Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
A Yago le tocó pasar por sus manos en cada una de esas ocasiones, por su actitud cada vez más rebelde y porque así lo había ordenado el director del hospital.
Marcos era un hombrecillo de ojos diminutos y nariz picuda, y a Yago no acababa de gustarle demasiado. Le hacía daño cuando le pinchaba y no era limpio con las lancetas. La herida que le dejaba en los brazos se le hinchaba mucho, enrojecía y terminaba doliéndole tanto que para remediarlo se la abría sirviéndose del borde de una piedra afilada que había localizado en una esquina. Lo aprendió al ver cómo lo hacían otros.
Tras la sangría lo pasaron al despacho del director.
—¿Te has planteado para qué sirves en esta vida? —Beltrán Dávalos aseguró las correas que ataban a Yago a la silla.
Él no contestó y bajó la cabeza.
—Tu mal está siendo cada vez más nítido, muchacho. —Beltrán anotó algo en una libreta y se reafirmó en su idea—. Tras el primer mes que llevas con nosotros ha llegado el momento de ponerte en tratamiento para resolver tu melancolía y otros desvaríos que, según mi barbero, son menores pero para mí importantes. —Le levantó un brazo y lo dejó caer decepcionado—. Además, estás quedándote demasiado delgado. Eso sí que no me gusta. Mis medidas contra el mal de cabeza funcionan si la salud las acompaña; y tú no estás nada fuerte. Pero te pondremos remedio. Cuando empecemos a tratarte vas a notar una gran mejoría.
Yago volvió la cabeza para ver qué hacía a sus espaldas y el cuello le chasqueó por la postura. Necesitaba rascarse la espalda pero tenía las manos atadas. Si estaba delgado, como el administrador decía, la culpa la tenían las penurias alimenticias que pasaban en el hospital. Cada día se les daba un pan negro mal sazonado y unas habas cocidas y llenas de bichos. Yago superaba en talla a la mayoría de los internos, sus hombros se habían ensanchado y su esqueleto soportaba una musculatura que si no prometía más era por la falta de mejores alimentos.
Beltrán dejó entrar a uno de sus guardianes y señaló a Yago.
—A este me lo vais a cuidar dándole doble ración desde esta noche. Quiero notar una mejoría en menos de un mes. —Le pellizcó en un brazo y lo encontró seco.
Fue a por la libreta que tenía abierta en su mesa, la recogió y miró algo antes de volver a hablar. Cuando lo hizo se cuadró delante del chico.
—En mi hospital conviven una gran variedad de locos. A unos los llamo divinos, pues creen ser como Dios, hay bobos, otros que son varias personas en uno, también hay necios, endemoniados, locos fingidos, visionarios y luego estás tú… —Yago le escuchaba atento—. Lo tuyo es distinto, ¿sabes? Te he observado desde que llegaste, y creo conocer cómo funciona tu mente; lo he leído en los libros. Sé que no eres de los fáciles, pero desde ahora entraré en tus confusiones y verás como pronto las podré manejar. —Recorrió con las yemas de los dedos un par de libros en su estantería, seguro de lo que decía y orgulloso de su nutrida biblioteca—. ¿Sabes lo que tienes? —Apuntó con un dedo a la base de la cabeza de Yago.
—No —contestó por primera vez.
—Bueno, por fin te escucho. —Sonrió—. Me alegra tanto que te lo voy a decir, sí… —Recogió un bote de su mesa en cuyo interior había un agua oscura con algo flotando que Yago no pudo ver, pues Beltrán buscó de nuevo sus espaldas—. Lo tuyo es una mezcla de melancolía, insania y delirios.
Yago no entendía ninguna de aquellas palabras pero sintió miedo. Vio en Beltrán una mirada tenebrosa.
—Se debe a que tienes aquí dentro —le golpeó con los nudillos en la frente, cerca del nacimiento del pelo— un acúmulo de bilis negra que se forma de las heces de tu propia sangre. Aunque tú no la notes, yo sé que esa bilis es fría, seca, y de sabor ácido. —Yago no quiso imaginar cómo habría conseguido conocer a qué sabía—. Pero has tenido mucha suerte de dar conmigo, porque tengo remedios.
Yago notó como un pinchazo en su nuca y luego tres más; no sabía qué eran, pero pronto sintió que se le adormecía la piel en esas zonas.
—¿Qué es?
—Míralo tú mismo. —Beltrán se puso frente a él con aquel frasco. Sacó una sanguijuela y se la plantó en la frente, y otra en cada una de sus sienes. Yago sintió asco y miedo. Los gusanos le taladraron la piel y empezaron a chupar su sangre hinchándose por momentos.
—Estas amigas te ayudarán a rebajar el oscuro humor de tu cerebro, pero además probarás un laxante cada día para que tu proporción de líquidos mejore.
Yago notaba cómo aquellos bichos le estaban extrayendo la sangre; cuatro en su nuca y tres en la cabeza, y deseaba que terminase pronto aunque no sentía dolor. Trató de zafarse pero no lo consiguió.
Alguien que no pudo ver entró en la habitación en esos momentos. Por la voz, Yago creyó que se trataba del portero.
—Señor, lo tenemos todo preparado.
—Perfecto, llévatelo en brazos.
Yago confirmó la personalidad de su portador y un gran terror sacudió su cuerpo con una exagerada temblequera. El hombre apenas podía con su peso, pero no parecía dispuesto a soltarlo. Al atravesar varias puertas Yago se iba dando golpes en la cabeza y también algún que otro arañazo. Recorrieron varios pasillos que nunca había visto, hasta llegar a un portón de baja altura por el que entraron agachando la cabeza.
En su interior había dos grandes barreños con agua; una estaba ardiendo y la otra parecía helada.
Yago gritó y empezó a forcejear, pero de nada le sirvió. El portero era mucho más fuerte que él. Con una sola mano le rompió el sayo de un tirón y le dejó desnudo. Beltrán se pronunció.
—La respuesta que acabas de tener me hace pensar en un problema añadido a los que ya tienes, y que yo llamo delirios sin fiebre. Seguramente se produce porque los humores en tu cabeza están demasiado calientes y esa calentura hace que se adhieran tus membranas y se pincen entre ellas con fuerza, lo que provoca en ti esas feroces reacciones que me cuentan que tienes casi todos los días… —Señaló al portero el barreño de agua helada—. Empezaremos por esa.
Beltrán le quitó las sanguijuelas con la ayuda de unas gotas de limón que sacó de un pequeño frasquito y las recuperó en su bote. De cada punto donde habían estado los gusanos empezó a gotear un pequeño flujo de sangre.
Y sin más prolegómenos lo sumergieron en el agua helada.
Al seguir atado de pies y manos, Yago creyó ahogarse cuando vio que se hundía sin poder hacer nada para remediarlo.
El tiempo que pasó dentro se le hizo eterno, pero cuando creía que iba a morir unas fuertes manos lo cogieron por las axilas y lo sacaron fuera del agua. El color de su piel se había vuelto tornasolado, y nada más salir padeció una sacudida de temblores a consecuencia del frío que había pasado.
Le volvieron a poner su sayo, o los restos de él, y escuchó las últimas palabras de Beltrán antes de que saliera por la puerta.
—Cada dos días repetiremos una sesión como esta. Ya verás qué bien te van a hacer…
En el descanso de la celda, inmerso en sus recuerdos, Yago repasaba una y otra vez los pocos momentos de felicidad que había vivido en el pasado para contrarrestar las amarguras que ahora padecía.
Así se le iban las horas, los días y las semanas, con la única compañía de Sancho, con quien en ocasiones podía hablar, y un trozo de barro que le servía para concentrar su atención sin sufrir las crisis de ansiedad que habían vuelto a alterar su vida. Modelaba la arcilla con habilidad y pronto consiguió fabricar diferentes figuritas de caballos que una vez terminadas destruía de inmediato.
Mientras se agotaban los últimos rayos de luz revisó concienzudamente uno de sus mejores logros, un caballo cuya perfección era sorprendente, en una compleja postura; el cuello doblado y las patas en tensión, como si acabase de frenar de golpe y estuviese mirando a sus espaldas. Mojó un dedo con saliva y lo pasó por el lomo del animal puliendo una pequeña imperfección.
Sancho lo observaba como siempre sorprendido por la precisión de sus manos. Esa tarde estaba sereno y se dirigió a Yago con una buena noticia.
—He sabido que muy pronto te van a dejar salir a la calle; te sacarán y podrás ver la ciudad y a la gente, y me alegro… —Su mirada no estaba perdida en el limbo como acostumbraba; ahora parecía nostálgica.
—¿Por Sevilla?
—Sí. Te cambiarán de ropa con otro sayo más limpio, de colorines, para que atraigas a la gente y te ganes su compasión. Te darán limosnas que luego se queda el director, los enfermeros, o incluso el portero, pero a mí me da igual; al menos ves niños, personas corrientes, y sobre todo puedes sentir el calor del sol sobre la piel y la intensa luz de la ciudad.
—Yago quiere ir. —La idea le resultó seductora.
—Otras veces nos dejan en la puerta del hospital encadenados para conseguir lo mismo. Igual te llevan primero ahí.
Sancho se rascó sus velludas piernas en busca de algo que le estaba picando.
—¿Sabes que el director Beltrán me va a operar para solucionar mi mal? Dice que me curaré, y que desde ese momento ya solo seré uno.
Yago sintió pánico al pensar en Beltrán y sus remedios.
—¿Con sanguijuelas?
—No sé. Creo que el barbero, ese Marcos, sabe operar lo mío. Pero no me cuentan más.
Sancho no sabía por entonces que lo que Beltrán pretendía era probar con él una cirugía nueva, pero como desconocía la técnica necesitaba aprenderla de manos de Marcos. Le había contratado para su hospital precisamente por ese motivo, dada su experiencia y conocimientos en esas artes.
En su obsesivo afán de anular la voluntad de ciertos internos para convertirlos en obedientes sirvientes de su hermano, Beltrán había probado un extracto de adormidera mezclada con mandrágora, planta que solo se encontraba bajo los patíbulos y de la que se decía que para crecer necesitaba la sangre y las almas de los ajusticiados. Beltrán había descubierto que tras dos meses de uso continuado de esa mixtura, y en dosis crecientes, el individuo se quedaba casi sin habla, dejaba de pensar de forma autónoma, y empezaba a obedecer a todo lo que se le pidiera. Era como si el tratamiento borrara los recuerdos y la personalidad del destinatario.
Pero cuando supo que con esa nueva operación que Marcos practicaba en el cráneo del enfermo, se conseguía idéntico resultado y en un solo día, decidió que era mucho mejor método. El primer paciente para aprenderla sería Sancho. En cuanto dominase sus trucos, la repetiría con los candidatos que viera más aptos para las necesidades de su hermano, también con los más problemáticos y violentos.
Para que el resultado fuera óptimo, Marcos había recomendado que antes de operar se sumergiera la cabeza del paciente en un baño de agua muy fría para rebajarle la sangre que circulaba por ella, y así reducir su sensibilidad.
—¿Cómo eran tus padres? —Sancho continuó con su conversación.
La pregunta sorprendió a Yago; nunca se lo había planteado al no saber nada sobre ellos.
—No sé, no tengo —contestó convencido.
—Una madre es lo más grande que se puede tener, Yago, su amor es el más generoso, el más leal, el más tierno. Tú, como todos, lo has tenido, tendrías que acordarte. Y un padre te ayuda a afrontar los peligros, las responsabilidades, te hace fuerte y laborioso.
Yago no podía asociar ninguna de esas actitudes con quienes no había conocido. La mención, de todos modos, provocó un efecto mucho peor del que Sancho se podía esperar. De repente deseó aislarse por completo, de todo, desde luego de su compañero de celda, y se encerró en sus propios pensamientos.
Su mente voló entre unos y otros recuerdos, como en una sucesión encadenada de imágenes; algunos surgían asociados a sus breves momentos de felicidad, donde estaban Camilo, Hiasy y los caballos. Al revivirlos, sentía lo más parecido a un agradable calor, le relajaban. Pero también aparecieron otros recuerdos, desde el lado más oscuro de su memoria, como sombras de sus miedos, del dolor, del abandono, pesares y angustias. En ellos se veía abatido, entre agudas crisis y largas ofuscaciones. Yago llegó a la conclusión de que su vida se había llenado de oscuridad más que de luz, de penas más que de alegrías, y no entendía por qué. Desde la crueldad de su tía al desprecio y las humillaciones de compañeros y directores en la escuela de la cartuja; desde la acusación del yeguarizo en Lomopardo, que provocó su separación de Camilo, a vivir en esclavitud en Jamaica, y ahora estar allí encerrado entre lo más desahuciado de la sociedad; todo en su vida había sido negativo.
Cuando lo pensaba, llegaba a la conclusión de que él no tenía la enfermedad de los demás, de eso estaba seguro. Su manera de percibir las cosas era diferente a como lo hacía el resto; de eso se había ido dando cuenta a lo largo de los años, pero él no era ni un loco ni un bobo, tampoco un endemoniado. Solo encontraba dificultades para explicar lo que sentía, y además casi nunca tenía a quién contárselo.
Entre esa amplia colección de imágenes y emociones, buenas y malas, también había otro grupo de borroso recuerdo. A estas últimas las sentía más aisladas, sin relación alguna con el resto de los pensamientos, como si flotasen en una laguna oscura donde por más que miraba no llegaba a ver nada, ni a entender nada. Ese mundo se parecía a un pozo donde podía echar todo lo que no comprendía, lo que se le escapaba en una primera impresión; un mundo que cada vez se hacía más grande.
Allí era donde no estaban sus padres, ni los sentimientos que eran comunes a la demás gente, seguramente de los que le hablaba Sancho. En aquel oscuro agujero vivían sus propias dudas, y sobre todo las preguntas para las que no era capaz de encontrar respuesta, como para qué servía en la vida, o por qué razón había sido creado, o qué tenía que hacer para que la gente llegara a verlo normal.
La reclusión en el Hospital de Locos e Inocentes a Yago le estaba suponiendo un martirio interior bastante más serio que el físico, pues ese pozo mental se hacía cada día más grande y parecía tragárselo todo, hasta lo poco bueno que había conseguido en su vida.
Pensó que se lo tragaría por entero a él.
Entre celdas, baños fríos y calientes, sanguijuelas, hambre y desprecio, ataques y las peores crisis que había tenido en años, su abandono empezó a ser tal que las pocas referencias que le quedaban se fueron difuminando. Quizá se le iría la cabeza como a tantos otros allí, como le pasaba a Sancho, que iba de la euforia al ostracismo en menos de un amén.
Lo miró. Allí estaba de vuelta de sus turbios pensamientos, explicando a un ser imaginario que tenía a su derecha una historia sobre unos perros que le hablaban a diario, y sobre lo mucho que estaba aprendiendo a cazar gracias a sus consejos.