El jinete del silencio (54 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Las dudas que hacían padecer a Carmen se repartían por más escenarios. ¿Podría volver a amar a un hombre? ¿Conseguiría olvidar su violación? ¿Volvería a sentir placer cuando otras manos recorrieran su cuerpo, o viviría marcada para siempre en su desgracia?

Esas y otras muchas preguntas le atormentaban día y noche, y le robaban el sueño.

Cuando Volker salió de las cuadras a su encuentro, notó de inmediato su pena.

—No puedo verte triste. ¿Qué te pasa, Carmen?

Ella cambió de expresión y sonrió con normalidad.

—No lo estoy, gracias. Nada, no me pasa nada, de verdad. ¿Podemos ir ya a la cartuja?

Volker sabía que no estaba siendo sincera, pero respetó su reserva.

—Parece ser que en pocos minutos sale hacia Jerez un carro de postas. Si nos damos prisa todavía podríamos cogerlo.

—No perdamos tiempo entonces. —Ella empezó a caminar muy decidida—. ¡Ah, y gracias por preocuparte de mí! —Le dio un beso en la mejilla—. Me siento siempre protegida...

Viajar en una carreta por un camino pedregoso y polvoriento no era la mejor manera de mantener una buena presencia, sobre todo para quien iba a comprar unos caballos que tenían fama internacional. Además de llegar con la ropa y el pelo teñidos por el blanquecino polvo que levantaron las cuatro mulas, y sufrir estrecheces entre bultos y docenas de sacas de correo, una vez en el destino, Carmen y Volker necesitaron varios minutos para recuperarse del intenso dolor de riñones. Pero aun con todos los contratiempos, se rieron de sí mismos al verse en tan deplorable aspecto, trataron de ponerle arreglo como pudieron y buscaron el camino que les llevaría hasta el gran arco de entrada del edificio al que iban; la cartuja de Nuestra Señora de la Defensión.

Sin necesidad de llamar, la casualidad hizo que la puerta se abriera en ese instante y que vieran salir a un monje cuyo aspecto, gravedad y años le daban un cierto aire de autoridad. Absorto en sus asuntos, el hombre no reparó en ellos y siguió su camino.

—Perdone, padre. —Volker alzó la voz para hacerse oír—. Buscamos al prior. —El hombre los miró de arriba abajo, pero ninguno le era conocido.

—Llevo prisa. Lo encontraréis dentro.

Otro monje más joven apareció corriendo todo acalorado, dando gracias a Dios por haberlo encontrado.

—Mi prior, necesito que llevéis esta carta con vos, para dársela a mi hermano. He sabido que os volvéis a la cartuja de Sevilla, y se trata de fray Anselmo, comparte clausura con vos.

Carmen y Volker se miraron extrañados sin entender el desplante. Si como decía el recién llegado se trataba del prior, ¿por qué les acababa de decir que entraran a buscarlo dentro?

—¿Sois vos el prior? —inquirió Carmen.

—Lo fui, hija mía, lo fui. —Recogió el sobre que le daba el otro monje y se lo guardó en un bolsillo—. Hasta hace poco tiempo tuve esa responsabilidad sobre esta cartuja y por eso todavía hay quien continúa con ese trato. Bueno, no tiene ninguna importancia. —Despidió al joven monje con una bendición—. Como os venía diciendo, dentro encontraréis al nuevo prior. —Se ajustó el cordón y miró un reloj de sol en una de las paredes del edificio principal—. Uff, es demasiado tarde. No creo que reciba ya visitas. Mejor, probad mañana.

Volker se sintió menospreciado.

—Mire, quizá si su prior supiera a qué venimos y de dónde, con todas seguridad nos recibiría. —Adoptó una expresión misteriosa.

El comentario picó la curiosidad de don Bruno.

—Contádmelo a mí y os podré decir si merece la pena que lo intentéis o no. Pero de todas maneras —se dirigió a Carmen—, a vos se os prohibirá la entrada. Sois una mujer y nuestra regla es tajante en ese sentido.

—Venimos a comprar las dos mejores yeguas que tengáis para llevarlas a las caballerizas del virrey de Nápoles, y me refiero al ilustrísimo don Pedro Álvarez de Toledo y Zúñiga —apuntó ella dándole un tono rotundo a sus palabras.

A don Bruno la noticia le satisfacía como primer responsable de esa actividad en la cartuja, y más aún sabiendo a qué noble casa irían, empeñado como estaba desde sus orígenes en conseguir caballos de la máxima calidad, pero ahora ya no estaban bajo su responsabilidad, y además se le estaba haciendo demasiado tarde.

—Probad a entrar vos, si queréis. —Miró a Volker—. No seré yo quien os lo niegue. Y ahora me voy.

Volker recordó de repente a Camilo y pensó que, de estar dentro, les podría ayudar con el prior. Preguntó por él, le explicó que se habían conocido en Jamaica, y sin esperar el contundente efecto de sus palabras sobre don Bruno, consiguió que se diera la vuelta, arrugara su semblante y le clavara la mirada con un firme gesto de interés.

—Decidme antes quiénes sois.

—Mi nombre es Volker, Volker Wortmann, y ella es Carmen Bartelli. Acabamos de volver de la isla, donde coincidimos con fray Camilo en unas circunstancias, digamos, un poco extrañas… —contestó el alemán con cierta prevención, extrañado ahora de la actitud del prelado.

Don Bruno guardó silencio unos minutos mientras pensaba.

—Fray Camilo tuvo que regresar no hace muchos meses —continuó Volker—. Con él hicimos buena amistad y puede que nos ayude a ser recibidos por…

—Aquí no lo encontraréis —le cortó don Bruno. Las campanas de la iglesia dieron las cinco—. Por motivos que no vienen al caso, fue destinado a otra cartuja, a la de Salerno, al sur de Nápoles, así que no esperéis que os sea de mucha ayuda.

Al escuchar la noticia, Volker vio agotadas todas sus opciones, lo comentó con Carmen y de inmediato acordaron que volvería él solo a la mañana siguiente. Agradecieron a don Bruno el tiempo que les había dedicado y tomaron el camino de vuelta sintiéndose decepcionados, pero no habían dado más de cinco pasos cuando Carmen recordó a Yago y se interesó por su destino.

—Disculpadme que os haga otra pregunta.

—Decidme, hija.

—¿Sabéis si cuando fray Camilo regresó, lo acompañaba un joven?

La dulce expresión de don Bruno se ensombreció de repente. Su presencia en la cartuja no había tenido otro motivo que procurarle de nuevo alojamiento, y todavía estaba afectado por lo que había sabido sobre su estancia en aquel hospital.

—Conocéis a Yago, por lo que veo. Pobre muchacho… Acabo de traerlo desde Sevilla para buscarle trabajo en una de las dehesas que posee esta cartuja. Me lo encontré de casualidad cuando huía de un lugar de espanto, pero esa es otra larga historia.

—Nos gustaría oírla —apuntó Carmen—. Si sentís lástima por el chico, que es lo que se deduce de vuestras palabras, quizá os interese escuchar otra historia que le ha tenido también de protagonista y que, para su desgracia, tampoco ha sido demasiado afortunada.

Al hilo de sus palabras don Bruno le hizo saber que la conversación le interesaba, pero que requería más tiempo del que en ese momento disponía.

—Imagino que os gustará verlo. Comentadlo mañana con el prior. Como tendréis que ir a la dehesa de Humeruelos para elegir los caballos, coincidiréis con el chico, pues es allí donde se le va a llevar esta misma noche. Ahora bien, teniendo ambos cosas interesantes que comentar, si os parece podríamos reunirnos esta misma noche en Jerez, a donde he de ir ahora con prisa, y antes de que me vuelva a Sevilla mañana. Reconozco que todo lo que tiene que ver con ese muchacho me produce una honda compasión, pero además os explicaré qué es lo que ha motivado que fray Camilo haya sido destinado a un enclave tan lejano.

Pocas horas después, ya de noche, Carmen y Volker esperaban a don Bruno en las puertas de la catedral de Jerez. Eran las diez y todavía no había llegado cuando habían quedado a las nueve. Carmen no dudó que vendría, pero Volker estaba a punto de abandonar la espera. La gente que era incapaz de cumplir sus compromisos no le merecía ninguna confianza, pero aun así soportó un poco más de tiempo en atención a la insistencia de Carmen.

Media hora después lo vieron llegar a buen paso.

—Disculpad mi retraso. —Estrechó sus manos—. Seguidme. No sé vos, pero yo tengo algo de hambre. Conozco un lugar cercano que cierra tarde donde podemos hablar sin que nadie nos moleste.

Su dueña los sentó a una mesa de espaldas al resto de los clientes. Don Bruno no se hizo esperar y sin dar ningún rodeo empezó a hablar de fray Camilo y de su decisión de trasladarlo a la cartuja de Salerno.

—Pero nunca esperé que Yago lo siguiera, y visto lo que le pasó después al pobre muchacho, todavía no me perdono haber buscado su separación como lo hice.

—Ya os contaremos lo que sucedió en Jamaica, pero Camilo me confesó que Yago era para él casi como un hijo —señaló Volker.

—Demasiado bien lo sé… —Don Bruno hizo un expresivo gesto con las manos—. Por eso traté de poner distancia entre ellos, preocupado por una relación que era inviable para un cartujo. ¿Entendéis mis motivos?

Carmen y Volker escucharon con espanto los padecimientos de Yago en Sevilla, pues don Bruno ya había conocido la esclavitud y los muchos pesares que el muchacho había sufrido en Jamaica de boca de Camilo.

Durante más de una hora unos y otros compartieron con profunda pena los avatares de Yago, un ser que desde su más tierna infancia apenas había conocido algún momento de felicidad.

—El pobre no ha tenido a nadie que vele por él —concluyó don Bruno—; o solo Camilo…, pero fui yo quien los distanció. Os confieso que si he venido en persona a traerlo hasta la cartuja se debe al peso de mi conciencia. Me siento tan culpable de lo que le pasó que ahora no sé cómo ayudarlo…

La pesadumbre que destilaban las palabras de don Bruno afectó a Carmen, quien acababa de tener una buena idea. La meditó en silencio antes de ponerla en palabras. Podía parecer una locura, completa, y quizá lo era, pero tal vez fuera la mejor manera de ayudar a Yago, no sabía. Se mordió los labios. Contó hasta diez y terminó exponiéndola sin vaguedades.

—Podría venirse con nosotros a Nápoles… —El rostro de Carmen mostraba una contagiosa ilusión. Miró a Volker—. Tú le podrías facilitar trabajo como mozo de cuadras en las caballerizas del virrey, ahora que le llevamos nuevos animales, y siempre estaría más cerca de Camilo sin por ello distorsionarle la vida de clausura que vos le deseáis. —Estudió la expresión de don Bruno.

Los dos hombres se miraron sin saber todavía qué decir. La idea no era ninguna insensatez, podía arrastrar dificultades, pero desde luego era positiva si se pensaba en Yago.

Volker sintió una extraña inquietud al verse asumiendo una responsabilidad para la que no estaba preparado. Nadar en aguas desconocidas le gustaba muy poco, y tratándose de Yago, era de imaginar que su papel no iba a terminar solo con darle un trabajo, más bien empezaría…

—A medida que voy dándole vueltas a vuestra idea —el comentario de don Bruno iba expresamente dirigido a Carmen—, he de reconocer que me agrada más. Pero quizá deberíamos preguntar a Yago qué prefiere.

—Es una buena solución —respondió Carmen—. Probemos mañana a hablarlo con él.

Don Bruno tomó la determinación de retrasar su vuelta a Sevilla por un día, dispuesto a comentar el asunto en persona con el prior y sin querer perderse la decisión de Yago.

—Supongo que tendréis ganas de verlo, ¿no es así?

* * *

Yago los miró con una medio sonrisa cuando se encontraron en las cuadras donde había pasado la noche. Carmen lo besó en la mejilla y quiso que supiera lo mucho que se alegraba de verlo, mientras Volker le estrechaba la mano.

De como lo recordaban, el muchacho había cambiado bastante. Su físico era más el de un hombre que el de un chiquillo. Le había crecido el pelo, aunque mantenía su aspecto rizado y color oscuro, y su tez morena, en contraste con sus grandes ojos azules, seguía llamando la atención.

Le pidieron que los acompañara para elegir los caballos que se llevarían a Nápoles, sin adelantarle nada más por el momento. Don Bruno junto con el nuevo prior los seguían para no perderse ninguna reacción.

Yago saltó una valla para mover a un grupo de yeguas con objeto de que las vieran mejor. No había muchas, dadas las estrecheces económicas por las que atravesaba la cartuja para su cría, pero todas eran de capa torda, casi blancas, y además bellísimas. Volker se sintió incapaz de elegir, pues apenas se diferenciaban unas de otras. Solicitó a Yago que le fuera pasando una a una para concentrarse y poder identificar así las dos que mejor conformación tenían bajo su criterio.

Nada más señalárselas, contempló con asombro la reacción de los animales hacia Yago cuando tan solo llevaban una noche juntos. Una empezó a relinchar de placer al sentir rodeado el cuello por sus brazos, lo arqueó y olfateó feliz al chico a la vez que recibía sus caricias. La otra se arrimó dócil y golpeó con una pata la espalda de Yago para llamar su atención, deseosa de ser tratada como la otra. Parecían viejos amigos cuando tan solo se conocían de horas.

La ternura que desprendían las dos yeguas hacia Yago emocionó a Carmen al punto de que se le escurrieron unas lágrimas. Fue entonces cuando Volker se dirigió a él para conocer su parecer.

—Queremos decirte algo importante.

Don Bruno y el nuevo prior atendieron con gran expectación.

—¿Qué…, qué es? —respondió Yago, uniéndose a ellos en el pasillo.

Carmen envolvió sus manos entre las suyas, y le buscó en sus ojos. A pesar de que no destacaban en expresividad, revelaban a un ser frágil, herido por la vida, lo que provocó una profunda compasión y cercanía en ella, incapaz de nuevo de retener sus lágrimas. Buscó con una mano su mejilla, la acarició y lo besó en la frente.

—Hemos pensado que te podrías venir con nosotros a Nápoles —le explicó—. Una vez allí, Volker podría proporcionarte trabajo como mozo de cuadras y además tendrías la posibilidad de aprender nuevos oficios que te hicieran más independiente. Si aceptas, que es lo que deseamos, nos gustaría ayudarte a afrontar el futuro, tu futuro, pero cerca de nosotros…

Yago miró al suelo, pensativo, luego a Carmen y finalmente se detuvo en Volker.

—No lo sé. —Extendió las palmas de las manos hacia arriba en señal de incertidumbre.

—En Nápoles —continuó Carmen—, tengo a mi familia, Volker su trabajo, y a poca distancia se encuentra la cartuja de Padula, donde ahora reside Camilo. —Una gran sonrisa recorrió la expresión de Yago al escuchar ese nombre—. Lo que te permitirá volver a verlo… Y por si fuera poco todo lo anterior, Nápoles te sorprenderá; es una ciudad que vive el arte como ninguna, rica en posibilidades, y sobre todo apasionada por los caballos, es la ciudad de los caballos.

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