Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
—¿Y de cuántos caballos hablamos?
—Medio centenar de yeguas y al menos diez caballos. Tendrás el suficiente dinero para ello. Por suerte, todavía no nos lo han quitado. Elige bien y tráete lo mejor que veas. La casa de nuestro Señor ha de reunir a los animales más perfectos. Esa es la idea.
Fray Camilo tomó en sus manos dos cestas llenas de un pan recién horneado y empezó a repartirlo entre los pobres. Observó a un joven de unos ocho años, desnudo y con la cara llena de mocos que le recordó a Yago, a quien veía cada miércoles en el claustrillo del cobre donde trabajaba. Después de haber aprendido casi todos los trabajos previos al faenado, se encargaba ahora de limpiarlo a conciencia hasta dejarlo listo para su posterior fritura o salazón.
Camilo decidió que iría a verlo en cuanto acabara con el prior, a quien advirtió que tal vez las fechas que corrían no fueran las mejores para la compra de caballos; le sugirió la primavera.
—No podemos retrasarnos tanto, no. —El prior fue tajante—. ¡Sal en cuanto lo tengas organizado!
Fray Camilo se dirigió hacia los recintos de la pescadería mientras pensaba. Aquel proyecto que acababa de escuchar le gustaba, sobre todo porque por una vez le permitiría abandonar unos días su clausura. En cada viaje que emprendía sentía como si la vida se abriese a sus ojos, le regalara sus esencias; aquellas que estaban vedadas a la vida de un cartujo. A veces no se trataba más que de una ráfaga de viento al azotar un ciprés, o el sutil aleteo de un pájaro; otras, el simple resonar de los cascos sobre el empedrado de una vía. Cada una de aquellas sensaciones, que para otros podían pasar desapercibidas, era para Camilo el fermento con el que componer su música, su alimento.
Mientras recorría los diferentes recintos interiores del obrador en busca de Yago, rezó por él y por los proyectos que acababa de encomendarle su prior. Lo hizo a su manera, sin oraciones aprendidas o salmos. Él siempre había hablado con Dios como si se tratase de un amigo o de un padre. Le hacía partícipe de sus pensamientos, de sus dudas y de todo lo que pasaba por su cabeza. Y cuando ya no surgían más palabras, entonces tomaban protagonismo las notas y los compases; los suaves susurros sonoros que encauzaban su ser hacia el Altísimo, desde un silencio absoluto.
A punto de llegar al patio donde trabajaba el chico, absorto en sus pensamientos, estudió cómo iba a hacer para emprender aquel viaje a Córdoba. Para transportar tantos caballos iba a necesitar la ayuda de al menos diez hombres, pensó. Convocaría a los cuatro vaqueros que trabajaban para el monasterio, los que oficiaban con el nombre de conoscedores, y también a tres mozos de cuadra. Para completar sus necesidades pensó en algunos gañanes que también eran diestros con el caballo.
Al llegar al claustrillo, un penetrante olor le taladró hasta las sienes. Procedía de las cestas que se llenaban con los restos menores del pescado; con las cabezas, usadas después para hacer sopas, o con las colas y espinas, que servían de base para un puré muy fortalecedor y sabroso que se les daba a los niños del hospicio.
Buscó a Yago entre los que estaban trabajando y lo localizó pronto por su melena rizada y el aspecto despistado que le caracterizaba.
El chico había cumplido ya once años, pero su presencia en la escuela todavía seguía siendo discutida y problemática. No respondía a las preguntas que se le hacían, seguía sin mirar a los ojos cuando se le hablaba, y apenas articulaba una docena y media de palabras que además usaba para todo, incluso tratándose de objetos muy diferentes.
Yago continuaba viviendo en un mundo incomunicado, nadie sabía lo que sentía o pensaba, y parecía estar permanentemente abstraído. Camilo, a pesar de todo, no desfallecía y trataba de conducirlo hacia la normalidad, siempre pendiente de cualquier evolución por pequeña que fuese. En la pescadería el resultado de su trabajo estaba siendo un poco más esperanzador. Tardaba en concentrarse, pero cuando lo hacía no ponía descanso. Los que le veían se extrañaban por su persistencia, pero fuera de aquel detalle no tenían mayores quejas de él.
—Buenos días, Yago.
Le rozó en el hombro y el chico gruñó hasta reconocerlo. A Camilo le pareció que estaba más inquieto de lo habitual.
—¿Qué tienes?
El chico señaló con un dedo tembloroso el almacén de sal.
Fray Camilo miró en aquella dirección, pero no vio nada anormal.
Yago intensificó su rumor muy nervioso. Se levantó de golpe, soltó una corvina a medio limpiar, lo miró a los ojos y le hizo una seña para que lo siguiera. Cuando estaban a menos de diez pasos de la puerta de aquel almacén, Camilo lo vio. En su interior, había un hombre desmayado sobre una montaña de sal con un importante corte en un brazo, por donde brotaba un fino reguero de sangre que teñía el blanco elemento. El fraile corrió hacia él, comprobó que estaba vivo y tiró de sus hombros para sacarlo afuera.
Yago lo había escuchado gritar, pero no había sabido reaccionar. Cualquier suceso fortuito o ajeno a la rutina diaria era para él un reto demasiado complicado de asumir y le solía generar una gran intranquilidad, que casi siempre terminaba resolviendo aislándose, como si no fuera nada con él. Atrapado en sus dudas, había escuchado los gritos del hombre sin saber qué hacer, y ahora que lo estaba viendo tendido sobre el suelo, en su propia sangre, sintió un repentino ataque de ansiedad. La imagen provocó un efecto demoledor en sus recuerdos, haciéndole revivir el tiempo de su cautiverio, las palizas de su tía, el miedo al dolor. Y de repente empezó a temblar sin control, huyó despavorido hasta la esquina opuesta del pequeño claustro, y allí se acurrucó.
Fray Camilo pidió ayuda para atender al herido y fue hacia donde estaba Yago, desconcertado por su inexplicable reacción. Le preguntó sin obtener respuesta. Quiso entender, pero una vez más solo obtuvo su silencio. Cuando trató de ponerlo en pie, Yago lo rechazó de un manotazo.
Suspiró defraudado.
—¿Qué más puedo hacer? No lo entiendo, tiene que haber una manera de acceder a ti.
Lo miró lleno de piedad.
—Créeme; la encontraré.
Yago no había entrado nunca a la iglesia de la cartuja.
Fray Camilo quiso que lo acompañara, a los pocos días de su incidente en el claustrillo del pescado, para compartir sus dos pasiones: Dios y aquel modesto órgano que tocaba a diario.
Estaban solos en el templo.
Yago parecía abstraído, con la mirada puesta en las losetas del suelo, pero no lo estaba. Quería saber, quería conocer…
Le había costado mucho entender que el hospicio no era como la cueva donde había sido encerrado de pequeño, y se debió a que tampoco le habían puesto las cosas nada fáciles. El ambiente dentro le era hostil. Veía a todos los que le rodeaban como una amenaza, salvo a aquel monje. Con Camilo se sentía bien, sin miedos y relajado.
Yago no sabía cómo detener sus ataques de ansiedad, pero empezaba a ser consciente de que si se concentraba en ello conseguía hacerlos más breves, excepto cuando se cruzaba con una mujer; entonces se agudizaban. Le bastaba su sola presencia, escuchar su voz, o sentir un mero roce de su parte, para despertar los terribles recuerdos de su tía Aurelia.
Con Camilo todo era diferente, y aunque la mayoría de las veces no conseguía reaccionar como le pedía, su presencia le resultaba siempre agradable.
Mientras recorrían el deambulatorio del templo, Camilo iba explicándole qué contenía cada capilla, a qué santo correspondía cada figura, cada cuadro.
En la soledad de aquella casa de Dios, cuando alcanzaron el centro del crucero, Yago se detuvo sin aparente motivo, y alzó la vista hacia su cúpula. La luz del sol penetraba a través de sus ventanas confundiéndose sus rayos con una fina cortina de polvo y las volutas de incienso del reciente oficio. El muchacho señaló con un dedo en aquella dirección y musitó algo sin sentido.
—Allí es donde se cruzan nuestras oraciones con Dios… —Fray Camilo observó la expresión del chico ante sus palabras, y le pareció que mostraba interés—. Esas nubes están hechas de devoción y aroma místico. Una vez han ascendido a lo más alto, Dios se queda atrapado en su etérea trama. Él primero las espera y luego las absorbe.
El niño seguía mirando hacia arriba, en silencio, más relajado de lo que nunca lo había visto. Yago no entendía el significado de lo que acababa de escuchar, pero presentía que allí arriba, en aquel escenario de luz y color, había algo bueno, algo que evocaba imágenes de alegría y paz.
—No sabes quién es Él, ¿verdad?
A su pregunta contestó con una negativa.
Camilo sonrió al notar que en parte comprendía, y se esforzó en explicarse mejor.
—Él es la luz. Y la luz abre tus ojos, se mete en tu interior, y te lo da todo, calienta, permite que veas el resto de las cosas que se cruzan en tu vida. Dios es la luz.
Yago, sin parpadear, señaló de nuevo la cúpula.
—Eso es, allí está Dios, pero también ahí. —Le puso la mano en el corazón—. Y aquí. —Se la posó en la cabeza—. En todos lados. —Extendió los brazos tocando el aire a su alrededor.
Después de recorrer los ábsides, y tomar el deambulatorio opuesto, entraron en la sacristía, donde Camilo quería enseñarle un gran cuadro que representaba la batalla de la Defensión, cuando la Virgen había ayudado a las tropas cristianas a vencer a las moras, dos siglos antes, y que había dado nombre al propio monasterio. Allí pretendía presentarle a María.
En cuanto Yago estuvo frente al lienzo, se acercó a él con una extraña prisa y se quedó quieto, muy quieto, observándolo. Miraba a un solo punto donde había un caballo de frente con su jinete espada en mano. Dirigió un dedo hacia el rostro del animal, lo posó con mimo y lo recorrió en todo su contorno, sin prisas, sin dejarse un solo punto.
Fray Camilo respetó su reacción en silencio y con asombro. La profunda emoción del chico lo contagiaba todo. No entendía sus causas, pero por algún motivo aquel caballo provocaba algo en él, algo muy especial.
En el interior de Yago, en la más íntima profundidad de su mente, permanecía vivo el recuerdo de un ser como el que ahora veía; aquel caballo testigo de su nacimiento, la primera imagen de su vida y la mejor grabada en su alma. Y ante el asombro del monje, acercó sus labios al óleo y lo besó.
En el cuadro había muchos otros personajes, la Virgen encima de una roca, tropas de uno y otro bando en una lucha encarnizada, pero Yago solo buscaba los caballos. Nada parecía interesarle de toda aquella turbulenta escena más que los caballos. Y los tocó a todos, pinceló sus formas con uno u otro dedo, acarició sus crines, moldeó sus grupas y, sin dejarse ninguno, los besó a todos.
—Yago, ¿qué ves en ellos que tanto te atraen?
Él, sin volverse, frente a uno que tenía los músculos del cuello inflamados, en una postura cargada de tensión y fuerza, abrió la boca, balbuceó un instante, lleno de dificultad, pero tras varios intentos, de repente habló.
—Ca… caballo. Caballo. Caballo… —repitió una y otra vez con una inusual alegría.
Camilo se sintió conmocionado al oírle por primera vez una palabra: caballo. ¿Qué implicaciones podrían tener esos animales en su pasado, en su vida?, se preguntó.
Ante la emoción que parecían desencadenar esos animales en Yago, decidió llevarle un día a la dehesa de Lomopardo, donde se encontraba la mejor caballería que poseía la cartuja.
A la espalda del cuadro, sobre tres hornacinas, descansaban las esculturas de san Pedro y san Pablo y, entre ellos, una bella talla de la Virgen. En una mano tenía un libro abierto, y en la otra a su hijo Jesús. La figura era de madera policromada, y su rostro reflejaba una inmensa paz y hermosura.
Yago se acercó hasta la de san Pedro y la miró de reojo.
Extendió su mano hacia las largas barbas del apóstol y las acarició recorriendo con las yemas de los dedos cada surco, cada una de sus curvas. Luego siguió con la cara y terminó con sus vestimentas. Con suavidad, sus dedos corrían por encima de la madera sin separarse de ella hasta haberla completado. Luego, pasó a hacer lo mismo con la talla de la Virgen. Estaba más baja, a su altura, y por eso empezó con sus pies para seguir por la falda. Con la mirada baja y la cabeza ladeada, sus dos manos acompañaban cada pliegue, cada pequeño vértice, el final de sus mangas, la ligereza de sus manos. En ocasiones se concentraba en un determinado punto y lo recorría varias veces con el dedo.
Como espectador de aquel peculiar proceder, Camilo se dio cuenta de que esa era su particular forma de ver las esculturas. Tal vez no necesitase los ojos para entenderlas como hacían los demás.
Yago puso sus dos manos sobre la figura de la Virgen y correteó por sus brazos, por su pelo. El tacto le daba la oportunidad de acceder a los detalles de esas esculturas. Sentía placer al recorrer con sus yemas aquellas aristas y ángulos que alguien había creado.
Ensimismado, no reparó en la presencia de un monje que, a sus espaldas, observaba la escena lleno de escándalo.
Cuando el chico se puso a recorrer el vientre y el dorso de la imagen, aquel mudo espectador rompió su voto de silencio y alzó con fuerza la voz.
—¡Separad de inmediato a ese niño de la Santa Imagen!
Fray Camilo se volvió sorprendido y reconoció al novicio Dávalos, uno de los últimos postulantes que había entrado en la cartuja, hijo y sobrino de una de las familias de mayor renombre de Jerez.
—No hace nada malo —contestó sin miedo.
Yago se acurrucó asustado en el suelo, a los pies de fray Camilo.
—¿Aprobáis vos lo que estaba haciendo ese mocoso con la imagen de nuestra Señora? —Su joven rostro se encendió de súbito—. En mi opinión, lo que se merece es un duro castigo.
Levantó la mano con intención de pegar al chico, pero fray Camilo la detuvo a tiempo.
—¡Ni se os ocurra! —bramó—. No permitiré que le hagáis daño. ¿Me entendéis? —Le clavó la mirada.
El novicio dio dos pasos atrás y suspiró contenido de rabia.
—No seré yo quien le ponga un justo correctivo ni tampoco a vos por haber consentido tan vergonzoso acto, pero ahora mismo iré al prior para que sea él quien lo haga. Dadlo por seguro.
—Hacedlo —respondió con valentía fray Camilo, con Yago todavía escondido detrás de su hábito.
—Disfrutaré con vuestra penitencia… —respondió el novicio.
—¡Idos al infierno!