Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—Por cierto, ¿sabemos algo de aquel guarda de la Saca que tanto nos importunó hará dos años? —don Luis hizo una larga pausa para atraerse la atención de su socio—, de el tal Fabián ese...
Martín sorbió un poco de vino y respondió.
—Tras la paliza que tú mismo presenciaste y después de haber conseguido su destierro de por vida en aquel pequeño puerto ballenero, creo que se llamaba Cudillero, no he vuelto a tener más noticias. Recordarás lo mucho que nos costó conseguir esa orden por parte de sus superiores dado el prestigio que tenía entre ellos. Tuvimos que invertir una buena cifra de ducados, pero bajo mi parecer fueron muy bien empleados porque al final nos deshicimos de él.
—Es cierto, no lo niego. Pero confieso que hubiera preferido la noticia de su muerte. Sabía demasiado sobre nuestros intereses.
Dávalos mojó un trozo de pan en la espesa y sabrosa salsa y recordó otro asunto.
—Ahora que hablas de nuestros intereses, hay algo más que debes saber…
—Tú dirás.
—Se trata de los cartujos… —apuntó Martín de forma seca. Los dos eran benefactores de la orden, y sus mujeres asiduas a sus misas—. He oído decir que quieren criar caballos selectos…
Espinosa pegó tal puñetazo en la mesa que hizo temblar el vino y los platos de barro. Sin conocer todavía el alcance de la noticia, expresó su fastidio. Aquella institución era poderosa y rica. Sabía de antemano que no sería fácil enfrentarse a ella, y que los problemas iban a ser importantes. No les gustaba la competencia, menos aún cuando se trataba de caballos, y los cartujos tenían fama de llevar a buen puerto cualquier iniciativa que emprendían.
—Poseen espacio suficiente para ello y las mejores praderas —siguió Martín Dávalos—. En la dehesa de Lomopardo cuentan con una caballeriza de cuarenta y cinco barras para alojar caballos y potros mayores. Y en la de Humeruelos, otra de parecido tamaño; y ahora las tienen casi vacías.
—Solo con esas podrían mantener a dos centenares de yeguas, sus caballos y potros correspondientes. Demasiados animales…
—Aún puede ser peor. Sé que andan preguntando por el molino del Salado, que dispone de una caballeriza anexa, y si lo comprasen, además de estar cerca de otra de sus mejores dehesas, la de la Catalana, tendrían pastos para criar hasta el doble de yeguas.
—¿Acaso no tienen suficiente con sus descomunales posesiones, trigos, vides, aceite y vacas? —Luis Espinosa empezó a pensar la manera de frenarlos para evitar la distorsión en los mercados equinos que ellos controlaban hasta el momento.
Al escuchar sus primeras propuestas en ese sentido, Martín Dávalos puso en consideración la incomodidad de enfrentarse a la Iglesia; nunca lo habían hecho.
—Lo sé, no es una buena enemiga. Pero hemos de tener en cuenta que los cartujos son demasiado eficaces en todo lo que tocan… No deberíamos desdeñar su empeño —apuntó Luis como conclusión.
Martín Dávalos se desabrochó dos botones de la casaca tras el exagerado almuerzo y adoptó una expresión pícara que le era bastante familiar a su socio.
—¿Tú sabías que tengo un sobrino novicio en la cartuja?
—No lo recordaba.
—Haré que se convierta en nuestros ojos y nuestros oídos. Luego, ya veremos…
Don Fadrique sudaba copiosamente en su décimo intento de subir a la carreta un gran saco, en cuyo interior había algo que no dejaba de moverse. Afianzó sus pies, resopló para concentrar todas sus energías en ello, y probó de nuevo, pero aquello se le escurría por todos los lados. Entre improperios y maldiciones cogió una piedra del suelo y, harto de no conseguir lo que quería, golpeó el saco con determinación, hasta que se escuchó una especie de aullido medio ahogado, y lo que fuera dejó de moverse.
—Amigo Fadrique, si le hiciera caso a mis oídos, diría que ahí lleváis a un perro, aunque por lo que os pesa, más bien parece una vaca. ¿Se puede saber qué es?
La voz procedía de uno de los monjes de la cartuja que al pasar cerca y escuchar el bramido, muerto de curiosidad, cambió de dirección y se le acercó. Al verlo venir, don Fadrique se sintió espantado. El religioso era un hombre alto y corpulento, brazos musculosos y mente rápida. Se conocían bien, pues se encargaba de cubrir las necesidades materiales del hospicio y en general de la cartuja.
—¿Os pasa algo? —Al recién llegado le extrañó tanto silencio.
—¡No, nada! —Carraspeó nervioso—. Se trata…, en efecto, se trata de un perro, uno que lleva un tiempo molestando a los chicos, y me da miedo que un día… —aprovechó esa ocurrencia poco convencido.
—¿Os ayudo a subirlo?
—¡No! —Don Fadrique intentó frenar sus intenciones interponiéndose entre ellos, pero fue demasiado tarde. El fraile, de nombre Camilo, había echado ya mano del saco y lo había levantado sin dificultad. El maestro palideció de golpe. Vio cómo tocaba su contenido, aterrado de que descubriera la verdad.
—¿Pero qué diantre lleváis aquí? —Por el tacto aquello no parecía un perro.
—Os lo puedo explicar…
Fray Camilo dejó el saco en el suelo y lo abrió deprisa. La sorpresa fue mayor cuando encontró dentro a un niño de pelo oscuro y rizado, encogido y con un fuerte chichón en la frente. Miró al hombre con gesto perplejo.
—¿Se puede saber qué ibais a hacer con este…? —de la impresión le faltó aire para terminar la frase—. Pero cómo se os ha podido ocurrir cometer tal barbaridad. ¡Esto es gravísimo! —balbuceó, impactado y a la espera de recibir alguna explicación.
—Si lo conocierais… —El hombre se frotó las manos muy nervioso—. ¡Es un ser insufrible! Creedme, no he podido aguantarlo más, me siento vencido.
Camilo lo escuchó sin entender qué estaba diciendo, todavía afectado por el increíble descubrimiento. Se suponía que el hospicio ofrecía hogar, cariño y comida a niños abandonados como ese, pero a la vista estaba que su responsable parecía estar decidido a hacer todo lo contrario.
El chico se despertó de su inconsciencia y lo primero que hizo fue lanzar un alarido que puso los pelos de punta a ambos.
—¡Tranquilo, muchacho! Nadie te hará daño. Todo ha pasado.
Al fraile le pareció que el niño había vivido ya demasiados tormentos como para tener que presenciar aquella conversación y determinó llevarlo al hospicio. Miró de soslayo a don Fadrique, conminándole a que lo aguardara allí sin moverse. En cuanto volviera, lo llevaría hasta el prior para hacerle saber lo que había pretendido hacer.
Don Fadrique se sintió tan acorralado que no lo esperó. Era consciente de su injustificable comportamiento a ojos de terceros, y de que su actuación supondría el fin de su trabajo en la escuela o algo peor. Si se quedaba, recibiría toda suerte de reprimendas y humillaciones, por lo que se dio media vuelta y salió corriendo como si lo persiguieran mil demonios. Ni se preocupó por sus pertenencias; una buena parte de su pasado y de su vida.
Volvió la vista atrás, tan solo un instante, y cuando su mirada se cruzó con la del fraile, que lo observaba impotente, sintió un gran alivio; gracias a su llegada no había cometido un bárbaro acto del que se hubiera arrepentido toda la vida.
Fray Camilo optó por dejarle huir.
Todavía no lograba digerir la gravedad del hecho que acababa de presenciar, y menos entender qué razones podían haber llevado a un hombre, culto y cabal como ese, a cometer algo así. Se lo preguntaba, sin dejar de observar las reacciones del chico. El pobre parecía estar como ido, lo que dadas las circunstancias no era de extrañar. Le ofreció su mano para acompañarlo al hospicio, pero el chico la rechazó; en realidad, estaba aterrorizado.
* * *
Fray Camilo había sentido la llamada de Dios desde muy joven.
Cordobés de nacimiento, las fértiles tierras de su campiña le habían visto crecer en una familia de doce hermanos, todos varones, caracterizada por una educación estricta, pocas contemplaciones y mucho trabajo en las fincas de su padre. Cuando no estaban con la sementera, se trillaba, y si no se vareaban los olivos, andaban recogiendo la corteza de los alcornoques o se daba de comer a los cerdos y a las vacas. Como el trabajo nunca faltaba, tampoco el sudor. Todos los hermanos colaboraban en las tareas, fueran mayores o pequeños, y Camilo lo hizo como uno más, hasta que supo que Dios le quería para Él.
Su padre había luchado junto a la reina Isabel de Castilla en la conquista de Granada, y a pesar de no haber tenido una actuación excesivamente heroica, se ganó sus favores por la astucia e inteligencia que en todo momento demostró. Negoció las rendiciones de algunas plazas anteriores a la última capital de Al Ándalus y participó en su conquista. Por ese motivo ganó título menor y una buena posesión al oeste de la ciudad de Córdoba, en la mismísima ribera del río Guadalquivir; lugar donde Camilo vivió su infancia, una infancia rápida.
A los once años, como quien recibe un suave soplo y sin apenas darse cuenta, barruntó que su vida iba a quedar ligada a Dios para siempre. En un primer momento tomó la decisión de ocultarlo, quizá porque a su corta edad nadie le tomaría en serio, porque tampoco sabía cómo tenía que responder a esa llamada, y no quería convertirse en el raro de los hermanos.
A los catorce vivió un hecho determinante que tuvo como principal responsable a la música. Sucedió en la catedral de Córdoba, durante una solemne ceremonia a la que había acudido en compañía de sus padres y al escuchar por primera vez las evoluciones de su magno órgano. Nunca hubiera imaginado cómo llegó a obrar aquel instrumento en él, pero las notas penetraron en su interior de una manera tan inusual como definitiva. Las sintió rebotar en cada rincón de su ser, haciéndolo vibrar como nada antes lo había conseguido. Conmovido hasta el extremo, aquel día sintió a Dios tomar posesión de su alma a través de las melodías que flotaban en el templo, y hasta se olvidó de respirar; se vio como desalojado de sí mismo y a la vez delante de las puertas que abrirían su futuro.
No supo si fueron los acordes los que le llevaron a Dios o sucedió al revés, pero en la penumbra de aquella iglesia, ahogado todavía por su descubrimiento y con la persistencia del mágico sonido en sus oídos, casi como una suave caricia, decidió entregarle su vida al Señor, y a la música.
Un año después, entre trigos y olivares, en una fresca y luminosa mañana y con la vista puesta sobre una verde dehesa, únicamente quebrada por el perfil de unas yeguas pastando, decidió que había llegado el momento de desvelar su secreto a los suyos.
Lo intentó explicar tal y como él lo sentía.
Les contó cómo había recibido aquella inspiración divina y de dónde surgía su certeza de que Dios le quería para Él, pero también la enorme influencia que había tenido la música en su alma y su visión. Pero nadie lo entendió y menos aún sus hermanos. Sin saberlo, al desvelar sus pensamientos, Camilo acababa de inaugurar el momento más difícil de su juventud, un tiempo lleno de incomprensiones y desprecio.
Los dos siguientes años supusieron para él un gran sufrimiento.
Su padre pensaba que el camino de la oración solo lo emprendía la gente cobarde, blanda; una forma de malgastar la vida a costa de los demás. Y sus hermanos, además de compartir la misma opinión, se mofaban de su afición musical considerándola otra inútil actividad.
Con el transcurso del tiempo las burlas se trasformaron en desprecios, y terminaron en una completa desaprobación. Cada vez que le veían estudiando una partitura o leyendo un libro de fe, le tachaban de vago y vividor, y si era descubierto en oración o recreando en su imaginación una pieza musical, lo tachaban de medio ido. No había gesto o palabra que no produjera en ellos su chanza, llegando a convertir su vida en una realidad insufrible.
Sin conocer qué planes concretos le reservaba su Señor, ni la orientación religiosa que debería tomar, cuando el dolor de los suyos se hizo demasiado insoportable, Camilo tomó la determinación de abandonar su casa y buscar un destino acorde con su llamada. Amargado por la actitud de su padre y la crueldad de sus hermanos, aún sin tener nada claro, se decidió por la vida conventual. Acababa de cumplir los diecisiete años.
Cuando se lo contó a su madre, como mujer devota y de profundas convicciones religiosas, la hizo feliz, bendijo su decisión y le animó a buscar la Orden Cartuja dado el prestigio que entre las demás reglas monásticas tenía.
A los dieciocho años Camilo fue aceptado como postulado en la cartuja de Sevilla y cumplió los diecinueve de novicio, entre el silencio de una celda y los interminables paseos por su claustro, que llamaban
de legos
.
La vida en aquellos cenobios se fundamentaba en la actividad contemplativa, persiguiendo un deliberado silencio mental que a la vez que agradaba a Dios engrandecía el espíritu del cartujo. En el parterre que acompañaba a cada celda se cultivaban verduras y hortalizas, y cada monje disponía de un taller y una mesa para la lectura, un pequeño almacén y una cama. A diario se comía en la celda y solo se reunía toda la comunidad durante los oficios religiosos, para la comida del domingo, y una vez a la semana para hablar durante una hora por el claustro, cuando quedaba dispensado el voto de silencio.
Para alcanzar el monacato, debido a la dureza de la regla, se vivía antes un largo profesado de cinco años. Al final del mismo, si los superiores consideraban que la vocación era sólida, el candidato se convertía en verdadero cartujo.
Camilo recorrió los peldaños de su escalera ascética creciendo en amor de Dios, pero con la permanente duda sobre si ese era el destino que su Señor tenía pensado para él. En la paz de su celda, donde todas sus posesiones consistían en un camastro de madera, cubierto con un saco de paja y dos mantas, una mesa con un par de libros, y un banco de alfarería; allí se fundieron la pobreza material más dura con la riqueza musical más maravillosa que pudiese imaginarse, en su caso transitando por su mente y bajo los compases de una intensa vida interior.
La completa ausencia de bienes que le atara a la tierra dejaba a su mente libre para volar alto, al son de las melodías que engarzaba sin ningún otro instrumento que su imaginación.
Cuando cumplió los veintiocho, diez años después de haber solicitado su ingreso, el prior de la cartuja de Sevilla le invitó a que acudiera a otra de menor antigüedad, la de la Defensión en Jerez, donde por aquel tiempo se necesitaba un padre procurador; aquel que tenía añadida, a su vida espiritual, la administración temporal del monasterio. El puesto requería acometer las compras necesarias para asegurar la manutención de los monjes, la venta de todos los bienes que sus haciendas producían, tanto de campos como de ganados, y sobre todo discutir bien los precios con unos y otros compradores para salvaguardar la salud económica del convento.