus. Y cierto también que el viento utilizaba las viejas chimeneas para contar historias, secretas en su mayoría. Y esa tarde soplaba un viento frío, que sacudía puertas y ventanas. Pero ¿por qué registrar
esas
chimeneas? ¿
Nuestras
chimeneas? ¿Por qué las chimeneas del número cuatro? A no ser, claro, que las chimeneas fueran parte de un registro general de toda la casa, aspectos secundarios, por así decirlo, del objetivo central.

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