Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Ni Carmen ni Volker había vivido antes una situación como aquella.
Un viento huracanado azotaba su cabaña y amenazaba con llevársela por entero. La lluvia rompía en su techo y lo perforaba por centenares de sitios, y la cortina de agua que se desplomaba desde el cielo lo inundaba todo.
Carmen, muy asustada, se había acurrucado debajo de una mesa y Volker miraba con preocupación a través de una ventana intentando decidir qué debían hacer. El cielo mantenía un color gris oscuro, con destellos casi continuos de luz, recorrido por profundos truenos que parecían la voz de unos dioses enfadados con el mundo.
Se sintió un fuerte golpe de viento sobre una de las paredes y creyeron que iba a derrumbarse. Le siguió una fuerte sacudida de agua y aire que rompió contra el cristal con tal violencia que lo partió en pedazos.
—Esto no durará mucho tiempo en pie. —Volker señaló el techo de la cabaña.
—Y ¿qué hacemos? Si salimos fuera, el viento nos arrastrará.
Volker buscó la última ventana que quedaba íntegra y echó un vistazo. Casi todas las edificaciones, sobre todo las más sólidas, habían ardido. Necesitaban cambiar de refugio pero no se le ocurría dónde ir. Observó las lomas de la campiña y le parecieron diferentes, al estar salpicadas de nubes bajas, su tono verde quedaba oscurecido y a la vez lavado por el intenso aguacero. La imagen del cielo no ayudaba a esperar una mejoría en breve, cerrada en una oscuridad cada vez más profunda.
De pronto, entre la espesura de un pequeño bosque aparecieron varios caballos tropezándose unos con otros, corriendo como alocados, extremadamente delgados y nerviosos.
—Fíjate en esos pobres.
—¿Qué ves? —Carmen se asomó para ver qué pasaba.
Volker, que no había pensado hasta entonces en las caballerizas, decidió ir a resguardarse en ellas.
—Las cuadras, hemos de ir a las cuadras. Allí nos protegeremos. Se apoyaron el uno en el otro, atados con una cuerda a la cintura para no perderse ni verse arrastrados por el vendaval, pero apenas podían caminar y casi ni ver. Iban doblados contra la fuerza del viento, caminando con lentitud hacia las cuadras, que se mantenían íntegras en la otra cara de la ladera por la que ascendían.
Un tremendo rayo cayó a pocas cuerdas de ellos y cortó uno de los árboles en dos. El sonido que provocó fue tal que Carmen se quedó sorda durante un buen rato.
Ella tropezaba, se le hundían los pies por la blandura del terreno. Empapada de arriba abajo, sentía frío y miedo, pero él no la dejaba detenerse. La ropa humedecida le pesaba, y el agua que resbalaba por la cara no le dejaba apenas ver, por eso no calculó la altura de un escalón de tierra, se tropezó y cayó arrastrando a Volker con ella. Rodaron por un terraplén sin poderse frenar hasta chocar con un muro de piedra.
Completamente embarrados, sucios y desconcertados, se sentaron sobre una gran roca bajo la copa de un anciano roble para buscar un momento de resguardo y descansar. Sus ramas se agitaban con exageración, y las hojas silbaban al batirse en todas direcciones. El riesgo de ser golpeados por alguna de aquellas ramas era tan real como peligroso; ya habían visto de camino caer alguna otra tras un chasquido.
—Nos queda muy poco, Carmen —le gritó al oído Volker—. Puedes hacerlo…
Ella se levantó temblando y a duras penas consiguió contrarrestar la fuerza del vendaval, que la empujaba en dirección contraria. Renovó su decisión de seguir adelante, y tras una subida complicada, una vez en lo alto de la loma, vieron al final de la pendiente el sólido edificio que albergaba a los caballos de Blasco.
Al llegar a las cuadras, comprobaron con espanto que, además de pocos, los que habían quedado estaban enfermos por desatención y la mayoría se moría de hambre.
El olor era repugnante.
De los pocos animales que habían quedado vivos, algunos, en su intento de huir, se habían infligido tremendas heridas en los ollares y en el cuello a causa de las cuerdas y argollas con las que estaban atados.
—Pobres criaturas…
Carmen, con el corazón encogido, corrió a desatarlos para que se pudieran mover mientras Volker iba a buscar algo de heno, Encontró un almacén con hierba al fondo del edificio, comprobó que estaba seca y en buen estado, y volvió cargando una carretilla. La esparció en medio del pasillo y en tan solo unos segundos consiguió que una veintena de caballos se acercaran a comer con deseo.
Volker pudo reconocer entre los que seguían atados al Guzmán, a aquel hermoso caballo que había visto con Yago. Se encontraba en un estado lamentable; las costillas marcadas y el vientre hundido y seco, los ojos tristes. Apenas se aguantaba en pie, pero a pesar de todo el caballo esperó tranquilo a ser desamarrado. Cuando Volker estuvo a su lado se miraron. No demostraba inquietud como los demás, apenas se movía, estaba claro que en su caso el temple superaba al instinto. Debía de llevar casi tres semanas sin comer, apenas sobreviviendo con el agua que le llegaba a través de una canaleta. Su aspecto estaba deteriorado, pero el temperamento no.
Volker esperó a que saliera al pasillo a comer como el resto, pero el animal no se movió. Formaba parte de una estirpe de caballos preparada para resistir adversidades, disciplinada y obediente, hasta el extremo de rechazar sus propios deseos o necesidades. Volker se percató de ello.
—Pero habrase visto. —Le acarició la testuz—. ¿Qué será lo que corre por tu sangre para hacerte tan diferente?
Azul le olfateó la mano a la espera de sus órdenes.
Él chasqueó la lengua y le mandó salir hacia el pasillo. Azul obedeció su orden y caminó con paso lento y tembloroso hasta llegar al montón de heno donde estaban los pocos supervivientes de los casi cinco centenares de caballos que había llegado a poseer la Bruma Negra.
Volker se apoyó en una paca de paja y disfrutó de aquella visión.
Adoraba a los caballos, formaban parte esencial de su oficio, y soñaba con volver a encontrarse con los suyos en las caballerías del virrey de Nápoles. Fuera, la huracanada tormenta parecía haber aflojado y tan solo se escuchaba el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado.
—¿Te sientes con fuerzas para volver? —preguntó el alemán.
Ella aún estaba débil, pero entendía que allí no hacían nada, y que también él querría regresar a Nápoles.
—Podemos irnos cuando quieras.
Volker se alegró, aunque de inmediato pensó en las dificultades que tendrían.
—Pediré trabajo en la embarcación que nos lleve, de ese modo podremos pagarnos los pasajes.
En el incendio lo habían perdido todo, dinero, su carta de crédito firmada por el virrey, todo.
—No creo que haga falta… —Carmen se quitó los pendientes y los dejó sobre la palma de su mano—. Son diamantes, y como ves de buen tamaño.
Volker se negó a aceptar la propuesta, pero ella insistió.
—No seas cabezota y reconoce que vamos a necesitar mucho dinero. Si no recuerdo mal, ¿no me contaste que el virrey te pidió que antes de tu retorno a Nápoles fueras a Jerez y a Córdoba a comprar algunos caballos para sus cuadras?
Volker reconoció que ese encargo formaba parte de su misión.
—¿Cómo vas a conseguirlo sin recursos? Estos pendientes pueden pagarlo todo, la travesía de vuelta a España, tus caballos y nuestro mantenimiento hasta que alcancemos Nápoles… ¡Vendámoslos entonces!
Carmen esperó con ansiedad su respuesta deseando devolverle la infinidad de favores que había recibido de él, y aunque Volker tardó en hacerlo, terminó accediendo dadas las pocas alternativas que tenía. Decidieron poner una fecha a su salida de la plantación y buscar buen comprador para las joyas.
Con el horizonte de su retorno ahora más claro, Volker respiró tranquilo, se apoyó sobre sus rodillas y observó la elegancia de aquel caballo, de Azul.
—Es hermoso hasta en su horrible estado. Quiero llevármelo. Él solo mejorará la raza de los caballos que posee el virrey.
Sus largas crines, ahora hechas un manojo de nudos, sucias, aún le caían con clase sobre sus patas hasta llegarle un palmo por encima de las cañas. Estaba demasiado delgado, pero no le abandonaba la belleza.
El caballo levantó la cabeza y estiró las orejas mirando a su alrededor. Al verlos cambió de postura reflejando su mejor clase. Parecía haber entendido sus palabras.
Volker y Carmen se miraron asombrados de su inteligencia.
—En mi lengua —dijo ella—, hay una hermosa palabra que define lo que a este caballo le sucede; un término que resume su forma de actuar cuando está cerca de un humano; lo llamamos
complicità
.
Volker se volvió hacia ella y la miró en silencio, con otros ojos.
Durante los días que habían compartido sintió nacer en él un deseo que se propuso contener. Sus ojos se perdían en ella cuando la veía iluminada por el sol, durante los frecuentes paseos que daban para fortalecer sus piernas, y hacía verdaderos esfuerzos para evitar que se le notara.
Le parecía tan hermosa, tan única, tan interesante.
Pero al mismo tiempo había algo dentro de su ser, en su misma conciencia, que le obligaba a refrenar sus impulsos. Él se sabía hombre de principios, y como su encargo había sido protegerla, desde luego, no estaba allí para entenderla, desearla y mucho menos amarla.
Dada su nula espontaneidad, a Carmen le costaba entender sus reacciones y casi siempre se sentía confusa. La opacidad de Volker contrastaba con el carácter de ella, siempre transparente, aunque ahora estuviese herido por la terrible experiencia vivida con Blasco. En su interior también se libraba una dura batalla entre dos impulsos difíciles de equilibrar. Por un lado, rechazaba cualquier inspiración que naciera de su corazón, todavía muy alterado y lleno de decepción, con la necesidad de sentirse protegida, entendida y empezó a creer que también deseada por Volker. Habían sido muchos días juntos, muchas las horas que se habían tenido solo a ellos; mucho el esfuerzo por recuperarse para que la vida continuara. En aquella cabaña se habían conocido tal vez más que otras muchas personas lo harían a lo largo de toda su vida. Durante las largas jornadas que se sucedían allí dentro, recogidos de la lluvia cuando no del fuerte viento, se descubrieron por dentro pero también por fuera al curarse el uno al otro las heridas.
Carmen no sabía qué debía sentir.
Eran demasiado grandes los daños de su alma después del matrimonio con Blasco, era demasiado el daño que le había producido para entregar ahora su corazón a otro hombre, aunque tal vez lo estuviera deseando.
Y así, uno y otro sellaron sus sentimientos sin querer abrirlos, creyendo que nada bueno podía nacer en aquella isla manchada de odio, de terror y sangre.
La caperuza no era lo peor que tenía que llevar Yago puesto todo el día, al igual que Sancho, su extraño compañero de celda; también estaba el sayo de tela áspera y gruesa, medio roto, que le hacía ir más desnudo que vestido.
En la celda donde los encerraban cada noche se hundió de pena, de soledad, de desesperanza. La única compañía que tenía era otro desposeído como él, un hombre que saltaba de la realidad a la locura sin mediar un suspiro.
Sancho caminaba muy estirado y de un modo forzado, su barba era canosa, siempre enredada, y estaba extremadamente delgado. Apenas se le llegaban a apreciar los músculos, y su cabeza estaba sembrada de penachos de pelo de diferente longitud a causa de la tiña.
A veces Yago lo escuchaba darse órdenes, como si hubiese otra persona dentro de él que tomase protagonismo sobre el primero. Uno era introvertido, de pocos afectos y callado, casi siempre acurrucado en una esquina de la celda. El otro era ocurrente, despierto y vivaracho; siempre hablando sobre cosas y sitios imaginarios, pero con tal profusión de detalles que llegaban a parecer reales.
Las primeras semanas fueron espantosas para Yago.
El hospital era un muestrario de las distintas formas de miseria humana llevadas al máximo. No todos estaban locos, algunos solo eran enfermos, desvalidos, o simplemente pobres que eran recogidos de las calles por haber sido considerados socialmente peligrosos.
Desde el desayuno hasta el mediodía juntaban a todos los internos en una gran sala donde los hacían trabajar para que la ociosidad no les enviciara todavía más. Pero también cada jornada se comprobaba que el propósito rozaba lo imposible. Los primeros días Yago se interesaba por entender qué les sucedía, reconocer las rarezas de cada uno, pero luego fue perdiendo ganas y su capacidad de observación se agotó, ahogado por tanto dolor y miseria.
Conoció a un hombre que desde que entraba en el improvisado taller, donde los ponían a fabricar jarras, platos y frascas de barro, se quedaba quieto como una estatua sin inmutarse ante nada. O a otro que se comía la arcilla y luego la escupía poco a poco, y se reía dando volteretas. Los había que no paraban de llorar, y otros que de repente se ponían a chillar, como él empezó a hacer también. Casi todos iban medio desnudos y la suciedad era más exagerada a medida que pasaban los días entre baño y baño.
Una vez a la semana los metían en un patio cuadrado muy estrecho, donde se apiñaban, y desde las ventanas los enfermeros les tiraban cubos de agua para lavarlos. La sensación de pánico que Yago sentía en esa ducha era inimaginable, sobre todo ante tanta estrechez. Empezó a acusar el mismo tormento que creía olvidado de su reclusión cuando era pequeño, y desde entonces empeoró. Dejó de frenarse, perdió el control de sí mismo que tanto esfuerzo le había costado conseguir, y comenzó a chillar, a patalear, a esconderse de todos, tal y como lo hacían los demás, tal y como lo había hecho él mismo durante muchos años.
A veces salía sangrando por los arañazos de los vecinos, a quienes por descuido alguien había olvidado cortar sus afiladas uñas, y que pagaban los ataques de rabia con quien estuviera a su lado.
Algunos llevaban grilletes en pies y manos, a otros los dejaban encadenados a las paredes y allí se pasaban las horas y los días, sin mirar a nada, agachados y acurrucados. De tanto tiempo en esa postura más de uno se moría, y habían de llevárselo en la misma posición, ya que no conseguían estirarle las piernas. En esos casos, los enfermeros protestaban al tener que enterrarlos encogidos, pues les era más difícil meterlos en los nichos.
Cada semana, Marcos, el barbero, ordenaba traer a su consulta a los internos que hubieran estado más agresivos para someterlos a una sangría.