Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Por eso, en cuanto pusieron sus cascos sobre el puerto, los ejemplares que habían comprado en la cartuja y luego en Córdoba fueron rodeados por una infinidad de curiosos, conscientes de su calidad.
Los del duque de Sessa, los famosos Guzmanes, eran los que más comentarios recibían. Se trataba de dos potros de cuatro años dotados de una hermosura excepcional. Los animales resoplaban orgullosos al sentir la admiración que despertaban a su paso, y hasta parecían ser conscientes del poder de atracción que su perfil producía. Escrutaban a quienes se les acercaban. Sus crines les caían sobre la frente, a punto de ocultarles los ojos, y descendían en hermosa caída a lo largo de su cuello hasta rozar los corvejones. Agitaban la cabeza con una expresión orgullosa. Ambos tenían capa negra y su clase era única.
A la vera de los Guzmanes destacaban otras dos yeguas, estas cartujanas, de cinco años y capa torda rodada. Su pelo estaba jaspeado de manchas grises que con el tiempo perderían su color hasta llegar a ser casi blancas. Así les ocurría a la mayoría de los caballos que nacían en un lugar de recogimiento y de Dios que se conocía como la cartuja de Nuestra Señora de la Defensión. De potrancos nacían casi negros, pero luego iban perdiendo ese pelo hasta aclararse en edad adulta.
Las dos hembras, de perfil fino, grupa redondeada y bien angulada, parecían algo más tranquilas. Aguantaron sin apenas moverse, ajenas al gentío, hasta que llegaron dos mozos de cuadra y se llevaron a los cuatro. Con ellas, Volker se proponía mejorar una deficiencia de la caballería del virrey, en concreto, quería dotarla de mayor potencia en sus cuartos traseros. Los dos Guzmanes, una vez tuvieran la edad adulta y recibieran los entrenamientos necesarios, estarían destinados al uso personal de don Pedro Álvarez de Toledo.
Volker y Yago acompañaron a Carmen hasta su palacete en la recién estrenada vía Toledo, donde en solo unas pocas décadas se estaban concentrando las propiedades más lujosas de la ciudad. Yago montaba a Azul, como había hecho desde que se habían vuelto a encontrar en Jerez, y sus acompañantes lo hacían sobre otros dos caballos de no menor empaque.
Al saludar a sus padres, el alemán fue testigo de la enorme alegría que produjo la inesperada presencia de su hija y recibió su gratitud. La madre no acababa de entender por qué no venía acompañada de su marido, al que por otro lado todavía no conocían, pero esperó a quedarse a solas para enterarse.
Yago trató de ser amable en todo momento. Puso un gran esfuerzo en parecer normal, y como no habló apenas, casi no se notaron sus dificultades. Tampoco entendieron de dónde había salido el muchacho ni cuál era la naturaleza de las obligaciones que su hija había asumido hacia él, tal y como les comentó sucintamente. Pero ya lo hablarían también, en un mejor momento.
Cuando Carmen los despidió en la puerta, a Yago le dio un beso y a punto estuvo de dárselo a Volker, aunque en el último momento, un tanto ruborizada, cambió los labios por su mano. Los padres observaron el detalle con extrañeza.
—Mañana mismo iré a verte —se dirigió expresamente a Yago—: ¡Bienvenido a Nápoles!
Pocos minutos después tomaron una calle cercana para deshacer sus pasos e ir a la fortaleza de Castel Nuovo.
—Te enseñaré las caballerizas, donde más adelante trabajarás. Pero también conocerás a mis hombres de confianza, quizá al virrey, y sobre todo a un personaje que es muy especial para mí, alguien que posee en sus manos una destreza única hasta convertirla en arte; a Giacomo Bellatesta, nuestro oficial guarnicionero.
—¿Qué es guarnicionero?
Volker buscó la puerta principal de la fortaleza, situada entre dos torres circulares, y dispuesta bajo un arco de mármol bellamente ornamentado.
—Prefiero que lo veas tú mismo, o mejor aún, que te lo explique Giacomo…
Volker recibió numerosas muestras de afecto al cruzarse con unos y otros mientras recorrían el interior de la fortaleza. Tomaron un largo pasillo y luego bajaron por unas escaleras. De inmediato Yago notó el olor familiar de una cuadra, y preguntó si los caballos con los que habían venido, Azul entre ellos, se iban a guardar allí.
—Castel Nuovo no dispone de espacio para alojar a todos los animales que el virrey necesita. Aquí solo están los de uso más frecuente y los de mejor clase. Los Guzmanes y Azul, por tanto, se quedarán aquí. Las yeguas se llevarán a otra caballeriza en el centro de la ciudad; ya la conocerás.
Las tropas que protegían a don Pedro Álvarez de Toledo y que Volker capitaneaba estaban formadas por cien hombres, a los que se conocía con el nombre de los continuos. La mitad eran nobles napolitanos y el resto, españoles. Cada uno ponía su caballo fuera en tiempos de paz o de guerra. Casi todos eran personajes de elevada posición social con abundantes recursos; algunos príncipes, como era el caso del de Piamonte, o duques, como el de Nardo o el de Sessa, y también abundaban los marqueses y condes. Todos ellos ofrecían sus tropas al Rey, y en Nápoles a su principal representante, su virrey, además de poseer una gran casa palacio en la ciudad, campos, viñedos y otros muchos bienes, pero sobre todo disponían de lujosas cuadras con caballos. Era el propio monarca quien les exigía poseer un número determinado de cabezas para llamarse continuos, y si querían ver crecer sus negocios con la Corona, tenían que ofrecerle por lo menos cien lanzas.
Llegaron a una estancia donde una docena de jóvenes, alrededor de una gran mesa redonda, estaba trabajando unas piezas de cuero. Entre ellos, un hombre de unos cuarenta años levantó la cabeza al escuchar su nombre en boca de Volker y se levantó para darle un abrazo, antes de fijarse en Yago.
—Pero bueno, bueno… ¡Cuánto tiempo sin verte! —El hombre estudió de arriba abajo a Volker y comprobó que había perdido bastante peso—. Parece como si esa lejana isla a la que has ido te hubiese tratado muy mal. ¿Cómo te fue, mi querido amigo?
—Ya te contaré, Giacomo, pero ha sido un viaje de fuertes contrastes; a punto estuve de perder la vida y al mismo tiempo quizá haya descubierto cómo llenarla para siempre…
—Uhmm —sonrió con malicia—, eso suena bien. O mejor dicho, suena a mujer, ¿me equivoco?
—Quizá no… —le golpeó el hombro con afecto.
—¿Y este quién es? —Giacomo miró por encima de las gafas al muchacho, ahora escondido tras las espaldas de Volker.
—Te presento a Yago. Me gustaría que lo aceptaras desde hoy para que aprenda el oficio. Es un buen muchacho, créeme. Lo conocí en Jamaica y ha sufrido demasiado en su vida, bastante más de lo que muchos de nosotros podríamos soportar. Pero por eso quiero que tengas paciencia con él y lo disculpes al principio si no responde con acierto a tus indicaciones o si no se relaciona bien con los demás; le cuesta…
El hombre llevaba unos guantes de cuero, con la mitad de los dedos libres salvo los índices, que estaban forrados con una capa más gruesa, para protegerlos de las agujas de costura. Tenía el pelo rubio, rizado, lleno de caracolas, piel fina y era casi imberbe. Sus ojos eran verdes, casi transparentes, y al mirar en ellos Yago creyó ver a una buena persona, muy diferente a muchos de los que había conocido a lo largo de su vida.
El guarnicionero no dejaba de fijarse en lo que hacían los chicos a la vez que hablaba. Se acercó a uno de los más jóvenes y le corrigió el corte que estaba iniciando sobre una pieza de cuero en bruto, de donde pretendía sacar una cincha y dos latigueras.
—Nos vendrá bien, Volker, muy bien… Cuenta con mi ayuda. —Extendió la mano a Yago para estrechársela. Al recibirla, se la dobló para estudiar sus dedos—. Míralos por última vez, muchacho, porque en menos de un mes cambiarán de aspecto por completo.
—Necesitará alojamiento, manutención y un pequeño salario… —A Volker le pareció que Yago se sentía cómodo en el taller y que a Giacomo le había caído bien—. Cuando creas que está preparado me lo dices, y me lo llevaré para que aprenda el oficio de mozo de cuadras.
—Desde que se ha puesto de moda el uso de carruajes para pasear, ir a cazar, o por pura ostentación, el trabajo en este taller o en los muchos que se han multiplicado por la ciudad no cesa. Las calles se pueblan con carrozas de seis y hasta de ocho enganches. Y eso supone un trabajo enorme en cabezadas, tapas de guías, monturas, largos estribos, escudos, gruperines y otras muchas piezas más.
Volker se acercó a la mesa para observar lo que hacían.
En medio se apilaban algunos objetos de cuero de diferente grosor, según fueran a fabricarse guarniciones para el tronco, guías, o se pensara en las delanteras. El olor era intenso debido a la humedad forzada de las piezas, necesaria para manipularlas mejor. Dos muchachos se empeñaban en cortar dos tiras como de seis dedos de ancho y seis cuartas de largo a partir de un trozo de cuero grueso para confeccionar unas retrancas que formarían parte de unas fajas de un antepecho. Otro, con una tira idéntica y ya seca, recortaba sus bordes y los igualaba limpiando de hebras los cantos.
Giacomo animó a Yago a sentarse al lado de uno de los jóvenes. Tenía entre sus manos una rienda muy usada que estaba restaurando. Había cubierto la cara más desgastada con una gruesa tira de cuero joven, y ahora las unía con firmes puntadas. Yago observó la mínima separación que conseguía entre ellas, hasta casi montarse, y sin que en ningún momento abandonara la línea recta.
Cuando Volker y Giacomo salieron del taller para hablar con más intimidad, el muchacho, que se presentó como Tazio, le preguntó qué sabía hacer él.
Yago se quedó pensando unos segundos hasta que le respondió.
—No lo sé… Creo que nada.
Luis Espinosa conocía a ese hombre desde hacía dos años y no le tenía miedo, a pesar de que para el resto de los mortales el simple hecho de estar cerca de él podía ser causa de muerte.
Se llamaba Sinau, para otros el judío de Esmirna, quien junto con Dragut de Rodas, Aydin, un renegado cristiano, y Hassan, constituían los cuatro hombres de confianza del más peligroso y temido corsario del Mediterráneo.
Recorrieron un peñón fortificado frente al puerto antiguo que los españoles habían levantado apenas treinta años atrás. Aquella fortaleza de piedra blanca encerraba una ciudad que llamaban
la Kasbah
, una intrincada trama de callejuelas sobre una colina en cuyo punto más elevado había una alcazaba, destino al que ambos se encaminaban.
Inexpugnable, el bastión se había convertido en el refugio de aquellos bandoleros del mar, a cuyas espaldas, en el puerto, tenían amarradas sesenta galeras y veintisiete galeones; la imponente fuerza naval de un personaje al que en occidente llamaban Barbarroja y que para el imperio otomano era su gobernador en Argel y el resto de tierras de Berbería que él mismo había incorporado a las del turco arrebatándoselas al emperador Carlos V.
Cada primavera, la enorme flota se desplegaba a lo largo y ancho del Mediterráneo occidental para asaltar puertos, hacer esclavos y atacar a toda clase de embarcaciones que viajaban desde Génova, Nápoles o Marsella a los puertos de Mallorca, Barcelona y algunos más a lo largo del litoral español.
Sinau era un hombre duro, con fama de manejar como nadie las artes de la magia negra. Su mirada era profunda y peligrosa, sus pupilas, de un tono verde amarillento. Los dedos eran afilados y huesudos, con uñas descuidadas, y alguna que otra rota y retorcida. Miró a Luis con un gesto de impaciencia.
—Os tendréis que explicar mejor cuando estemos todos… Cuesta entender qué puede querer de nosotros un cristiano sabiendo como sé el poder e influencias que vos tenéis. Recomiendo que os esforcéis en ser de lo más convincente porque vuestro rescate sería muy goloso.
Luis sabía cómo hacerlo, pero quiso tantear su efecto en Sinau antes de estar reunido con los cuatro. Y como no le estaba gustando demasiado el resultado, decidió que iba a exponer su idea de una forma más directa y comprensible. Aquellos hombres eran gente de acción y pocas palabras. No quería terminar encarcelado y a la espera de que alguien quisiera pagar por él.
—Os lo explicaré mejor en cuanto estemos juntos.
—Más os vale, porque no nos gusta perder el tiempo.
Al pasar al lado de una galera recién arribada, Luis tocó unas sedas de damasco que estaban descargando entre varios esclavos cristianos.
—Excelente calidad. ¿Dónde la venderéis?
—Uhmmm…, en El Cairo. Pero no sé por qué hacéis tantas preguntas. Me fastidia que me interroguen.
Hacia ellos venía una procesión de esclavos encadenados por el cuello y por los pies. El arrastre de las cadenas producía un eco desagradable que apenas permitía escuchar en qué idioma hablaban. Cuando estuvieron más cerca, a Luis le parecieron españoles, seguramente serían de algún puerto del Levante, pero también había genoveses, catalanes y creyó escuchar francés.
Sinau enderezó su turbante y se adelantó al grupo para mirar a las que encabezaban la fila: un par de hermosas mujeres de mediana edad y gesto altivo. Le gustaban las españolas, recias y con orgullo. Eran las que más se resistían a los amores, pero las que mejor se entregaban con el tiempo.
—Tenemos demasiados… —Agitó las manos preocupado. Acababan de llegar tres galeras la tarde anterior repletas de nuevas capturas, y apenas les quedaba espacio para encerrarlos. Tenía como encargo la manutención de toda esa gente y a medida que pasaban los meses, la tarea solo le traía dolores de cabeza y complicaciones. Le fastidiaba que se le muriesen, pues perdían el dinero que podrían conseguir con una posible venta y desperdiciaban la comida que les habían dado hasta entonces.
—¿Se os ocurre alguna idea para acelerar los trámites de rescate de estos malnacidos? —El judío se rascó el nacimiento de su larga barba recogida en una trenza—. Al capturarlos en primavera, muchos no son reclamados hasta el año siguiente, y suponen un gasto insoportable. Una pena…
Luis Espinosa no le dio ninguna solución en ese momento, pero prometió pensarlo. Si había dinero a ganar, trataría de llevarse un pellizco. Había oído hablar de unos comerciantes londinenses que hacían fortuna con ese asunto.
Se habían conocido algunos años atrás cuando Luis supo que para poder vender caballos a los egipcios, negocio con el que había ganado mucho dinero, no solo tenía que saltarse las leyes contra la Saca de las Cosas Vedadas, sino que además debía pagar un tributo a esos corsarios por el solo hecho de traficar por la costa norte de África.