Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
Don Pedro Álvarez de Toledo, sentado sobre el alféizar de una ventana, los escuchaba profundamente conmovido. Frente a él, los cinco individuos, tan diferentes entre sí, le parecían semidioses. Dotados de un excepcional talento, cada uno en su materia, eran capaces de alcanzar logros estéticos que para el resto de los mortales quedaban vedados, engrandecían sus obras con una excelencia única y cuando se lo proponían sus manos bendecían de belleza todo lo que tocaban.
Los pensadores del momento ya no atribuían la exclusiva de la creación a Dios, pensaban que el hombre también la tenía como herencia de Él, y hasta podía llegar a ser en sí misma un fin.
Como virrey de Nápoles, don Pedro deseaba que de la reunión se produjese un profundo cambio, primero en los cinco artistas y después en todos sus conciudadanos. Su sueño era extender la sensibilidad del arte a todo el reino, contagiarlo de ese elevado espíritu.
Don Pedro era culto y sensible. Su biblioteca reunía una buena parte del saber universal. Pensaba que el cenit de todas las virtudes se encontraba en el hombre. Y por eso, estaba seguro de que desde el ser humano saldrían los cambios necesarios para que la sociedad alcanzara metas mejores, fuera más feliz, más abierta al progreso, al estudio.
Por ese motivo don Pedro Álvarez de Toledo no se consideraba tan solo un gobernante, era un soñador, un transformador.
En aquella cálida mañana, observó a cada uno de sus invitados mientras empezaban a compartir sus opiniones. Las conversaciones surgían desde sus diferentes universos, desde las letras y los versos, desde el influjo de sus pinceles o partituras; había quien se expresaba a través del uso de la piedra, de la madera, o adiestrando al más bello animal creado por Dios. Cada uno de ellos empleaba diferentes materiales que generaban distintos instrumentos de comunicación, pero todos compartían el mismo desempeño; eran fabricantes de emociones.
Las cinco torres circulares de Castel Nuovo, apoyadas sobre lo que había sido una poderosa muralla, aquel día tomaban un simbólico significado al compararse con las cinco disciplinas artísticas que allí estaban representadas. Cinco mundos que su insigne inquilino se proponía expandir para empapar a los habitantes de su ciudad de literatura, arquitectura, pintura, música, y por fin, del último arte: el de la equitación.
—Mi señor —habló Tiziano por boca de los demás—, sabemos que nos habéis convocado para levantar una nueva Nápoles, una ciudad donde el arte tome más protagonismo del que hasta ahora ha tenido. Sin embargo, todavía no hemos sido capaces de avanzar en ese sentido, quizá porque nuestras fórmulas individualistas de creación hacen que perdamos el enfoque… Hemos intentado revivir las sensaciones que tenemos durante el proceso de creación, aprendiendo de lo que cada uno experimenta, pero ya no hemos avanzado más… —El celebrado pintor se sentó aquejado por un fuerte dolor en la espalda, estiró las piernas y suspiró—. Trabajamos en soledad, en la quietud de nuestros pequeños mundos, y no estamos habituados a hacer nada en común…
Luigi Tansillo, quien se enorgullecía de haber heredado el saber de su maestro Garcilaso, buscó el calor de la enorme chimenea que presidía la sala, donde había varios troncos a punto de transformarse definitivamente en brasas. A su lado tenía a Juan Bautista de Toledo, quien también se sentía comprometido con los objetivos de la convocatoria.
—Luigi, ¿tú crees que el arte tiene reglas?
El poeta contestó sin apenas pensarlo.
—Si digo que sí, asumiría que nuestro trabajo tiene algo de artificioso, pero en efecto así lo creo. Los poetas damos peso a determinadas palabras que poseen por sí mismas una potente sonoridad. Con ellas conseguimos destacar un sentimiento y no otro; algunas abren el corazón y otras lo cierran. Pensad que, a veces, una palabra, una sola palabra puede despertar el amor entre dos personas. Así es; los que jugamos con el lenguaje podemos llegar a provocar las más variadas sensaciones en los demás. Tal vez sea debido a una propiedad innata que tienen las palabras, o a una coincidencia; no lo sé. Pero ¿no os ha pasado eso mismo?
—Tenéis razón. También yo lo he sentido en bastantes ocasiones —respondió Juan Bautista.
—El arte es una exaltación de las emociones que necesita disponer de una determinada materia para expresarse —apuntó Luigi—. Yo empleo las palabras, la rima, el énfasis, pero también la entonación o los silencios. El lenguaje es la masa que necesito para moldear, como vos lo hacéis con las piedras, Tiziano con los óleos, o Pignatelli con los caballos. Unos u otros da igual; son los instrumentos que empleamos para robar a la naturaleza una parte de su belleza y transformarla luego a nuestra manera.
Juan Bautista tomó la palabra. Como arquitecto, explicó que en su oficio esas reglas poseían una categoría mayor; eran los grandes principios, los pilares sin los cuales era imposible la construcción.
—Nuestros edificios se levantan respondiendo a unas determinadas fórmulas que han estado escritas desde la más remota antigüedad; en la geometría, en la física, en el cálculo. Los números y sus leyes forman nuestras reglas. Un templo podrá tener una determinada altura si la profundidad de sus cimientos guarda proporción con el ancho de sus muros, por ejemplo.
Pignatelli quiso exponer su visión.
—Acabáis de decir que el arte posee sus propias reglas, y que se necesita un determinado material con que expresarse. De ser así, si pretendo que la nueva disciplina en la que trabajo desde hace tiempo sea considerada artística, tendría que tener al animal como material necesario, pero me he dado cuenta de que no es suficiente.
—¿A qué os referís? —Juan Bautista quiso entenderlo.
—Lo que quiero decir es que vos sois capaz de levantar templos, catedrales o palacios, como Diego Ortiz de crear piezas musicales que se ensamblan en complejas sonatas. Pero no creáis que el arte se encuentra en los medios que habéis puesto para conseguirlo, ni tampoco en la técnica empleada; el arte está en el resultado que vuestra creación produce sobre quien la escucha u observa… Es algo que no soy capaz de definir, pero hace que una determinada creación produzca emoción y otra no. En mi caso y para mi desgracia, confieso que hasta ahora solo he conseguido animales hermosos, nada más…
Don Pedro Álvarez de Toledo escuchó sus comentarios sin entenderlo. Estaba al corriente del esfuerzo que Pignatelli había puesto en perfeccionar la estética de los caballos de su escuela; un empeño loable. Desde hacía unos años se había empleado en mejorar la casta de sus caballos seleccionando algunos de los caracteres más destacados, o compensando los que no tenían con el uso de otras estirpes próximas al virreinato. Pretendía conseguir para Nápoles y para su escuela los más hermosos animales que se hubieran visto, unos ejemplares que de tanta belleza hicieran noble a quien los montase.
Don Pedro había visto los primeros resultados de su labor en persona y no podía opinar mejor sobre ellos. Por eso, no comprendía a qué se debía su decepción, y se expresó en ese sentido.
—En mi opinión habéis hecho un buen trabajo… y los primeros frutos son prometedores. ¿No creéis que poseen tanto arte en sí mismos como una gran escultura, o un cuadro facturado por alguno de los mejores maestros?
—Os agradezco los elogios y he de reconocer que algo han cambiado, pero lo que he hecho hasta ahora no basta, no. —Pignatelli miró a Tiziano—. Seguramente existen muchos pintores desconocidos que dibujan con la misma precisión y destreza que vos, pero ¿qué es lo que convierte a una de vuestras obras en una experiencia maravillosa para quien la estudia, que no está en otras? ¿Qué contiene para que te atrape como lo hace? ¿Qué hay en ellas para quitarte la respiración, o para hacerse dueñas de tu alma?
—Supongo que lo que llamamos arte —contestó el pintor veneciano.
Luigi se levantó de la silla lleno de energía, consciente de que la reflexión de Pignatelli acababa de tocar un punto crítico, y le dirigió su deducción.
—Vos trabajáis con un animal vivo y los demás lo hacemos con materiales que no poseen vida, pero nosotros se la damos, ¡Quizá ahí está la clave! El artista consigue dotar de vida a algo, a una piedra, o a un instrumento musical; y eso es lo que provoca esa emoción a la que os referís. Sin embargo, vos no podéis darle vida a lo que ya está vivo, tan solo la podéis moldear…
El arquitecto Juan Bautista se sumó a la opinión del poeta, pero añadiéndole un matiz.
—Una creación emociona cuando tiene alma. La esencia del arte está ahí, en que un objeto deje de ser lo que es para pasar a tener vida propia, y muestre su alma..., eso es, sí, su alma… —Se mantuvo unos segundos callado hasta volver a hablar, teniendo a Pignatelli frente por frente—. Para que un caballo pueda daros su arte, tendréis que encontrar antes su alma. Cuando eso suceda, estoy seguro de que conseguiréis asombrarnos, emocionarnos, y en muchos despertaréis sensaciones que nunca otro animal haya conseguido antes. Pero, como os digo, debéis localizar las fuentes de su espíritu…
Un solemne silencio recorrió a todos los presentes con el eco de las últimas palabras. Don Pedro observó sus rostros uno a uno y se sintió satisfecho al constatar que había conseguido el efecto deseado con esa reunión.
—El alma de los caballos…
Pignatelli saboreó una a una esas cinco palabras, despacio, hasta que Juan Bautista volvió a tomar la palabra.
—Esa casta que os proponéis mejorar ha de ser perfecta por fuera y bella por dentro; materia y espíritu fundidos en un animal especial. Equilibrio en sus formas, un ser hermoso y magno…
—¿Y cómo he de hacer para verles el alma? —se preguntó Pignatelli en voz alta—. Hasta ahora he trabajado sobre la conformación física del caballo para que pueda realizar movimientos complejos, he logrado intuir qué necesitan para estilizarse, cómo se consigue una grupa más poderosa, o cómo darle más poder a sus extremidades, pero todavía no he sido capaz de encontrar su alma…
Juan Bautista le contestó convencido.
—Entiendo la dificultad del reto que tenéis por delante. Mi consejo es que busquéis a alguien que sea capaz de hacerlo, solo entonces podréis obtener una casta grande, un animal que respirará arte, esencia, emoción.
Yago miró la ciudad con ojos de esperanza.
Nápoles se abarcaba en un solo golpe de vista cuando se veía desde el puerto.
Casi lamida por el mar, se levantaba una elevada fortaleza jalonada con cinco torres, y al oeste, se divisaba otro castillo de apariencia más sólida y mayor antigüedad.
De frente, destacaba una ondulante colina que arrancaba en el castillo de San Telmo, en su punto más elevado, hasta cerrar la ciudad casi por completo de espaldas al mar.
A medida que la vista recorría el perfil de la populosa Nápoles, la segunda urbe más habitada de Europa después de París, eran numerosas las torres de los templos que la salpicaban, y rica la vida que en su corazón se le suponía.
Al girar la cabeza a la derecha, al sur del golfo se divisaba la isla de Capri, y un poco antes, al este y más en el interior, el horizonte se quebraba con una elevación montañosa que suponía para los napolitanos y todos los descendientes de aquellas comarcas vecinas un terrible recuerdo: el volcán Vesubio.
—Vivirás en esa fortaleza apoyada sobre el mar. Se llama Castel Nuovo. —Volker señaló el lugar donde se alzaba el noble edificio—. Es la residencia de nuestro virrey y el vértice de la vida social, política y económica del reino. En cuanto podamos, te llevaré a ver a Camilo a su monasterio. Quizá tardemos un poco más de lo deseable, pues antes he de preguntar si hemos de contar con alguna dispensa especial. La cartuja donde reside no está demasiado lejos de la ciudad, pero sí lo suficiente para dedicarle dos o tres días entre ida y vuelta.
Aunque Yago soñaba con ver a Camilo y entendiese que su visita tenía que retrasarse por un tiempo, el solo hecho de saberse cerca le hacía sentir mejor.
Estudió el perfil del castillo muy ilusionado.
Sin saber cómo sería su vida a partir de entonces, por primera vez se sentía relajado, sin miedos, acompañado y querido. Los responsables de tal cambio habían sido Carmen y Volker, quienes con su cercanía, atenciones y sobre todo respeto, le habían contagiado una paz desconocida hasta entonces. Nunca había pasado tanto tiempo sin padecer humillaciones ni dolor o sin que alguien criticara con severidad su forma de ser.
Las muchas jornadas que invirtieron juntos para viajar desde Jerez a Córdoba, donde recogieron más caballos, y luego en barco hasta Nápoles, hicieron posible que Yago dispusiera de mucho tiempo para pensar. El relajado ambiente que en todo momento les acompañó había sido clave para comprender que su actitud hacia los demás tenía que cambiar. Lo primero que se propuso fue aprender a escuchar, a concentrarse en lo que le decían, y a preguntar lo que no entendía. Bajo su compleja realidad, descubrir el significado de algunos gestos, o averiguar cómo se podía expresar un determinado sentimiento con la cara, constituyó todo un reto y mejoró su autoestima. Lo que para los demás era una tarea tan simple como intuitiva, en su caso había sido casi imposible. Se comprometió consigo mismo a mejorar también su dicción, pensar mejor las palabras antes de pronunciarlas e intentar fijar la mirada en los ojos de quien le hablara.
Poco antes de que la embarcación quedase amarrada a puerto, el ánimo de Yago se tornó confuso y su alegría se transformó en tristeza. Fue consciente de que Nápoles, para él, era como nacer de nuevo. Pero no podía obviar las tres semanas que había disfrutado junto a Carmen y Volker, sin apenas separarse, y se ahogaba de pena cuando pensaba que los podría perder una vez bajasen al muelle. Volker le había asegurado que trabajarían cerca, pero no sabía qué significaba eso, y Carmen se iba a vivir con su familia.
—¡Carmen! —la llamó.
Acababan de desembarcar y temió no verla más.
—Dime. —Ella le acarició el mentón.
—¿Vendrás a verme?
Ella se lo prometió. La presencia de Yago le había hecho cambiar y olvidar por un momento sus propias desgracias, volcando todo su afecto sobre un muchacho que llevaba el sufrimiento cosido en el alma. Pero en ese viaje, también tomó otra decisión que no sabía a dónde podría llevarla; haría todo lo posible por mantener la relación que tenía con Volker, le seducía hacerlo.
Nápoles vivía de dos grandes pasiones: el caballo y embellecer sus edificios y plazas.