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Authors: Gonzalo Giner
Hubo un tiempo en el que los reyes exigieron a los caballos ir a la guerra... y otro tiempo en el que los hombres buscaron en el alma del animal la máxima expresión de la belleza. La aventura de un insólito mozo de cuadras que descubrió la belleza en el alma del animal.
Yago había nacido dos veces y por sus venas no solo correría la sangre de los hombres, también lo haría el espíritu de los caballos. Fruto del amor prohibido entre una criada y un corrupto hacendado de Jerez, el aliento de un equino lo devuelve a la vida. Privado del amor de su madre, la vida de Yago no será fácil. Incapaz de comunicarse con los humanos, sufre un aislamiento interior que le hará víctima de todos los que le rodean. Conocerá el dolor y el hambre en su niñez, el horror de la esclavitud en su juventud, el miedo en un sanatorio psiquiátrico y una humillación constante. Pero Yago posee un don único: es capaz de expresar su riqueza interior a través de un animal: el caballo. Solo en las cuadras o sintiendo el viento a lomos de ellos, Yago recibirá el calor y la paz que los hombres le niegan. Abandonado por todos, el protagonista encontrará a un hombre que cambiará su existencia, Camilo, un fraile cartujo que sabrá leer en su mirada lo que otros no han querido ver: su ansia de amor. Camilo velará por él y se convertirá en el padre que nunca tuvo. El jinete del silencio cuenta la vida de un joven con síndrome de Asperger, en pleno siglo xvi, un tiempo de incomprensión.
Repleta de aventuras y personajes apasionantes —entre ellos el pintor Miguel Ángel Buonarroti, aquejado de su mismo mal— la novela nos traslada a la Andalucía de los nobles criadores de caballos, donde se encuentra una silenciosa Cartuja de la Defensión en la que entre rezos y clausura sus monjes se encargarán de poner la semilla de una raza de caballos para la eternidad. El jinete del silencio recrea el nacimiento del arte ecuestre y de una raza de caballos, esencia de la raza española. En pleno Renacimiento, el caballo se convierte por primera vez en un objeto de culto, y la equitación, en una disciplina artística. Yago triunfa en la vida gracias a su tesón y a la ayuda de los animales. Se trata de un personaje con limitaciones psicológicas que acaba superando sus propias barreras gracias a la ayuda de los animales.
Gonzalo Giner
El jinete del silencio
ePUB v1.0
Conde198813.06.11
Para Pilar, con quien comparto un amor que se ha ido tejiendo entre luces y claroscuros
Entornos de silencio
Jerez de la Frontera
Año 1522
Yago nació retorcido.
Hubo que enderezarlo entre hábiles manos, como se pudo, y solo cuando le crujió la espalda lloró. Sin embargo, en un suspiro se detuvieron sus quejidos y se quedó inmóvil; tan quieto que los que lo rodeaban empezaron a temerse lo peor.
La mujer que había ejercido de matrona observó al recién nacido con preocupación. Empujó con un dedo su cabecita, oprimió su pecho, lo pellizcó y esperó un tiempo hasta que se dio cuenta de que no iba a obtener respuesta alguna.
El niño no respiraba.
De espaldas a la madre, Marta, su amiga, se sintió destrozada al sentir la muerte en sus brazos. Sin saber qué hacer con el cuerpo del recién nacido, respondió a su primer impulso y lo llevó hasta una valla de madera que cerraba un pequeño corral, en el establo donde se habían refugiado para ocultar ese parto. Con el único motivo de que la madre no lo viera y evitar así su sufrimiento, lanzó al niño al otro lado de la valla. Pero ni siquiera después del golpe el bebé reaccionó. Quedó tendido sobre un lecho de paja sucia que servía de cama a un viejo y achacoso caballo, que desde hacía unas horas observaba lo que estaba sucediendo a su lado.
El animal olisqueó a la viscosa criatura con curiosidad.
Aquel cuerpo arrugado e inmóvil le pareció diferente e interesante. Al principio se mantuvo a una cierta distancia, sin actuar, hasta que la quietud del niño lo tranquilizó. Solo entonces arqueó el cuello, se acercó hasta él, y resopló sobre su rostro una vez lo hubo olfateado por completo. Al escuchar un rumor de llanto al otro lado de la valla, se despistó unos segundos de su actividad, levantó el cuello y miró a las mujeres.
—Nooooo… —Isabel, la madre del pequeño, se encogió muerta de pena—. Mi pobre niño… —exclamó entre sollozos—. Ha muerto por mi culpa. Este no es sitio para venir al mundo…
El caballo, ajeno al sufrimiento de las mujeres, recuperó su interés por el extraño bulto que seguía inmóvil cerca de sus pezuñas. Lo empujó casi con mimo sin despertar en él la menor respuesta. Por eso, ya sin temor, comenzó a lamerlo a conciencia fuertemente atraído por su olor. Le recorrió el cuerpo de arriba abajo, y retiró sin dificultad su pegajosa y sanguinolenta envoltura hasta dejarlo limpio. Fue entonces cuando, de pronto, el pequeño estornudó, dio un respingo y abrió unos ojos que de inmediato se dirigieron a los del viejo animal.
Yago volvía a nacer.
El caballo relinchó con inquietud y dio dos pasos atrás. Sin saberlo, su masaje había conseguido despertar el frágil corazón del niño y lo había devuelto a la vida.
Yago, indefenso y sucio, recién llegado a este mundo, cerró los ojos, bostezó y apretó su pequeña mandíbula como reacción al agudo dolor que sintió en su espalda en ese momento.
Sin embargo, no era ahí donde residía todo su mal…
Él no podía saberlo todavía, pero había nacido extraño, y desde entonces todos le verían extraño.
Fue Isabel, su madre, la que, entre sollozos, escuchó el estornudo. Le llegó como si se tratase de un suave eco, apenas perceptible, pero suficiente para despertar su atención. La joven buscó en la expresión de Marta alguna explicación.
—¿Tú también lo has oído...? —Señaló el corral donde se encontraba el caballo.
Marta miró al animal desconcertada, sin comprender a qué se debían sus insistentes relinchos.
—Habrá sido ese jamelgo viejo y cabezón.
—No me refiero a él… Me ha parecido escuchar al niño… —El gesto de Isabel reflejó un brillo de esperanza. Le dolía todo, había agotado sus fuerzas en el nacimiento, pero a pesar de ello decidió atender la llamada de su intuición y se propuso averiguar de dónde había surgido aquel llanto. Se estiró la falda, que estaba recogida por encima del vientre, rodó de lado hasta ponerse de rodillas, tomó aire y consiguió levantarse aunque con extrema dificultad. Marta corrió a sujetarla, viendo que se caía. Las cuatro horas de parto habían consumido sus energías, pero no pudo contra el instinto maternal y su férrea voluntad. Apretó los dientes y dio un primer paso. El agudo latigazo de dolor que en ese instante surgió desde sus entrañas tampoco la frenó. Armada de una increíble determinación, siguió dando uno y otro paso hasta que recorrió la escasa distancia que la separaba de aquella valla. Marta no pudo evitarlo.
—¡Estás loca! —le recriminó—. Acabas de parir, te has dejado media alma en ello, y si no te has desangrado ha sido de milagro.
—Ha sido él, estoy segura. —Isabel se volvió hacia Marta—. ¿Por qué hiciste algo tan horrible?
—Yo… —carraspeó muy nerviosa— intenté evitar que tuvieras que verlo al estar… —a la mujer le costaba hablar debido al peso de la culpabilidad.
—Sé que sigue vivo… —Isabel tosió con debilidad.
Marta se quedó horrorizada al imaginar el efecto que le produciría ver al recién nacido muerto. Se preparó para ello. Sin embargo, como sabía que era una terca, decidió dejarla hacer. Se agarró a su cintura y la ayudó a llegar hasta la entrada del corral.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer?
—¡Él me necesita!
Los ojos de Isabel recorrieron el pequeño recinto a una velocidad de vértigo hasta que lo vio, a su pequeño. Estaba tendido sobre un sucio lecho de paja enmohecida, encogido, pero para su alegría el niño movía sus diminutas piernas y respiraba. Desbordada de emoción, entró al interior de la cuadra con una renovada agilidad nacida del deseo de tenerlo cuanto antes en sus brazos. Su corazón solo tenía un destinatario: aquel niño, por eso no temió la presencia del caballo aunque este reaccionara con inquietud.
—No comprendo cómo se te ocurrió… Has podido matarlo… —La severa expresión de Isabel mientras se dirigía a Marta desprendía un firme reproche.
—Pero, pero si estaba muerto… —Se santiguó incrédula—. No entiendo qué ha podido pasar…
El animal reaccionó a la cercanía de Isabel con un primer bufido, pero como no recibió respuesta de la intrusa resopló con furia. Sus cascos golpearon el suelo, se revolvió sobre sí mismo y terminó alzando los miembros delanteros con intención de caer sobre Isabel. No estaba dispuesto a dejarse robar una criatura que ahora consideraba suya.
Al advertir lo que podía suceder, Marta acudió en ayuda de Isabel y se interpuso entre el animal y su amiga, con la mala suerte de que toda la violencia del caballo cayó sobre ella. La madre, sin embargo, protegiendo al niño entre sus brazos, consiguió esquivar al animal y salió del corral antes de que este intentase cerrarle el paso. El caballo pateó la valla furioso.
—¡Marta, corre! —gritó aterrorizada al verla tirada en el suelo y acorralada por el animal. Buscó algo con lo que asustarlo pero no encontró nada a mano.
—No me dejará salir… Ve a pedir ayuda —le gritó Marta.
Isabel, con la respiración acelerada, pensó qué podía hacer. El caballo bufaba sin parar, nervioso, hasta que de pronto se cruzaron sus miradas, entonces ella sintió un impulso, irracional, como una extraña cercanía hacia él y entendió de repente qué tenía que hacer. Perdió todo temor hacia el caballo, y ante el asombro de Marta entró de nuevo en la cuadra llevando al niño entre sus dos manos. Incapaz de explicarse por qué lo hacía, se lo mostró en un gesto simbólico de gratitud, como reconociendo sus derechos hacia la criatura.
El caballo acercó el morro hasta casi tocar la cara del pequeño, con una expresión pacífica en sus ojos, bajó la cabeza y le demostró su absoluta entrega.
Isabel, con la respiración contenida, manteniendo a su hijo a tan solo dos dedos del viejo corcel, vio como sus ollares rozaban la inocente frente del bebé hasta posarse en ella, bendiciéndolo, como si lo besara. Aquella escena provocó en la madre una sacudida de calor que sintió recorrer su espalda en un cúmulo de extrañas pero agradables sensaciones. También estaba recibiendo parte de la energía que notaba fluir entre dos seres tan diferentes.
Y fue en ese momento, tan intenso, cuando vio con claridad que el futuro de su hijo nunca le iba a pertenecer al completo, pues no solo ella le había dado la vida. Una dolorosa y pesada lágrima resbaló por su mejilla como prueba de su convicción.
Yago había nacido dos veces, y por sus venas no solo correría la sangre de los humanos, también lo haría el espíritu de los caballos.
Aquel embarazo no tenía que haberse producido nunca.
La culpa la tuvo el hambre que había padecido la ciudad de Jerez en los últimos cuatro años, la inconsciencia de Isabel y la escasez de trabajo para gente de tan baja procedencia social como la suya.
Sin embargo, la muchacha tuvo suerte.
Seis meses antes de saber que esperaba un hijo, había empezado a trabajar como dama de compañía de doña Laura Espinosa, gracias a la recomendación de una prima carnal que tuvo que abandonar la casa debido a una rara enfermedad.