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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (67 page)

BOOK: El jardinero fiel
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—Oye, ¿tú quién eres?

Ha tenido que hacer acopio de valor para formular la pregunta. Pero Justin la pasa por alto.

—Wanza murió. También Tessa. También Arnold Bluhm, cooperante humanitario, médico y buen amigo de Tessa. Mi periódico cree que Tessa y Arnold vinieron aquí para hablar contigo un par de días antes de que los mataran. Mi periódico cree asimismo que te confesaste a Tessa y Arnold sobre el asunto de la Dypraxa y… esto es sólo una conjetura, naturalmente…, tan pronto como se marcharon, los delataste a tus antiguos jefes para congraciarte con ellos. Quizá poniéndote en contacto por radio con tu amigo el señor Crick. ¿Te suena de algo, todo eso?

—Dios mío. Santo Dios.

Markus Lorbeer arde en la hoguera. Agarrado con ambos brazos al mástil central de la tienda, apretando la cabeza contra él, parece querer refugiarse de las arremetidas del implacable interrogatorio de Justin. Atormentado, vuelve el rostro al cielo e implora con un susurro inaudible. Levantándose, Justin lleva la silla al centro de la tienda y la coloca junto a los talones de Lorbeer. A continuación, lo coge del brazo y lo obliga a sentarse.

—¿Qué buscaban Tessa y Arnold cuando vinieron aquí? —dice. Sus preguntas conservan una deliberada imparcialidad. No desea más confesiones entre sollozos ni más invocaciones a Dios.

—Buscaban mi culpabilidad, mi vergonzosa historia, mi pecado de orgullo —musita Lorbeer en respuesta, enjugándose la cara con un mugriento harapo que ha sacado del bolsillo del pantalón corto.

—¿Y lo consiguieron?

—Todo. Hasta el más pequeño detalle, lo juro.

—¿Con un casete?

—¡Con dos! Aquella mujer no confiaba en uno solo —contesta Lorbeer, y Justin sonríe para sí, reconociendo la sagacidad profesional de Tessa la abogada—. Me humillé ante ellos por completo. Les conté la verdad desnuda ante Dios. No tenía escapatoria. Yo era el último eslabón en sus investigaciones.

—¿Te dijeron qué planeaban hacer con la información que les proporcionaste?

Lorbeer abrió los ojos desmesuradamente, pero sus labios continuaron cerrados, y su cuerpo tan inerte que por un segundo Justin se preguntó si había muerto, pero por lo visto sólo estaba pensando. De pronto empezó a hablar con voz atronadora, sus palabras convirtiéndose en un grito por el esfuerzo mismo de sacarlas del pecho.

—Presentársela al único hombre de Kenia en quien confiaban. Se lo contarían todo a Leakey, pondrían en sus manos todo el material que habían reunido. Kenia solucionaría el problema de Kenia, dijo ella. Leakey era el hombre indicado. Estaban convencidos. Me hicieron una advertencia. Ella en particular. «Markus, vale más que te escondas. Este lugar ya no es seguro para ti. Tienes que encontrar un agujero más profundo, o te cortarán en pedazos por delatarlos».

A Justin le cuesta representarse las verdaderas palabras de Tessa a partir de la voz ahogada de Lorbeer, pero hace lo posible. Y desde luego no tiene el menor problema con el sentido general de lo que debió de decir, ya que la preocupación primera de Tessa habría sido siempre por Lorbeer, y no por sí misma. Y «te cortarán en pedazos» era sin duda una de sus expresiones.

—¿Qué te dijo Bluhm?

—No se anduvo con rodeos. Me dijo que era un charlatán y un traidor.

—Y eso, claro está, te sirvió de excusa para delatarlo —sugiere Justin con tono amable, pero su amabilidad es en vano, porque el llanto de Lorbeer es aún peor que el de Woodrow: unas lágrimas desbordantes, enajenantes, exasperantes a la vez que expone su propio alegato. ¡Adora ese medicamento! ¡No merece ser condenado públicamente! ¡Unos años más y ocupará el lugar que le corresponde entre los grandes descubrimientos médicos de la época! ¡Lo único que tenemos que hacer es verificar los niveles máximos de toxicidad, controlar el índice de aceptación del organismo! ¡Ya están trabajando en eso! ¡Cuándo lo comercialicen en Estados Unidos, todos esos problemas se habrán resuelto! ¡Lorbeer adora África, ama a toda la especie humana, es un buen hombre que no ha nacido para cargar con semejante culpa! Aun así, a la vez que suplica y gimotea y patalea, logra rehacerse misteriosamente de la derrota. Yergue la espalda en la silla. Echa atrás los hombros y una sonrisa de superioridad sustituye al dolor del arrepentido.

—Además, ya ves la
relación
que había entre ellos —declara en una torpe insinuación—. Ya ves su
comportamiento ético
. Qué pecados, y de quién, juzgamos aquí exactamente, me pregunto.

—Ahora me he perdido —dice Justin sin alterarse mientras un telón mental de seguridad empieza a formarse entre él y Lorbeer dentro de su cabeza.

—Lee los periódicos. Escucha la radio. Extrae conclusiones independientemente y dime, por favor: ¿Qué hace esa mujer blanca, casada y guapa, viajando con ese apuesto médico negro como su constante compañero? ¿Por qué se presenta con su nombre de soltera y no con el apellido de su legítimo esposo? ¿Por qué se exhibe al lado de su amante en esta misma tienda, con todo descaro, una adúltera y una hipócrita, interrogando a Markus Lorbeer sobre su moralidad?

Pero el telón de seguridad debe de haber fallado por alguna razón, ya que Lorbeer está mirando a Justin como si el mismísimo ángel de la muerte acabara de llamarlo al juicio que tanto teme.

—¡Santo Dios! Tú eres él. Su marido. Quayle.

Con el último lanzamiento de comida, el recinto se ha vaciado de cooperantes. Dejando a Lorbeer para que llore a solas en su tienda, Justin se sienta en la hamaca junto al refugio antiaéreo para disfrutar del espectáculo vespertino: primero las garzas negras, volando en círculo para anunciar la puesta de sol. Luego los relámpagos, apartando la oscuridad con prolongadas y trémulas salvas. Después la humedad del día elevándose como un velo blanco. Y por último las estrellas, tan cerca que uno puede tocarlas.

Capítulo 25

A partir de los rumores hábilmente orquestados de Whitehall y Westminster, a partir de fragmentos de entrevistas televisivas mecánicamente repetidos e imágenes engañosas, a partir de las mentes ociosas de periodistas cuya obligación de investigar no iba más allá del siguiente plazo de entrega y el siguiente almuerzo gratuito, un nuevo capítulo se añadió a la suma de la historia humana circunstancial.

El ascenso oficial
en poste
—contra la práctica establecida— del señor Alexander Woodrow al cargo de embajador británico en Nairobi fue acogido con tácita satisfacción por la comunidad blanca de Nairobi y bien recibido por la prensa africana autóctona. «Un discreto impulso hacia el entendimiento», rezaba el segundo titular de la tercera página del
Standard
de Nairobi, y Gloria era «un soplo de aire fresco que se llevaría las últimas telarañas del colonialismo británico».

Acerca de la repentina desaparición de Porter Coleridge en las catacumbas de Whitehall era poco lo que se decía pero mucho lo que se dejaba entrever. El predecesor de Woodrow estaba «desconectado de la moderna Kenia». Había «mantenido una postura de antagonismo con esforzados ministros debido a sus sermones sobre la corrupción». Se hizo incluso la insinuación —evitando arteramente entrar en detalles— de que había incurrido en el vicio que él condenaba.

Los rumores de que Coleridge había tenido que «rendir cuentas ante una comisión disciplinaria» y explicar «ciertos asuntos embarazosos surgidos durante su gestión» fueron desechados por considerárselos especulaciones ociosas aunque no desmentidos por el portavoz de la embajada, que era quien los había propagado. «Porter era un gran erudito y un hombre de elevados principios. Sería injusto negar sus muchas virtudes», informó Mildren a periodistas de confianza en un obituario extraoficial, y éstos supieron leer entre líneas.

«Sir Bernard Pellegrin, el zar de África en el Foreign Office», leyó un público poco interesado, «había pedido el retiro anticipado para ocupar un alto cargo directivo en la multinacional del sector farmacéutico Karel Vita Hudson, de Basilea, Vancouver, Seattle y ahora Londres» donde, gracias a sus «conocidas dotes para la coordinación de recursos», mejor servicio prestaría. En el banquete de despedida en honor de Pellegrin se contó con la deslumbrante concurrencia de los embajadores británicos en África y sus esposas. En una ocurrente alocución, el delegado sudafricano comentó que sir Bernard y señora quizá no hubieran ganado el torneo de Wimbledon, pero sin duda se habían ganado el corazón de muchos africanos.

El espectacular resurgimiento de «aquel actual Houdini de la City», sir Kenneth Curtiss, fue acogido favorablemente tanto por amigos como por enemigos. Sólo una minoría de agoreros sostenía que el resurgimiento de Kenny era un puro efecto óptico y la disolución de TresAbejas no era más que un manifiesto engaño. Estas voces críticas no impidieron el acceso del gran populista a la Cámara de los Lores, donde insistió para obtener el título de lord Curtiss de Nairobi y Spennymoor, siendo este ultimo su humilde lugar de nacimiento. Incluso sus muchos detractores de Fleet Street tuvieron que admitir, aunque irónicamente, que el armiño le sentaba bien a aquel viejo demonio.

En su sección de actualidad londinense, el
Evening Standard
explotó cómicamente el tan esperado retiro del comisario Frank Gridley de Scotland Yard, incorruptible en su lucha contra el crimen. En realidad, el retiro no era ni mucho menos lo que le había de deparar el destino. Una de las principales compañías de seguridad de Gran Bretaña estaba dispuesta a contratarlo tan pronto como regresara de unas vacaciones en la isla de Mallorca, que venía prometiendo a su esposa desde hacía años.

En contraste, la marcha de Rob y Lesley del cuerpo de policía no recibió la menor publicidad, si bien fuentes internas comentaron que una de las últimas acciones de Gridley antes de abandonar Scotland Yard fue ejercer presión para erradicar lo que él describía como «una nueva generación de trepadores sin escrúpulos» que empañaban la reputación de las fuerzas del orden.

Ghita Pearson, otra trepadora aspirante, vio rechazada su solicitud de ingreso oficial en el cuerpo diplomático. Pese a que las calificaciones de su examen oscilaban entre buenas y excelentes, ciertos informes confidenciales de la embajada de Nairobi daban motivos de preocupación. Considerando que «se dejaba llevar muy fácilmente por los sentimientos personales», el departamento de Personal le aconsejó que esperara un par de años y volviera a presentar su solicitud. Su condición de mestiza, se hizo hincapié, no había influido en la decisión.

No planteaba duda alguna, sin embargo, el lamentable fallecimiento de Justin Quayle. Trastornado por la desesperación y el dolor, se quitó la vida en el mismo lugar donde había sido asesinada su esposa hacía sólo unas semanas. Su súbito desequilibrio mental era ya un secreto a voces entre aquellos a quienes se había confiado su bienestar. Sus superiores de Londres, menos encerrarlo, hicieron todo lo posible por salvarlo de sí mismo. La noticia de que su íntimo amigo Arnold Bluhm era también el asesino de su esposa fue para él un golpe definitivo. Marcas de sistemáticos golpes en el abdomen y la mitad inferior del cuerpo hablaban por sí solas, como dedujo el reducido grupo de personas conocedoras del secreto: en los días previos a su muerte, Justin Quayle había incurrido en la autoflagelación. Cómo había llegado a sus manos el arma fatal —una pistola de calibre 38 y cañón corto propia de asesinos a sueldo, en perfecto estado y con cinco balas explosivas aún en la recámara— era un misterio que difícilmente se esclarecería. Un hombre rico y desesperado con claras tendencias autodestructivas podía sin duda encontrar la manera. Su última morada en el cementerio de Langata, observó la prensa con aprobación, lo había reunido con su esposa e hijo.

El gobierno permanente de Inglaterra, en el cual políticos transitorios giran y adoptan poses como bailarinas en un escenario, cumplió una vez más con su deber, salvo en lo referente a un pequeño pero irritante detalle. Justin, por lo visto, pasó las últimas semanas de su vida elaborando un «dossier negro» mediante el cual pretendía demostrar que Tessa y Bluhm habían sido asesinados por saber demasiado sobre las perversas actividades de una de las compañías farmacéuticas más prestigiosas del mundo, que de momento había conseguido permanecer en el anonimato. Cierto abogado advenedizo de origen italiano —pariente además de la difunta esposa— había tomado cartas en el asunto y, usando libremente el dinero de su difunto cliente, había contratado los servicios de un alborotador que actuaba bajo el disfraz de agente de relaciones públicas. Por otra parte, el infeliz abogado se había aliado con un bufete de la City, famoso por su belicosidad. La firma Oakey, Oakey Farmeloe, en representación de la anónima compañía, puso en tela de juicio la legitimidad de usar fondos de un cliente con ese propósito, pero el recurso no dio resultado. Tuvieron que conformarse con demandar a cualquier periódico que osara cubrir la noticia.

Aun así, algunos lo hicieron, y los rumores persistieron. Scotland Yard, llamada a examinar el material, declaró públicamente que «carecía de fundamento y era un tanto patético» y rehusó elevar el caso a la fiscalía de la corona. Pero los abogados de la pareja fallecida, lejos de tirar la toalla, recurrieron al Parlamento. Un diputado escocés, también jurista, fue sobornado y planteó una inocua pregunta al primer responsable del Foreign Office sobre la sanidad en el continente africano en general. El ministro aceptó la consulta y la despachó con su habitual elegancia, para encontrarse luego con una serie de preguntas suplementarias que iban directas a la yugular:

P: ¿Tiene conocimiento el ministro de alguna queja por escrito presentada a su departamento durante los doce últimos meses por la señora Tessa Quayle, muerta en trágicas circunstancias?

R: Exijo notificación previa de esa pregunta.

P: ¿Es un «no» lo que he oído?

R: No tengo conocimiento de tales quejas presentadas en vida por esa mujer.

P: ¿Le escribió, pues, a título póstumo, quizá?
(Risas).

En el intercambio verbal y escrito que siguió, el ministro primero negó todo conocimiento de tales documentos y después declaró que, en vista de las acciones legales pendientes de resolución, estaban
sub judice
. Tras «más exhaustivas y costosas investigaciones», admitió por fin haber «descubierto» los documentos, llegando a la conclusión de que habían recibido toda la atención que merecían, tanto en su día como en el presente, «dada la perturbada salud mental de la autora». Imprudentemente, añadió que los documentos estaban clasificados como material confidencial.

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