Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Le cortaron el pelo por completo y a continuación le lavaron la cabeza con jabón. Beltrán destapó un pequeño frasquito y se lo acercó a la nariz. Su ácido aroma provocó en Yago un cierto mareo inicial que después se transformó en una sensación de pesadez. Los sonidos le parecieron cada vez más lejanos, y lo poco que conseguía ver, dada su postura, se hizo más borroso.
Escuchaba sus voces pero no llegaba a entender qué decían.
—¡Ya era hora de que aparecieras! —Beltrán vio entrar a Marcos por la puerta de su despacho.
Venía completamente borracho.
—Buenas. —Eructó sin pedir disculpas, tropezó con un par de sillas y a duras penas consiguió llegar hasta el sillón donde estaba Yago.
Beltrán lanzó unas pinzas con furia sobre una bandeja. El sonido asustó al muchacho, quien se encontraba medio adormilado. Creyó ver a Marcos, pero le pesaban demasiado los párpados y volvió a cerrarlos.
—Maldita sea. No estáis en condiciones de operar.
—No preocupar… os, estoy muy bien —las eses le silbaban más de la cuenta—. Si está todo listo, procedamosssss.
Beltrán le pasó un carboncillo para que el barbero señalara el punto exacto donde debían taladrar el hueso. El hombre, a duras penas, aunque quizá también forzando su torpeza, dibujó lo que en vez de un punto se parecía más a una media luna.
Bajo la atenta mirada de su director, quien resoplaba furioso, trató de indicar el lugar más preciso con el dedo, pero no conseguía que este dejara de moverse, para desesperación de Beltrán.
—Pues sí que estamos buenos. Como os haga caso, no sé si terminaremos dejándole ciego o cojo. Centraos de una vez, y no me hagáis perder tiempo. He de preparar muchas cosas para la fiesta de mañana.
Marcos veía que su plan estaba funcionando. No había bebido ni una gota, se le había ocurrido simular su ebriedad para al menos retrasar la operación y tener más tiempo antes de pensar en otra cosa mejor.
Beltrán marcó con una equis el punto donde se debía empezar y con un escalpelo seccionó un pequeño círculo de piel limpiando de sangre la herida. Para estar más seguro de que aquel era el lugar idóneo, buscó un pequeño martillo y empezó a golpear el cráneo de Yago atento a los sonidos que producía alrededor del lugar elegido.
—¿Escucháis algo diferente? —le preguntó a Marcos.
El barbero le respondió con una negativa y un sonoro hipido.
—Ya veo que no estáis para oír otra cosa que el sonido del vino al llenar vuestro vaso… —Insistió con tres golpes en una zona que le pareció menos hueca y decidió que era allí donde estaba la bilis negra que le sobraba a Yago. Recogió un pesado taladro de la mesa y se lo pasó a Marcos al ser él quien solía realizar esa parte de la operación, la más delicada de todas, aunque dudó si podría hacerlo tal y como estaba.
—¿Queréis que empiece yo?
—No, no. En absoluto. Dejadme. —Marcos estiró las manos para hacerse con la herramienta, pero no calculó bien lo que pesaba y se le cayó al suelo. La recogió con cierta dificultad, tropezó con Beltrán, perdió el equilibrio y a punto estuvo de caerse si no hubiese sido por las manos del director, que lo sujetaron a tiempo.
—Gracias. Ya voy.
Levantó la punta del taladro por encima de la cabeza de Yago, la osciló con exageración hasta que consiguió tocar la pequeña herida abierta, y en ese momento levantó la vista dirigiendo sus ojos a Beltrán, surgió de sus labios una absurda sonrisa y se derrumbó pesadamente sobre el suelo arrastrando en su caída la mesita y con ella todo el instrumental.
El veintisiete de septiembre era la fiesta de San Cosme y San Damián, patronos del Hospital de Locos e Inocentes de Sevilla, se celebraba por todo lo alto.
La institución abría sus puertas a los personajes más notables de la ciudad, que pasaban el día entero con los enfermos, en sus habitaciones, incluso comiendo con ellos. Era un día de limosnas, de caridad, de compasión, y también de música.
A mediodía se celebraba una misa solemne con todos los visitantes a la que acudían los residentes menos violentos. Se contrataba a buenos músicos, corales, y también a un predicador de fama, llamado expresamente para dar una plática que solía ser muy celebrada después en la ciudad.
A los internos se les acicalaba y lavaba a conciencia para que nadie creyera que allí se les tenía descuidados, o que sus limosnas se usaban para otros fines que no los previstos en la mejora de sus condiciones de vida. Aunque luego la cruda realidad no se pareciera en nada a la que los visitantes veían ese día, todos se quedaban satisfechos.
Una semana antes se habían organizado en el hospital los equipos de limpieza. Hubo quien se encargó de barrer y fregar suelos, algunos blanquearon paredes, y otros quemaron, en unas enormes pilas, la paja usada como cama. Sacaron del almacén unos pocos camastros y los colocaron en los dormitorios que se iban a enseñar, para volverlos a guardar, una vez terminada la visita, hasta el año siguiente. No pasaban de quince las camas metálicas que armaron con objeto de cubrir las apariencias, cuando los internos sumaban más de dos centenares.
Los aseos se adecentaban para la ocasión y sobre todo se oreaban neutralizando su fetidez con vinagre y cal viva. La ropa de los internos se lavaba a conciencia, y algunas prendas hasta se teñían para disimular su mala factura y desgaste. Aquel día todo era una completa mascarada, pero no quedaba ningún detalle al azar con objeto de causar así la mejor impresión a los ilustres de la ciudad.
Sin embargo, Yago no iba a ver a nadie.
Había sido encerrado en una pequeña celda a la espera de completar la fallida operación que Beltrán había pospuesto para la mañana siguiente, una vez hubiese pasado la fiesta que movilizaba al hospital por completo, y tuviese a su barbero en mejores condiciones que la tarde anterior.
Yago se sentía fatal y estaba todavía atontado, pero sobre todo padecía una angustia atroz al descubrir la herida que tenía en la cabeza, imaginando que le habían practicado lo mismo que a Sancho. Con el lejano eco de las primeras voces de los visitantes, intentó forzar la puerta de su celda, pero estaba cerrada a cal y canto. Suspiró desesperado, imaginándose en los umbrales de la muerte.
Estudió la única ventana que tenía la celda, para ver si podía escapar por ella, pero tampoco había forma de abrirla y de todos modos la presencia de tres rejas de hierro se lo impediría también. Sin saber qué le esperaba, su único pensamiento era huir. Decidió que no podía pasar ni un solo día más entre aquellas paredes, para morir como un perro. Necesitaba respirar aire fresco, sentir el sol sobre su piel, anhelaba vivir la libertad al menos durante sus últimas horas de vida.
—¿Y cuántos años tienes?
—Diecisiete, señora —un joven lleno de babas respondía a una mujer entrada en años mientras le visitaba en su celda, después de terminada la misa.
—Pues no pareces tonto. —Le toqueteó los brazos y decidió que estaba demasiado delgado.
El chico llevaba una larga camisola roja, demasiado grande para él, que ocultaba los numerosos moratones y pinchazos que salpicaban sus brazos a causa de las sangrías.
—Os tienen demasiado delgados. Hablaré con vuestro director y me quejaré.
La mujer inspeccionó la celda espantada de las pobres condiciones en que vivían. El muchacho se le acercó y la besó en la mano.
—Qué atento eres. —La anciana retiró la mano espantada de sus babas, pero apreció su gesto. En ese momento sonaron las campanas.
—En pocos minutos comenzará la comida —anunció Beltrán Dávalos, quien apareció en la celda donde estaba la mujer junto con otras cinco—. Es costumbre que cada invitado elija a un interno para comer con él.
—¿Quieres comer conmigo, jovencito?
—Sí, señora, claro.
A media tarde, un grupo de ilustres quiso recorrer otras celdas donde se internaba a los menos peligrosos con idea de valorar los arreglos que iban a financiar atendiendo a la expresa petición hecha durante la comida por parte del director del hospital. Eran los representantes más notables de las instituciones de la ciudad, ciertas autoridades religiosas ligadas al cabildo catedralicio o a los conventos de más solera, pero también se encontraban entre ellos el corregidor, conocidos jueces y médicos, y algunos de los nombres más destacados de la clase alta de Sevilla.
Formaron tres grupos para repartirse por las diferentes dependencias.
Uno de ellos lo dirigía el propio Beltrán, y los porteros del hospital se encargaron de los otros dos. A voluntad de los invitados les abrían las celdas que elegían o cualquier otro lugar que quisieran revisar. El grupo que recorrió el ala oeste se propuso inspeccionar las celdas de confinamiento para comprobar su estado. A la vista de su deterioro, acordaron que estaba más que justificada la necesidad de una profunda reforma. Para abandonar aquella galería tenían que atravesar un último pasillo que la comunicaba con la siguiente, donde estaban los internos en edad terminal. Al recorrerlo, descubrieron una única puerta en él.
—Abridnos esa —ordenó uno de los médicos que más prestigio habían ganado en la ciudad solventando los males de vientre.
El grupo dejó paso al portero y este buscó su llave sin saber que la celda estaba vacía y que Beltrán había prohibido su apertura.
La cerradura crujió con la segunda vuelta, pero no quedó abierta hasta que se sintió un sonoro chasquido. El portero empujó la pesada puerta con el hombro y se apartó para facilitar la entrada de los curiosos, pero en ese momento, aprovechando la confusión, salió de su interior un joven corriendo, se chocó con un par de visitantes, tropezó con la pared de enfrente y, en pocos segundos, tomó su derecha y se perdió por el pasillo a toda velocidad
Yago recorrió dos galerías sin ver a nadie hasta que llegó a la escalera principal, por donde tenía que bajar si quería buscar la salida. Llegó a ella con tanta prisa que tropezó con un pesado jarrón de piedra que adornaba el ángulo de su barandilla. El ruido que provocó su rotura atrajo la atención de los numerosos asistentes que se encontraban en la planta baja. Todos a una miraron en su dirección. Entre ellos había un conocido de Yago, don Bruno de Ariza, quien había acudido al hospital en representación de la cartuja de Sevilla. El monje lo reconoció de inmediato sin entender qué estaba pasando ni qué hacía el joven allí. Yago se había quedado parado estudiando por dónde huir entre tanta gente.
Escuchó gritos que daban la voz de alarma, y al mirar de nuevo al numeroso público que lo observaba, fue consciente de las dificultades que se le presentaban. Saltó varios escalones de golpe, adelantó su hombro derecho, arremetió con todas sus fuerzas contra el primer grupo de personas con que se encontró y las derribó en su carrera. Aunque también él terminó en el suelo, se incorporó con rapidez y miró a su izquierda para buscar un pasillo en cuyo final encontraría el atrio de salida del hospital.
Las campanas tocaron las seis.
Se lanzó de nuevo contra otro grupo, esta vez formado por tres mujeres que también cayeron a su paso entre gritos de espanto, pero no pudo avanzar más al chocarse con alguien que lo detuvo en seco. Trató de zafarse, pero unas fuertes manos lo sujetaron con inusitada eficacia. Al mirarlo a los ojos reconoció a don Bruno de Ariza, quien había sido prior de la cartuja de Jerez.
—Déjeme… huir, aquí matarme…
—No sé qué significa todo esto —le habló en voz baja al oído antes de dejarle huir—, pero búscame en la cartuja de esta ciudad.
Yago localizó de nuevo el pasillo y corrió hacia él consciente de que se encontraba a escasos pasos de la calle, sin saber cómo iba a sortear al fornido guardián que protegía la puerta. Miró a sus espaldas y descubrió a tres vigilantes que lo seguían. Frente a él, una vez entró en la última dependencia que le separaba de verse libre, había una numerosa cantidad de visitantes con idea de abandonar el hospital. Aprovechó el desconcierto que produjo con su intempestiva entrada, sensación reforzada por los gritos de alarma de quienes le querían dar caza, y se mezcló entre ellos sorteando a sus perseguidores, hasta que de repente se vio al otro lado del portón.
Consiguió esquivar por último las manos del portero, a tiempo de tomar a toda velocidad la calle y perderse entre la multitud que a esas horas inundaba las calles de Sevilla.
Volker y Carmen se sentaron sobre unos fardos en el puerto, a la espera de que descargaran sus escasas pertenencias desde el barco que los había traído de Jamaica. Pusieron más atención cuando les llegó el turno a los caballos; a Azul y a una yegua de sangre cruzada que había elegido Carmen. Descendieron por la rampa entre tambaleos y trompicones hasta que tocaron suelo firme, asustados, un poco mareados, pero sobre todo extremadamente débiles. Seis semanas de navegación habían supuesto un auténtico martirio para ellos.
Al ver su penoso estado los llevaron a un establo cercano para encargar su manutención y cuidado hasta poder volver a montarlos.
—No se preocupen por ellos, los trataré como si fueran míos. —El mozo de cuadras recibió como pago dos escudos de oro, pero casi ni se fijó en ellos al ver pasar a Azul. Soltó una blasfemia—. Nunca he visto un caballo con más clase que este.
—Cuídalo como si se tratase del más preciado de los tesoros o te aseguro que la peor de tus pesadillas será pequeña al lado de lo que te haría padecer —le advirtió Volker, que sabía que en aquellas cuadras de conveniencia se producían frecuentes robos.
Carmen lo esperó fuera, cerca del portón, sufriendo uno de esos ataques de inquietud a los que últimamente se tenía que enfrentar con demasiada frecuencia. Se trataba de una amarga desazón que la reconcomía por dentro hasta consumirla por completo. La causa estaba en la consideración de su propio futuro. Se sentía extraña, quería regresar a Nápoles, donde se sabría protegida, pero no podía dejar de pensar que lo iba a hacer como una fracasada. Sus padres no la esperaban y nada sería como antes, entre otras cosas porque su regreso representaba en sí mismo el reconocimiento de una grave equivocación.
Aún le faltaba tiempo para llegar, pero cada día estaba más cerca.
De momento, su idea era acompañar primero a Volker a la cartuja de Jerez para comprar los caballos que le había encargado el virrey, y luego a Córdoba, donde recogerían otros dos Guzmanes. Tan solo con eso tendrían para más de un mes… ¿Pero y luego…? —pensaba con angustia. ¿Qué haría después con su vida? ¿Cómo encajarían sus padres la noticia de su viudedad, o cuando supiesen la verdadera personalidad de su siniestro marido? La enorme distancia entre Jamaica y Nápoles había significado una ausencia total de noticias en ambas direcciones. Por lo que la sorpresa que les iba a dar sería rotunda.