Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—Por aquí —escuchó más cerca—. Andad con cuidado. Me hallaréis detrás de las cuadernas...
Fabián tropezó varias veces hasta que creyó distinguir la sombra de un hombre.
—Ah, me parece que ya os veo.
Cuando llegó hasta él no lo reconoció. Llevaba la cara tapada y una larga vara de madera en una mano. Sin tiempo de reaccionar, aparecieron cuatro embozados más desde las sombras, todos armados con palos y hierros, y se abalanzaron sobre él.
Los siguientes minutos no fueron fáciles para Fabián.
Vencida su primera resistencia, solo pudo protegerse la cabeza y confiar en que no tuvieran como encargo darle muerte, porque de ser así no iba a poder evitarla. Cuando se dio cuenta de su insalvable situación, se puso a rezar.
A cierta distancia, entre penumbras, una misteriosa figura lo observaba todo sin intervenir. Su ropa delataba que se trataba de un noble, pero como su rostro quedaba oculto bajo un sombrero de ala ancha, Fabián no pudo reconocer que se trataba de don Luis Espinosa.
Esos hombres sabían cómo hacer daño. No se detuvieron durante un buen rato. Fabián notó cómo se le quebraban las costillas, y luego los brazos, y cuando empezó a saborear el dulzor de su propia sangre, ya no sabía por dónde le venían los golpes. Mantenía el vientre tenso para contrarrestar las consecuencias de los mazazos o estocadas, pero cuando le empezaron a faltar las fuerzas se abandonó a lo que viniera.
Le dolía todo y más.
Sin embargo, cuando dejó de escuchar sus insultos y gruñidos, pues también ellos sintieron los efectos del cansancio, notó cómo su cuerpo se había quedado adormecido.
—Tenéis suerte —le susurró al oído uno de ellos—, porque el hombre que nos ha encargado este trabajo quiere que lo veáis tan solo como un primer aviso.
Fabián entreabrió un ojo, el que le quedaba medio sano, y vio al misterioso hombre hablando con otro de los sicarios. La orden que le trasladó no pudo escucharla, pero interpretó en qué había consistido al sentir con espantoso dolor la presión del pie sobre una de sus costillas rotas.
—Os recomienda que no volváis a hurgar en lo que no es de vuestra incumbencia. De lo contrario, estad seguro de que nos volveremos a ver, y llegado el caso, prometo arrancaros el corazón con mis propias manos.
La amenaza sonó a final, pero no fue así.
El hombre todavía le pegó una patada más en la cara antes de mandar a sus hombres que se fueran. La resistencia de Fabián había sido superada hacía un buen rato, pero ahora dejó de escuchar, y de ver; y hasta le faltó la respiración. Creyéndose a las puertas de la muerte, intentó recuperar una imagen, la de su padre momentos antes de morir, cuando le encargó que se dedicase en cuerpo y alma a erradicar la injusticia.
Pero aquello quedaba muy lejos, demasiado lejos.
Sintió frío, miedo, y pensó que ya no lo podría conseguir.
Aurelia nunca llevó a Yago a la iglesia para encontrarse con aquel sacerdote incapaz, aunque tomó otra decisión de mayor trascendencia que juró cumplir en todas sus consecuencias: encerraría al niño para siempre.
Como si se tratase de una inspiración divina, desde entonces supo que su encargo iba a consistir en combatir la sombra del mal allí donde había hecho más mella, en el alma de Yago.
En su atormentada existencia, entendió que el chico no había venido solo hasta ella, el maligno viajaba con él, y lo peor es que se había instalado en su casa y en su vida.
El demonio había nacido dentro de Yago, y le había nublado la conciencia.
Así lo veía ella, y actuó en consecuencia.
Por eso, durante dos años Yago no volvió a ver el sol.
Lo incomunicó en una antigua carbonera en desuso, bajo el almacén de vinos. Aquella sucia y húmeda estancia apenas ofrecía espacio suficiente para contener un camastro, un taburete donde sentarse y un abombado tablón apoyado sobre dos barriles que le servía de mesa. Como única forma de ventilación se abría una estrecha rendija entre el portón del techo y la boca de entrada, tan pequeña que apenas dejaba pasar un halo de luz, muchas veces insuficiente para saber si era de día o de noche.
La trampilla de madera solo se abría una vez al día, cuando Aurelia entraba para dejarle comida y agua, y cada dos semanas cuando entraba para lavarlo.
Yago había cumplido seis años y no conocía apenas a nadie.
Al principio pensó que aquello se trataba de un juego y hasta le pareció divertido. Vivir en una especie de cueva ofrecía ciertas ventajas; podía explorarla rincón a rincón memorizando cada uno de sus relieves, cada esquina. Además, allí dentro no lo reñía y tampoco le pegaba, y eso empezó a gustarle.
Sin entender demasiado bien en qué consistía aquello, y a pesar de que las novedades nunca le agradaban demasiado, se adaptó pronto a su suerte dados los escasos estímulos que allí dentro le podían alterar. Encontró una ventaja en el hecho de vivir con poca luz; le ayudaba a concentrarse mejor en sus juegos, como también en sus pensamientos.
Una buena parte del día la ocupaba en recoger piedras pequeñas, a las que ponía nombre. Cuando eran demasiado grandes las rompía, y solo cuando tenían el tamaño adecuado iba apilándolas con cuidado hasta que se le caían, y entonces volvía a empezar. También le divertía tirarlas lejos, sin saber dónde caían, para así, luego, poder buscarlas en el menor tiempo posible.
Se iba entreteniendo con esas y otras tareas, pero llegó un momento en que se le hicieron demasiado rutinarias. Las jornadas pasaban sin ver la luz del día, una tras otra, sin escuchar otros sonidos que los suyos, ni tan siquiera la voz de su tía.
Y Yago empezó a sentir miedo.
Su soledad dejó de ser divertida, el silencio se transformó en doloroso, y hasta llegó a hacérsele molesta tanta oscuridad.
Las horas, los días, las semanas se sucedían sin escuchar nada más que su respiración. La incomprensión de lo que le ocurría se convirtió en un hondo desasosiego. Su soledad era tan profunda que terminó gritando para hacerse compañía.
Él no era consciente, pero su cuerpo había empezado a acusar la falta de alimento. Padeció fuertes dolores de tripa, la delgadez se ensañó con él y los mareos se hicieron más frecuentes de lo normal. Y todo ello no tenía otro origen que el hambre.
Pasados algunos meses del inicio de aquel peculiar juego, Yago enfermó. Su vientre respondía cada vez peor a la miserable dieta que le preparaba su tía, y la falta de agua limpia y fresca desencadenó una copiosa diarrea que estuvo a punto de matarle.
No sabía hacer sus necesidades en el lugar adecuado, y dentro de aquel recinto las hacía donde le entraban ganas, en la mayoría de las ocasiones encima de la ropa. Aurelia lo reprendía severamente y solo lo limpiaba cuando el olor se hacía irrespirable. A veces permanecía sucio un día entero o hasta dos.
Durante el primer año Yago lloró y gritó tanto que a menudo se quedaba afónico para alegría de su tía.
A pesar del deterioro de su salud, de los problemas de pulmón o de estómago, y de que se le cayeran más dientes de la cuenta, demostró tener buenas condiciones físicas para lo que hubiera sido normal dadas las circunstancias.
Ajena al sufrimiento del niño, Aurelia recuperó la paz y el silencio que le procuraba vivir dos plantas más arriba, y además consiguió volver a dormir como acostumbraba cuando Yago todavía no había llegado a su vida.
Cuando se cumplió un año y medio de aislamiento, Yago paró de llorar.
En su caso no significaba dejar de sentir pánico, solo que se cansaba más debido a su creciente debilidad. Muchos días añoraba el escaso cariño que había recibido de su tía cuando era más pequeño. Necesitaba compañía, y aunque no sabía cómo expresarlo, le faltaban unos ojos que lo mirasen y una voz que escuchar. Le agradaba recordar esas sensaciones que por desgracia no había vuelto a sentir desde hacía mucho tiempo, sin entender por qué. Su único consuelo era guardarlas en su interior como el mejor recuerdo, su gran tesoro para los momentos de hundimiento.
A veces se sentía tan mal que se ponía a berrear sin descanso queriendo atraer a su tía hasta la trampilla, al menos para verla un momento y aunque recibiera sus riñas. Sin embargo, Aurelia interpretaba esos ataques de una forma diferente. Para ella no eran sino una respuesta del mismo diablo, seguramente decepcionado por la limitada capacidad de actuación que se le ofrecía al vivir encerrado en el cuerpo del niño.
Bajo su forma de ver, ella estaba muy segura de estar haciendo lo correcto. Y si en algún momento cuando entraba a verlo lo dudaba, siempre llegaba a la misma conclusión: sus vacilaciones tenían a un único responsable, el propio demonio. Su estrategia estaba clara; le hacía sentir piedad por el niño para conseguir aflojar su determinación y que diera por terminada la reclusión. Pero Aurelia se daba cuenta del engaño, y no respondía a los deseos del maligno, eso sí, en esos momento rezaba una oración, una y otra vez, dirigiéndose a Yago;
—Sométete a Dios; resiste al diablo y huirá de ti. Acércate a Dios y Él se acercará a ti.
A veces Aurelia dedicaba un poco más de tiempo a estar con su sobrino, observándolo, y eso le gustaba mucho al chico. Ella no lo hacía por piedad, sino para comprobar su evolución, a la espera de verlo librado del mal. Confiaba en dejar de presenciar sus interminables ataques de rabia, en que llegaría un día en el que sus machacones movimientos le abandonarían de una vez y en el que sería capaz de aguantar la mirada, pero eso no sucedió nunca.
Por eso, al final se dio por vencida.
Yago cumplió los ocho años en completa soledad, en una inhumana cárcel, sin saber que fuera, los pocos seres que habían sabido de él ya ni preguntaban.
Aparte de su tía, nadie era consciente de su cruel destino, porque hacía más de un año ella se había encargado de propagar una mentira que todos creyeron. Contó que un buen día había aparecido su madre por sorpresa, y que se lo había llevado. Preparó tanto el engaño que nadie dudó de su palabra, tampoco cuando juraba desconocer desde entonces su paradero.
Llegó un momento en que para Yago no existía otra realidad que la de esas cuatro paredes de irregular contorno y poca salubridad. Todo lo demás se le olvidó.
Un día Aurelia tuvo un accidente en la bodega. La culpa fue de una cuba de doscientas libras que se desplomó desde sus soportes, rodó por encima de ella y la aplastó.
Ni gritó.
No tuvo tiempo.
Y aunque hubiera querido, la lengua se le hinchó tanto, y tan rápido, que la ahogó.
Yago no se enteró, pero el primer día después del accidente le faltó la comida, y también el segundo, lo que provocó un estremecedor ataque de ansiedad. No entendía nada, tenía hambre y nada podía hacer. Al tercero, colocó el taburete debajo de la trampilla y se subió, pero ni estirando los brazos pudo llegar a rozar la salida.
Gritó con todas sus ganas, lloró, llamó una y otra vez a su tía sin obtener ninguna respuesta. Desesperado y hambriento, decidió tumbarse en la cama y esperar; nada más podía hacer.
Sin embargo, durante el cuarto día, su vida cambió. Estaba concentrado en una larga serie de alaridos, cuando se abrió la trampilla y por ella se asomó un rostro desconocido. Se trataba de un hombre, quien a causa del apestoso olor se tapó corriendo la nariz, espantado por lo que veía.
—Pero cómo puede ser posible... —Descolgó una escalera que encontró al lado de la entrada, y una vez tocó el suelo, buscó a la pobre criatura.
El fuerte hedor lo impregnaba todo y era tan repugnante que hasta tuvo que contener una fuerte arcada.
—Por Dios bendito, pero ¿cómo ha podido esa bruja hacerte esto?
Pidió ayuda a su mujer y a una cuñada que andaban por arriba. Se acercó al chico con cuidado, para no asustarlo, pero Yago huyó despavorido hasta otra esquina chillando, como si se tratase de un animal.
En tan solo un suspiro las dos mujeres bajaron y se quedaron horrorizadas ante tanta crueldad. No podían creerse cómo estaba el pobre muchacho. Su rostro apenas era una mancha llena de costras, con mechones de pelo pegados, donde lo único limpio eran unos azulados ojos que el niño cerraba molesto por la luz que entraba desde el agujero. Los brazos y las piernas se habían convertido en simples tiras de piel pegadas a unos huesos, cuyos relieves se marcaban con todo detalle.
Acababan de encontrar muerta a la vinatera. Debía de llevar tres o cuatro días allí cuando sus vecinos se alarmaron al no ver abrir la tienda y sobre todo al notar un desagradable olor que no se correspondía con el propio de ese negocio.
—No tengas miedo de nosotros, pequeño. —Entre lágrimas de impotencia, una de las mujeres intentó acariciarlo, pero él la evitó.
A continuación el hombre probó a levantarlo, pero tan solo obtuvo de Yago un manotazo y un largo y furioso coro de gritos. Ninguno sabía qué hacer. El chico rechazaba toda posibilidad de acercamiento y para sacarlo de allí tenían que subir por una escalera. El asunto se ponía feo.
Mientras hablaban entre ellos, Yago los miraba con prevención, pero casi al instante dejó de dar importancia a su presencia y comenzó a jugar con unos huesos de ciruela que había ordenado en montoncitos en una de las esquinas.
Decidieron que no tenían más solución que emplear la fuerza para hacerse con él. Mientras el hombre envolvía a Yago entre sus brazos con todas su fuerzas, las mujeres le sujetaban las manos para que no lo arañara. Impresionados por su delgadez, fue llevado en volandas hasta las escaleras y con mucho cuidado lo subieron a la planta superior entre pataleos y bufidos. Una vez quedó sobre el suelo de la bodega, lo taparon con una manta y la mayor de las dos mujeres se santiguó varias veces, apiadada por la pobre criatura.
—¿Quién podía imaginarse lo que te ha estado haciendo esa mala mujer? Nos mintió diciendo que te había llevado tu madre. —Con ayuda de un pañuelo de algodón empezó a limpiarle la cara. Yago trataba de zafarse de unas manos que le mantenían inmovilizado, pero apenas le quedaban fuerzas, y además empezó a dolerle la espalda más de lo normal, tanto que perdió el conocimiento.
Pasados unos días, el matrimonio, vecino de la vinatería, y su cuñada consiguieron adecentar al chico y mejorar un poco sus escasas carnes, a pesar de la resistencia que en todo momento ponía a ser ayudado. Ninguno sabía cómo justificar los comportamientos extraños que empezaron a aparecer desde casi la primera noche. Podían ser debidos a su larga reclusión o tal vez fuesen de nacimiento, nadie lo podía asegurar. Porque, de hecho, el niño llevaba tantos años encerrado, y Aurelia lo había enseñado en tan pocas ocasiones, que ninguno recordaba cómo era en realidad. Al principio no les importó la conducta del muchacho, parecía más urgente devolverle primero la salud que enjuiciar la lógica de sus reacciones.