Read El jinete del silencio Online
Authors: Gonzalo Giner
La referencia de Camilo despejó cualquier resto de dudas en Yago, que recibió la noticia como una llamarada de esperanza. Ansiaba saber de su amigo, y solo por eso merecía la pena emprender el viaje, pero además, era consciente de que le estaban ofreciendo la posibilidad de empezar una nueva vida con visos de ser bastante mejor que la tormentosa existencia que hasta entonces había sufrido. Nuevo trabajo, amigos, caballos y arte.
Por su mente, en unos segundos, pasaron muchos pensamientos y sueños. Nunca se había podido responder para qué servía en esta vida, ni cómo ganarse el respeto de los demás, pero ahora, ante la posibilidad de que sus sueños tomaran cuerpo, sus ojos azules se iluminaron de alegría y contestó.
—Yago quiere ir, quiere vivir…
Entornos de descubrimiento
Nápoles
Año 1540
No lo podía aceptar.
Tomó un mazo de gran tamaño entre sus manos y se dirigió hacia la monumental vidriera. Nadie pudo prever lo que iba a hacer, era impensable. Pero Juan Bautista de Toledo, arquitecto contratado por el virrey de Nápoles, la golpeó con una furia impropia de un hombre sensible, de un artista.
Con el primer impacto consiguió hundirla por el centro, pero la vidriera resistió. Sin embargo, el segundo la dobló peligrosamente hacia el interior del templo, iglesia que tenía como encargo construir.
Y aunque intentaron frenarlo entre dos albañiles, se zafó de ellos y subió a continuación por el andamio hasta su nivel más alto, con una insospechada agilidad. Calculó dónde podía hacer el mayor daño posible y dirigió el mazo hacia aquel punto, ahora en otra vidriera más grande que ocupaba una tercera parte del ábside central. Como no había logrado el derrumbe de la anterior, con esta se prometió mejores resultados. Y así, en el cuarto golpe, después de haberse empeñado con renovadas fuerzas en los tres primeros, consiguió que centenares de libras de vidrio de maravillosos colores, incluyendo su armazón de plomo, se precipitaran hasta el suelo en un enorme estruendo.
Cuando volvió el silencio al cenáculo, tan solo se escuchó una profunda e intensa expresión de triunfo; la de Juan Bautista. Para desgracia de sus espectadores, se le veía con intenciones de seguir, pues se puso a correr por las alturas en busca de un nuevo ábside, esta vez el derecho, despreciando el dibujo de las dos vidrieras que lo iluminaban. Eran bastante más estrechas que las anteriores y las separaba una fina columna de granito que se abría en su parte más alta formando dos arcos de medio punto. Se empleó en ellas con renovado empeño y la fuerza de la maza hizo que cedieran con facilidad.
—¿Pero se puede saber qué hacéis?
El arquitecto buscó quién le hablaba y localizó al virrey don Pedro Álvarez de Toledo y Zúñiga. El hombre, con los ojos fuera de sus órbitas, no terminaba de creerse lo que veía.
—Separaos —le gritó el arquitecto desde las alturas—, o se os caerá todo encima. —Hinchó sus pulmones de aire, se echó la maza a su espalda para conseguir más potencia en su siguiente impacto y disparó el pesado instrumento sobre unos ángeles rechonchos que sobrevolaban a una hermosa Virgen. Los querubines saltaron por los aires y al virrey le cayeron algunos fragmentos del vidrio coloreado.
—¡Id arriba y detenedlo! —ordenó a su tropa personal—. Pero tratad de no hacerle daño…
Dos soldados subieron por la estructura de madera hasta donde estaba Juan Bautista, que parecía dispuesto a continuar destrozando lo poco que faltaba. No negaba que las figuras fijadas al fuego en aquellos trozos de vidrio fueran hermosas. Conocía el taller de donde habían salido, y aquello era lo peor, pues el artesano al que se le había encargado el trabajo era un viejo conocido suyo, muy bueno en su labor, pero demasiado intervencionista en cada obra; siempre quería dejar su huella.
Para Juan Bautista el mayor problema era que lo que allí se representaba no coincidía con sus dibujos originales, y mucho menos con sus planes. El color impreso era en general más pálido de lo deseable, lo cual modificaría el efecto que buscaba en el templo. Como arquitecto, la luz era el elemento inmaterial más importante para darle vida a la piedra, a los arcos o rincones, a la cúpula. La luz le era imprescindible para que los fieles pudieran leer los mensajes que se transmitían a través de las escenas representadas sobre el vidrio o en los frescos del templo, de una iglesia que se llamaría de San Giacomo degli Spagnoli. Juan Bautista buscaba ver bailar la luz al atravesar cada vidriera, transformarse en cada color, o difuminarse para, en todo caso, servir de ayuda a la oración de los fieles. Además, había diseñado unos símbolos geométricos que conseguían un curioso resultado con la luz, y estaba decidido a probarlo por primera vez en esa iglesia.
Cuando llegaron los soldados los amenazó con su contundente instrumento pero no estuvo ágil, y no necesitaron poner demasiado esfuerzo en conseguir inmovilizarlo. A continuación lo obligaron a descender por el andamio. Lo hizo refunfuñando, sin poder escapar a pesar de intentarlo en tres ocasiones, hasta que lo dejaron enfrente del virrey.
—¿Os habéis vuelto loco?
Juan Bautista solo tenía veinticinco años, un aspecto siempre impecable, barba negra y cerrada, ojos oscuros y vivos, nariz aguileña. A pesar de su juventud se había convertido por derecho propio en uno de los mejores arquitectos desde Roma a Nápoles.
Don Pedro Álvarez de Toledo le había encargado el templo de San Giacomo con la confianza de tenerlo en el futuro como arquitecto de su corte, pero nadie le había explicado el carácter del joven cuando algo le contrariaba, o si alguien osaba variar un ápice en sus planos o ideas.
—¡No volveré a Nápoles en mi vida! —Sus ojos estaban inflamados de rabia.
—He de pediros disculpas… porque tenéis toda la razón. —Don Pedro había decidido llamar al artesano emplomador para que acelerase su parte de trabajo mientras Juan Bautista estaba en Roma, pero su fallo estuvo en aceptar los cambios que el primero le propuso sobre el diseño original de las vidrieras que había hecho Giovanni Baptista, que así gustaba llamarse también.
—He venido de Roma solo para supervisar cómo estaban quedando y me encuentro con esto… —Se colocó la capa sobre los hombros y de golpe se sintió como ahogado, necesitaba que le diera el aire, salir afuera, a pesar de que estaba lloviendo. Sin pensárselo dos veces tomó a buen paso el deambulatorio para salir por una puerta lateral. A corta distancia lo seguía don Pedro, fastidiado por ese nuevo y extravagante comportamiento. Entendía que los artistas eran casi siempre así, raros, y también que él no había actuado bien, pero empezaba a molestarle aquella hosca actitud tanto tiempo mantenida.
Nada más salir a la calle les esperaba una lluvia que, a pesar de ser de gota fina, los caló al poco tiempo casi por completo.
—Ordenaré que retiren todas las vidrieras y que las repongan con vuestro diseño original. ¿Os parece bien así?
Juan Bautista hizo llamar al arquitecto napolitano que colaboraba en la obra con él, y que se había mantenido todo el tiempo a una prudente distancia. Se hizo ver desde el interior del templo, sin ninguna gana de mojarse. Su nombre era Ferdinando Manlio.
—Ferdinando, ¿supervisarás que así se cumpla?
El hombre interrogó con la mirada al virrey antes de dar su opinión, pues alguien tendría que sufragar los nuevos costes. Al sentir su conformidad lo afirmó.
—De ser así, me quedo más tranquilo. —Recogió una gota que resbalaba por su nariz, miró a los ojos al virrey y se comprometió a seguir la obra hasta su finalización.
Don Pedro Álvarez de Toledo lo escuchó con prevención a pesar de todo.
En ese momento se oyeron las campanas de San Lorenzo Maggiore y el virrey recordó que tenía una cita con otro artista: el músico Diego Ortiz, que también demostraba un carácter un tanto especial. Suspiró y se armó de paciencia. Al despedirse, le propuso algo que llevaba tiempo deseando conseguir y que por primera vez había organizado para el día siguiente.
—Antes de volveros a Roma me gustaría poder contar con vos mañana, a mediodía, en Castel Nuovo; he convocado a cuatro hombres más, todos personajes ilustres, que como vos se dedican al arte en varias disciplinas. Quiero conseguir una profunda transformación de esta ciudad, y no solo en sus edificios, también en su forma de vida, en su espíritu, en la mentalidad de la gente. Y para ello me gustaría disponer de vuestra opinión. Para vos será una experiencia nueva, y espero que gratificante, pues en la discusión creativa que pretendo conseguir no habrá reglas, límites, ni falta de recursos; esa es mi garantía y mi más sólido compromiso. ¿Puedo saber si vendréis?
Juan Bautista lo escuchó seducido por la idea, pero antes de confirmar su presencia preguntó quién acudiría.
—Tiziano Vellucio como pintor, Diego Ortiz, mi músico de cámara, al que voy ahora a ver; también os encontraréis al poeta Luigi Tansillo, y por último a Giovanni Battista Pignatelli.
—Escuché hablar de todos menos del último…
—Pignatelli está iniciando una nueva y excitante disciplina artística: la equitación.
—¿Acaso los caballos vivos son ahora un arte? —Se rascó la barba lleno de curiosidad, y sin darle tiempo a hablar concluyó—. Aunque solo fuera por entender esa nueva idea, acudiría. Por tanto, contad conmigo.
Un preocupante silencio dominaba la enorme cámara, donde a diario componía y ensayaba Diego Ortiz, cuando entró el virrey. La especialidad del músico era la viola de gamba que se tocaba entre las piernas, pero aún le apasionaba más la música coral.
Don Pedro lo buscó entre el grupo de jóvenes cantores que por algún motivo desconocido se encontraban muy callados, quietos como estatuas y con gestos de espanto. Miraban hacia un biombo con preocupación. El virrey se acercó a ver qué ocurría por detrás del mismo y se encontró al músico sentado en el suelo, acurrucado y sollozando.
—¿Qué os pasa, Diego? —Se agachó para verle la cara.
—Los odio.
Dirigió un dedo hacia los jóvenes, cuya edad media no debía de superar ni los doce años.
—Tened paciencia, amigo mío. Ya os ha sucedido en más ocasiones y siempre conseguís que lo hagan bien… —trató de animarlo.
El músico se levantó, resopló con fuerza, y de pronto sus mejillas empezaron a encenderse. De un murmullo ininteligible pasó a pronunciar varias palabras soeces y terminó con dos gruesas blasfemias que molestaron a don Pedro.
—Por Dios os lo pido; moderad vuestra lengua. Respetad la gravedad de este palacio, al menos por lo que supone de centro de autoridad y gobierno del reino. No estáis en una taberna.
Diego Ortiz lo miró con gesto altivo, la barbilla en alto, y agarró por el hombro a uno de los jóvenes cantores que tenía frente a él, lo abofeteó sin piedad, y escudriñó al resto amenazándolos con el puño. Los doce se separaron aterrorizados, entre ellos había un castrato.
—Cuántas veces te he dicho que para un motete, el cantus firmus, la voz más grave que lleva el peso del texto, ha de destacar sobre el resto… —Lo miró a los ojos tan de cerca que el chico pensó que se iban a tocar las pestañas—. Y sin embargo, te empeñas en cantarle al cuello de tu camisa. ¡Dios, la música es el mejor regalo del cielo, pero tú eres un burro!
Algunos de los chicos se rieron.
—Y vosotros callad, que también tengo para todos. —Se dirigió hasta uno de pelo rubio y ojos saltones y le pidió que cantara su parte.
Don Pedro esperó a ver qué sucedía con aquel joven, pero como tardaba en empezar, carraspeó para hacerse ver y reclamar su atención.
El chico empezó a cantar, pero en la parte más aguda desafinó con tan mala oportunidad que provocó la carcajada de todos.
—¡No puedo más! ¡Largaos de mi vista y no volved nunca! —Se llevó las manos a la cabeza y se retorció hasta caer en una silla muy afectado—. No puedo, no…
Don Pedro se aproximó y le puso la mano en el hombro en señal de apoyo.
—Son cosas del aprendizaje…
—¡No! No es eso. —Se levantó de un salto—. Es cosa del diablo… Yo compongo música, ¿sabéis? Para mí, es lo más parecido al sonido que produce el batir de las alas de los ángeles, o el respirar de Dios. Sufro y disfruto al hacerlo. Cuando noto que no posee la belleza que deseo, siento que le fallo. —Señaló con un dedo índice hacia arriba—. Pero a la vez disfruto hasta sentirme muchas veces morir. El acto de crear es como vivir cien veces en un solo instante. —Se sentó de nuevo y bajó la cabeza hasta casi tocar con las piernas—. No creo que me entendáis…
—Sí lo hago, no lo dudéis. Pero también debéis tener un poco más de paciencia. El proceso de asimilación de vuestro arte no siempre viaja a la misma velocidad. Esos chicos son los mejores de Nápoles, me encargué en persona de que así fuera. ¡Cuidadlos, no os daré más!
Diego se quedó pálido. Eso no lo había pensado, y el solo hecho de saberse sin coro le provocó un instantáneo dolor de tripas que hizo que se contrajera. Empezó a gemir y a quejarse de su mala suerte, de la mala vida que le había tocado vivir…
Don Pedro se resignó una vez más a consolar a un hombre que era demasiado débil y de temperamento variable. El motivo que le animaba a ello era saber que de su cabeza salía la más hermosa música que se podía escuchar en todo Nápoles.
Le explicó la reunión que había convocado con el resto de los artistas y se marchó de allí dejándolo agarrado a su viola, llorando como un niño.
—Artistas… —suspiró una vez más—, qué difíciles son…
Castel Nuovo era una fortaleza imponente, bella y asomada al Mediterráneo; acogía la sede oficial del virreinato de Nápoles, donde don Pedro Álvarez de Toledo y Zúñiga vivía desde hacía ocho años.
En la sala de los barones, donde era habitual ver reunido al Consiglio Colateralle, verdadero órgano de gobierno que reunía a los representantes de las instituciones más importantes del reino con el virrey, en el primer lunes de mayo del año cuarenta, habían sido convocados por primera vez cinco curiosos personajes que desde hacía unos años proponían a la ciudad una experiencia que empezaba a influir sobre el normal devenir de la urbe; y esa propuesta se llamaba arte.
Si el Consiglio establecía las normas y la organización para el buen gobierno de la sociedad, aquellos hombres trabajaban con otra materia prima: las emociones. Ellos exploraban la belleza, la naturaleza, y se encargaban a partir de ella de establecer vínculos entre el hombre y la creación. Sus nombres eran conocidos, cada vez más, aunque alguno de ellos apenas acababa de iniciar su trayectoria profesional. Eran Juan Bautista de Toledo, Tiziano Vecellio, Luigi Tansillo, amigo de Garcilaso de la Vega, Diego Ortiz, y por último Giovanni Battista Pignatelli. El primero arquitecto, el segundo pintor del Emperador y veneciano, el tercero poeta, el cuarto músico, y el quinto dirigía una escuela donde la materia que se impartía tenía poco que ver con las disciplinas antiguas, pues allí se practicaba un nuevo arte, el de la equitación.