El jardinero fiel (27 page)

Read El jardinero fiel Online

Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
2.7Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿De Tessa?

—Me refiero a sus actividades extramaritales. —Necesitó reflexionar un rato antes de definir cuáles eran esas actividades. Y entretanto Justin cayó en la cuenta, quizá un poco tarde, de que Tessa debía de ser para Alison una especie de afrenta abominable, una vergüenza para el servicio diplomático y para todo aquello que ambas tenían en común y Tessa había mancillado: sus colegios y universidades, su clase, su sexo y su país; y que, por extensión, Justin era el caballo de Troya que la había introducido a escondidas en la ciudadela—. Estoy pensando en cualquier documento que Tessa pudiera haber conseguido, legítimamente o no, en el transcurso de sus investigaciones o como ella las llamara —añadió con manifiesta aversión.

—Ni siquiera sé qué debo buscar —adujo Justin en protesta.

—Tampoco nosotros lo sabemos. Y para empezar, desde aquí nos cuesta mucho entender cómo llegó a producirse una situación así. —De pronto la ira que había permanecido latente comenzaba a abrirse paso hasta la superficie. Y no era su intención, de eso Justin estaba seguro; había realizado un gran esfuerzo para contenerla. Pero obviamente había escapado a su control—. La verdad, nos parece insólito, viendo lo que ha salido después a la luz, que se permitiera a Tessa convertirse en esa clase de persona. Porter, a su manera, ha sido un excelente jefe de misión, pero sospecho, mal que me pese, que debe achacársele buena parte de la culpa por lo ocurrido.

—¿Por qué exactamente?

La brusca interrupción de Alison lo cogió por sorpresa. Paró como un tren al entrar en contacto con los topes al final del recorrido. Quedó en suspenso, con la vista fija en la pantalla y la aguja de croché en alto pero inmóvil. La dejó con delicadeza en la mesa como si rindiera el arma en un funeral militar.

—Sí, bueno, Porter —asintió Alison. Pero Justin no le había planteado nada que requiriera su asentimiento.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Justin.

—Considero admirable que él y su esposa lo hayan sacrificado todo por esa pobre criatura.

—También yo. Pero ¿qué han sacrificado ahora?

Dio la impresión de que Alison compartía su perplejidad, de que lo necesitaba como aliado aunque sólo fuera mientras denigraba a Porter Coleridge.

—En este trabajo, Justin, no es nada, nada fácil saber con quién debe emplearse mano dura. Una quiere tratar a la gente como individuos, una desea formarse una idea global de las cosas sin perder de vista las circunstancias de cada persona —explicó. Pero si Justin pensaba que pretendía atenuar la arremetida contra Porter, se equivocaba. Simplemente estaba recargando—. Ahora bien, hay que reconocer que Porter estaba allí y nosotros no. No podemos tomar medidas si se nos mantiene a oscuras. No es justo exigirnos responsabilidades
ex post facto
si no se nos ha informado
a priori
. ¿Tú qué crees?

—Supongo que no.

—Y si Porter estaba tan ensimismado, tan ocupado con sus graves problemas familiares…, eso nadie lo niega…, para darse cuenta de qué ocurría ante sus propias narices…, el asunto de Bluhm y demás, con perdón…, tenía en Sandy un lugarteniente de primera talla, muy competente, a su disposición en todo momento, para ponerlo sobre aviso con absoluta claridad. Como así hizo. Hasta la saciedad, por lo visto. Pero sin resultado alguno. Es evidente, pues, que esa criatura…, una verdadera lástima, desde luego, la pobre niña…, Rosie o como se llame…, requiere toda la atención de sus padres en su tiempo libre. Y no es eso
necesariamente
para lo que se nombra a un embajador. ¿No crees?

Justin la miró con expresión dócil, indicando que comprendía su dilema.

—No quiero ser indiscreta, Justin. Sólo te lo pregunto. ¿Cómo es posible… cómo era posible, y olvidémonos de Porter por un momento, que tu esposa se involucrara en una serie de actividades de las cuales, según tú, no sabías nada? Sí, ya, era una mujer moderna, afortunada ella. Llevaba su vida, tenía sus propias relaciones. —Silencio elocuente—. No insinúo que fuera tu obligación prohibírselo, eso sería sexista. Pregunto cómo es posible, en realidad, que no te enteraras ni remotamente de sus actividades…, sus indagaciones…, su… ¿cómo expresarlo? Me gustaría decir
entrometimiento
, para serte franca.

—Habíamos llegado a un acuerdo —respondió Justin.

—Sin duda. Vidas paralelas y en igualdad de condiciones. ¡Pero bajo el mismo techo, Justin! ¿Sostienes que no te dijo nada, no te enseñó nada, no explicó nada? Me cuesta mucho creerlo.

—A mí también —admitió Justin—. Pero me temo que es lo que ocurre cuando uno sigue la política del avestruz. Alison pulsó con su puntero.

—Veamos. ¿Compartíais el ordenador?

—¿Cómo?

—La pregunta está muy clara. ¿Compartíais el ordenador portátil de Tessa? ¿O tenías acceso a él de algún modo? Quizá no lo sepas, pero Tessa envió quejas sumamente enérgicas al ministerio, entre otras instituciones. Haciendo graves acusaciones contra determinadas personas. Atribuyéndoles delitos horrendos. Creando problemas potencialmente muy perjudiciales.

—Muy perjudiciales ¿para quiénes en concreto, Alison? —preguntó Justin, tendiendo el anzuelo sutilmente para obtener cualquier información gratis que ella tuviera a bien proporcionarle.

—Ésa no es la cuestión, Justin —repuso Alison con severidad—. Lo que me interesa saber es si el ordenador portátil de Tessa se encuentra en tu poder y, de lo contrario, dónde está físicamente ahora y qué contiene.

—No lo compartíamos, ésa es la respuesta a tu primera pregunta. Era suyo y sólo suyo. Ni siquiera sabría cómo entrar en él.

—Da lo mismo si sabes o no entrar en él. Lo tienes en tu poder, y eso es lo que cuenta. Scotland Yard te lo pidió, pero tú, con gran prudencia y lealtad, llegaste a la conclusión de que estaría mejor en nuestras manos. Te lo agradecemos. Hemos tomado nota de ello.

Era una afirmación. Era una pregunta binaria: marcar la casilla A si la respuesta es «Sí lo tengo» y la casilla B si es «No lo tengo». Era una orden y un desafío. Y era, a juzgar por su diamantina mirada, una amenaza.

—Y los disquetes, claro —añadió mientras esperaba—. Era una mujer eficiente, una abogada, lo cual lo hace todo aún más inexplicable. Seguramente guardaba copia de cualquier documento importante para ella. En las actuales circunstancias, esos disquetes constituyen un riesgo en materia de seguridad, y también nos gustaría tenerlos, por favor.

—No hay ningún disquete. No había ninguno.

—Claro que había disquetes. ¿Cómo iba a usar un ordenador sin disquetes?

—Busqué por todas partes. No había ningún disquete.

—¡Qué extraño!

—Sí, ¿verdad?

—En ese caso, Justin, pensándolo bien, lo mejor será que traigas lo que tengas en cuanto deshagas el equipaje y nos permitas encargarnos de ello en adelante. Para ahorrarte el dolor y la responsabilidad. ¿Sí? Podemos hacer un trato. Todo aquello que no guarde relación con nuestros intereses te pertenece a ti exclusivamente. Lo imprimiremos y te lo daremos, y nadie en este ministerio lo leerá, ni lo evaluará, ni lo consignará en modo alguno. ¿Quieres que mandemos ahora a alguien contigo? ¿Te serviría de ayuda? ¿Sí?

—No estoy seguro.

—¿No estás seguro de necesitar a una segunda persona? Te convendría. ¿Un colega comprensivo de tu mismo rango? ¿Alguien en quien puedas confiar plenamente? ¿Estás seguro ahora?

—Era de Tessa, entiéndelo. Lo compró ella, lo utilizaba ella.

—¿Y qué?

—Y no estoy seguro de si es muy correcto que me pidas una cosa así. Entregaros algo de su propiedad para que lo saqueéis simplemente porque ha muerto. —Asaltado por una súbita soñolencia, Justin cerró los ojos por un instante y luego sacudió la cabeza para despejarse—. En cualquier caso, está de más planteárselo, ¿no?

—¿Por qué si puede saberse?

—Porque no lo tengo. —Justin se puso en pie, siendo él mismo el más sorprendido, pero necesitaba desperezarse y respirar aire fresco—. Probablemente lo robó la policía keniana. Lo roban casi todo. Gracias, Alison. Has sido muy atenta conmigo.

El conserje jefe tardó un poco más de lo normal en devolverle la bolsa de piel.

—Mis disculpas por venir antes de tiempo —dijo Justin durante la espera.

—No ha venido antes de tiempo, señor Quayle, nada más lejos —contestó el conserje, y se sonrojó.

—¡Justin, mi buen amigo!

Justin había empezado a dar su nombre al portero del club, pero Pellegrin se le adelantó, descendiendo por la escalinata para reclamarlo, exhibiendo su sonrisa de buena persona y anunciando:

—Es mío, Jimmy. Guarda su bolsa en tu trastero, y ya me ocuparé yo de él. —Acto seguido estrechó la mano a Justin y le rodeó los hombros con el otro brazo en un gesto muy poco inglés de amistad y conmiseración. Tras asegurarse de que nadie lo oía, preguntó con familiaridad—: Te ves con ánimos para esto, ¿no? Si lo prefieres, podemos dar un paseo por el parque. O dejarlo para mejor ocasión. Dilo sin mayor problema.

—Estoy bien, Bernard, de verdad.

—¿No te ha agotado mucho la Bestia de Landsbury?

—No, qué va.

—He reservado mesa en el restaurante. En el bar sirven también un almuerzo, pero hay que comer en los sillones con el plato en la falda, rodeado de decrépitos ex funcionarios del ministerio lamentándose aún de la crisis de Suez. ¿Necesitas ir al baño?

El restaurante era un monumental catafalco con querubines en extrañas poses pintados en el cielo azul del techo. El lugar de culto elegido por Pellegrin era un rincón al abrigo de una columna de granito bruñido y un mustio drago. Ocupaban las otras mesas los atempérales cofrades de Whitehall con sus trajes de color gris químico y sus cortes de pelo reglamentarios. Éste era mi mundo, explicó Justin a Tessa. Cuando me casé contigo, era todavía uno de ellos.

—Primero quitémonos de encima el trabajo pesado —propuso Pellegrin con autoridad cuando un camarero antillano vestido con esmoquin malva les entregó la carta, en forma de pala de pimpón. Y ese detalle fue una demostración de tacto por parte de Pellegrin, acorde con su imagen de buena persona, ya que mientras consultaban la carta podían tantearse mutuamente sin tener que mirarse—. ¿Qué tal el vuelo?

—Muy bien, gracias. Me han cambiado a un asiento de primera clase.

—Una chica fenomenal, fenomenal, fenomenal, Justin —musitó Pellegrin por encima del parapeto de su pala de pimpón—. Con eso está todo dicho.

—Gracias, Bernard.

—Con temple, con agallas. A la mierda lo demás. ¿Carne o pescado?…, hoy no es lunes… ¿Qué comías allí?

Justin había tenido trato con Bernard Pellegrin de manera intermitente a lo largo de toda su carrera. Había seguido a Bernard a Ottawa y habían coincidido durante una breve temporada en Beirut. En Londres, habían asistido juntos a un curso de supervivencia de rehenes y compartido algunas auténticas joyas, por ejemplo: cómo determinar que a uno lo persigue una banda de matones armados sin miedo a morir; cómo conservar la dignidad cuando a uno le vendan los ojos y lo atan de pies y manos con esparadrapo y lo encierran en el maletero de su Mercedes; y la mejor manera de saltar por la ventana desde un piso alto si no se puede usar la escalera pero, supuestamente, se tienen los pies libres.

—Todos los periodistas son unos mierdas —declaró Pellegrin en confianza, refugiado aún tras la carta—. ¿Sabes qué voy a hacer un día de éstos? Plantarme delante de la casa de esos cabrones. Hacer lo que te han hecho a ti, pero hacérselo a ellos. Contratar a un grupo de gente y formar un piquete ante la puerta de los directores del
Guardian
y el
News of the World
mientras se tiran a sus fulanas. Fotografiar a sus hijos cuando van al colegio. Preguntar a las esposas qué tal se portan sus hombres en la cama. Enseñar a esos mierdas qué se siente cuando se está en el lado de la víctima. ¿No tenías ganas de salir a por ellos con una metralleta?

—En realidad, no.

—Yo también. Hatajo de hipócritas ignorantes. El filete de arenque no está mal. La anguila ahumada me produce gases. El lenguado a la
meunière
está bien si te gusta el lenguado. Si no, pídelo a la plancha. —Mientras hablaba, iba anotando el pedido en la primera hoja de un talonario. En el encabezamiento, llevaba impreso sir bernard p con mayúsculas en caracteres electrónicos; a la izquierda aparecía la lista de platos y a la derecha una columna de casillas donde marcar las opciones elegidas, y al pie había un espacio en blanco para la firma del socio.

—Podría ser un lenguado.

Pellegrin no escucha, recordó Justin. A ello debe su fama de buen negociador.

—¿A la plancha?

—A la
meunière
.

—¿Landsbury sigue en forma?

—En plena forma.

—¿Te ha dicho que es como un bizcocho?

—Me temo que sí.

—Debería llevar más cuidado con esa muletilla. ¿Te ha hablado de tu futuro?

—Estoy bajo los efectos del trauma y en baja indefinida por enfermedad.

—¿Qué tal unas gambas?

—Prefiero el aguacate, gracias —respondió Justin, y vio a Pellegrin marcar dos veces el cóctel de gambas.

—En la actualidad, el Foreign Office desaprueba formalmente el consumo de alcohol durante el almuerzo, te complacerá saber —dijo Pellegrin, sorprendiendo a Justin con una radiante sonrisa. Luego, por si la primera aplicación no había surtido efecto, sonrió por segunda vez. Y Justin recordó que sus sonrisas eran siempre idénticas: la misma amplitud, la misma duración, el mismo grado de espontáneo afecto—. No obstante, tú estás de baja por motivos personales, y yo tengo el doloroso deber de acompañarte. Sirven una subvariedad de meursault bastante pasable. ¿Podrás con la mitad que te corresponde? —Su portaminas plateado marcó la casilla pertinente—. Por cierto, has quedado libre de sospecha. A salvo. Descargado de culpa. Enhorabuena. —Arrancó la hoja del talonario y la dejó en la mesa con el salero encima a modo de pisapapeles para que no se volara.

—¿Qué sospecha?

—De asesinato, ¿qué si no? No mataste a Tessa ni al conductor, no contrataste asesinos a sueldo en un antro de perdición, y no tienes a Bluhm colgado de las pelotas en tu desván. Puedes abandonar la sala del tribunal sin una sola mancha en el blasón. Por gentileza de la policía. —La hoja de pedido no estaba ya debajo del salero. Debía de haberla cogido el camarero, pero Justin, en su estado extracorpóreo, no había advertido la maniobra—. A propósito, ¿qué clase de plantas cultivabas allí en tu jardín? Le prometí a Celly que te lo preguntaría. —Celly, diminutivo de Céline, la aterradora esposa de Pellegrin—. ¿Exóticas? ¿Suculentas? No es lo mío, me temo.

Other books

The Herald's Heart by Rue Allyn
A fine and bitter snow by Dana Stabenow
The Wicked We Have Done by Sarah Harian
Infidelity by Hugh Mackay
Chilled to the Bone by van Yssel, Sindra
Escape Points by Michele Weldon