El jinete del silencio (25 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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¿Qué podía hacer él?, dudó agobiado.

No sabía cómo actuar. Se acurrucó todavía más entre los sacos, sin atreverse a mirar, y empezó a balancear su cuerpo para tranquilizarse. Preso de un intenso miedo que llegó a atenazarle los músculos, cerró los ojos por instinto, tratando así de aislarse de la realidad, en su pequeño mundo, oculto a todos, y aguantó unos minutos sin apenas respirar.

No quería saber, ni mirar, hasta trataba de no escuchar, pero todo cambió cuando Azul relinchó. Yago sintió su llamada, supo que iba dirigida a él. Una fuerza interior lo empujó a actuar haciéndole salir de su escondite en ayuda no solo de ese caballo, sino de todos los demás.

Su imagen recortada sobre el fondo de la bodega, entre relámpagos, su actitud altiva, y el simple hecho de estar ahí, frente a ellos, asombró tanto a los presentes que les dejó sin habla, incrédulos ante lo que estaban viendo. ¿De dónde había salido aquel chico?

—Pero habrase visto… ¿Y quién eres tú? —Un marinero, barbudo y ojeroso, se le acercó con intención de tocarlo acaso no se tratase de un fantasma.

—¡Azul no! —balbuceó aferrándose al cuello del caballo.

Cuando intentaron separarlo, se arrancó a aullar con una intensidad tal que más de uno se tuvo que tapar los oídos espantado por su agudo timbre.

Un marinero, pequeño pero de gran musculatura, harto de sus chillidos, lo abofeteó sin poner medida a su fuerza y se desahogó profiriendo una gruesa blasfemia. Azul cabeceó, buscó la espalda del hombre y la golpeó con tanta furia que lo derribó y con él a Yago.

—Maldito animal… —El hombre, con la espalda dolorida y una brecha en la sien, se levantó, se hizo con un palo y lo blandió con intención de asestarle en la cabeza.

—¡Estaos quieto! —la voz de su capitán lo detuvo a tiempo—. Ese caballo es más valioso que cien veces todos vosotros juntos, malditos ignorantes. Se trata de un Guzmán… Os advierto desde ahora que si le llegase a pasar algo, os colgaré desde el trinquete por los testículos… ¡Insensatos! Menos mal que se me ha ocurrido bajar.

Siegfried, a su lado, le quitó el palo al marinero y lo tiró lejos sin caer en la presencia de Yago, quien seguía en el suelo detrás de Azul.

—¿Cuántos caballos faltan?

—Nos faltan dos, mi señor —respondió el barbudo.

El alemán señaló otro de bastante menor clase:

—¿Y por qué no ese?

—¡Arrojad el que se os dice y terminemos con esto cuanto antes!

Como un solo hombre obedecieron sus órdenes y desataron al pobre animal, que iba a conocer la muerte bajo la furia de las aguas.

—¿Y qué hacemos con el chico? —preguntó un tercero.

Siegfried y el capitán se miraron.

—¿De qué habláis? No comprendo…

El mozo señaló a Yago, acurrucado bajo las patas del Guzmán.

—¿Pero y este? —Siegfried se agachó, lleno de curiosidad—. ¿Quién eres?

Él se ocultó entre las rodillas sin responder.

—No te preocupes, no te va a pasar nada…

—¿Pero dónde diantres has estado metido sin que nadie te haya visto hasta ahora? —preguntó el capitán, también en cuclillas y frente a él.

Yago no quiso contestar, pero empezó a temblar sin control. Siegfried preguntó a los marineros qué sabían de él. Le contestaron que nada salvo que le habían oído decir dos palabra: Yago y azul.

—¿Entonces te llamas Yago? —El alemán se le acercó más—. ¡Habla de una vez, por Dios!

Él repitió su nombre con voz temblorosa, casi en susurros, pero se le entendió.

—Muy bien, por fin… Mi nombre es Siegfried y supongo que tendrás bastante hambre. ¿Me equivoco? —Intentó tirar de su brazo para sacarlo de debajo de las patas del caballo, pero solo consiguió que se agarrara todavía más fuerte al animal. Azul reaccionó interponiendo su cuello. Con un bufido dejó claro a Siegfried cómo respondería si le hacían algo al chico. Aquel gesto asombró al alemán—. ¿No os parece curioso…? —Miró al capitán—. Resulta increíble cómo parecen entenderse. Está claro que ninguno desea separarse del otro.

—¡Traedle entonces algo de comer! —ordenó el capitán—. Ya veremos más adelante qué hacer contigo.

Le echaron catorce años. De su aspecto, llamaba la atención el azul de sus ojos, la larga melena oscura y rizada que caía sobre su espalda, así como sus facciones bien marcadas, angulosas pero curiosamente inexpresivas, junto a un mentón acusado. Pero además de su físico, el chico tenía una extraña presencia, no dejaba de moverse, sus gestos eran esquivos y sus reacciones inoportunas, y además compartía momentos de ausencia con una decidida atención sobre un punto determinado de la bodega. Parecía medio lerdo.

—Si tú eres Yago, se supone que el caballo se debe de llamar Azul, ¿verdad?

Para sorpresa de Siegfried, obtuvo como única contestación una mirada huidiza y extraña, muy extraña…

IV

En la isla de Lanzarote apenas se detuvieron un día. Hicieron caminar a los caballos por las playas y llanuras, para relajarlos y reforzar su musculatura, atrofiada tras el largo e incómodo encierro en las bodegas, y así acometer la segunda parte del viaje, que les ocuparía algo más de un mes.

Los quince animales que habían sobrevivido a la primera travesía trotaban felices por los restos negruzcos de la lava volcánica que dominaba casi toda la isla, en un paisaje yermo y muerto. La oscuridad de la piedra que la tierra había vomitado contrastaba con el intenso azul del mar.

La isla estaba salpicada de vides que sus propietarios colocaban en pequeños círculos, como cráteres, protegiéndolas del fuerte viento dominante con paredes de piedra, en un contraste de colores muy curioso; verde intenso en las hojas, negro cerrado en la piedra.

Se aprovisionaron de víveres frescos, verduras, fruta, quesos y carne, sobre todo de cabra.

Cuando la carga de viandas se había completado, el capitán ordenó la tradicional aguada hasta llenar los barriles de agua dulce con la que soportar toda la travesía. Poco antes de que se diera la orden de partida subieron a bordo dos esclavas nativas, de finos rasgos y piel tostada para disfrute del capitán y su principal pasajero. Con ellas se cerró la escala en aquella isla.

Desde la misma playa donde habían fondeado, la nao levó anclas y enfiló su proa en dirección oeste, para tomar, un día después, una nueva ruta que, por suave y menos peligrosa, era conocida como el mar de las damas. A partir de entonces la rutina diaria sería para todos un lento padecer hasta ver de nuevo tierra firme, en el puerto de Sevilla la Nueva, al norte de la isla de Jamaica.

Yago se ganó la consideración de bicho raro desde muy pronto, casi después de su inesperada aparición. Apenas se relacionaba, no hablaba más de tres palabras seguidas y tampoco miraba de frente cuando se dirigían a él. Se hizo evidente que no quería saber nada de los demás, por eso, desde muy pronto, extrañados por su comportamiento, le hicieron pasto de un creciente desprecio. Sin embargo, ni las más humillantes ocurrencias, insultos o mofas consiguieron despertar la menor reacción en el chico.

Al constatar que solo estaba tranquilo cerca de los caballos, terminaron dejándolo con ellos el resto de la travesía, viéndose incapaces de conseguir de él ninguna otra tarea que fuera de utilidad. Sus extrañas reacciones tampoco ayudaban a pensar en lo contrario. De hecho, nadie olvidaba su violenta reacción la primera vez que lo habían subido a cubierta para que tomara un poco de aire. Sin saber por qué, le sobrevino un ataque de furia con tal riqueza de pataletas, aullidos y gritos que consiguió encrespar los nervios de toda la tripulación y que desde entonces desearan su aislamiento.

Yago vivía en un mundo de dudas y miedos.

Desde su salida de Lomopardo habían convivido en su interior dos persistentes sentimientos; el temor a lo desconocido y la pena por la pérdida de Camilo. Sin embargo, el hecho de ser descubierto rebajó en buena parte esas inquietudes. La tranquilidad de no tener que ocultarse hizo que recibiera con abierta actitud las muchas sensaciones que el barco ofrecía, a veces mezcladas unas con otras; los ecos del mar, el olor a salitre y algas, el crujir de las traviesas. Con esos coros de fondo y el olvido que iba minando sus recuerdos, fue viviendo aquella travesía en presente, y dejó atrás el pasado.

La tripulación perdió todo interés dadas las dificultades de su trato y terminaron tachándolo de medio loco. Siegfried era el único que invertía algo de tiempo en él, primero para averiguar cómo había llegado hasta el barco, y pasados los días, para entender qué le hacía ser tan diestro con los caballos. En realidad Yago no facilitaba demasiado la tarea, dado que apenas respondía a ninguna de las preguntas que le hacía y trataba de huirle, pero por extraños motivos el alemán no desistió en su intento.

—Dime, Yago…, ¿qué más sabes hacer, aparte de cuidar bien a estos animales? —Le pasó un pedazo de lomo de ciervo adobado y ahumado, duro, que llamaban
tasajo
.

A esas alturas de navegación y a tan solo una semana de llegar a puerto, esa era la única carne que les quedaba.

El chico cepillaba a un hermoso corcel de mayor talla que el resto, cuya cola era de exagerada blancura. Se volvió ante la insistencia del hombre, pero no para contestarle. Recogió la tira de carne y la masticó con placer.

—Te gusta, ¿verdad? —Siegfried llevaba algunos días trayéndole abundante comida con el objetivo de que ganara algo más de peso antes de llegar a destino, en obediencia a una idea que había ido madurando.

—Come más tasajo…, no te frenes. Y prueba después este delicioso tocino con pimentón que estaba reservado para las grandes celebraciones. Te dejaré un buen trozo para que te lo vayas comiendo…

Yago se sentía a gusto con aquel hombre; le daba bien de comer y era amable. En su inocencia hasta creyó que lo hacía para ayudarlo, como en su momento hizo fray Camilo, pero no entendía bien sus preguntas y a pesar de su cercanía decidió hablar poco, o nada.

El puerto de Sevilla la Nueva no acogía tantos barcos como el de la isla de la Española, o el de la de San Juan. Por eso, cada vez que fondeaba uno, la fiesta que se organizaba no dejaba indiferente a nadie.

El gobernador de la isla y varios miembros destacados de su administración subieron a la Santa Hildegarda únicamente para darles la bienvenida en un acto de pura cortesía. En cualquier otro caso los habrían acompañado dos o tres funcionarios para revisar sus bodegas, verificar los registros sellados por sus homólogos en el puerto de origen y comprobar que no llevasen ningún bien prohibido por la ley de la Saca.

En aquel puerto de segunda categoría, con un poco de dinero y sabiendo a quién había que hacérselo llegar, nadie se preocuparía de la segunda carga de aquella nao con bandera real: unos hermosos ejemplares que tenían como destinatario un solo comprador, el propietario de la más poderosa plantación que existía en la isla: la Bruma Negra.

Pocos minutos después del atraque, un centenar de porteadores negros descendían por los planchones de la embarcación con pesados odres de mercurio a sus espaldas. En la plataforma del puerto los aguardaban diez carromatos protegidos por soldados armados cuya misión era transportar aquel mineral hasta unas instalaciones que el gobernador poseía en la isla, donde esperaría hasta un posterior embarque a Nueva España.

A lo largo y ancho de la explanada habían instalado puestos de venta en los que se podía encontrar de todo; telas y utensilios para la cocina, fritangas de cerdo y gallina, pescados secos, tortillas de maíz y de cazabe, o quesos y frascas de vino. Pero además, muchas de las casas que daban al puerto abrían sus puertas a todo aquel que quisiera entrar; algunas para quien deseaba apostar sus dineros en juegos de manos y cartas, otras con voluntad de hacer caja como burdeles temporales, y las más numerosas se convertían en improvisados mesones, donde, sin demasiada maquinaria, se fabricaba y vendía una bebida sabrosa pero muy dañina para la mente por su alto contenido alcohólico procedente de la caña de azúcar.

Apoyados sobre la baranda de cubierta, Siegfried y el capitán de la nao observaban encantados el gentío y la explosión de color en cada uno de los rincones del muelle. El alemán esperaba la llegada del hacendado Blasco Méndez de Figueroa, quien se haría cargo de los caballos. Con su entrega terminaba para él la misión encomendada.

Según le había contado Luis Espinosa en su casa del Puerto de Santamaría, Blasco había hecho dinero gracias a una estrecha relación con la familia Colón, en concreto con Diego Colón, hijo del descubridor. Pero su fortuna y fama se habían multiplicado por diez después de haber emprendido la mayor aventura de su vida en compañía de Hernán Cortés, a quien se unió en alguna de sus más famosas conquistas. Juntos habían vivido un sinfín de experiencias extremas hasta rozar la muerte. Entre hazañas, botines y excelentes relaciones con la mayor autoridad de la isla, Blasco se había convertido en uno de los hombres más poderosos de la isla.

Siegfried también había averiguado por boca del Tripas, buen conocedor de las gentes de Jamaica, que el tal Méndez de Figueroa arrastraba además una fama un tanto particular. De él se decían cosas muy diferentes y algunas tremendas. Unos afirmaban que era un hombre cruel, brutal, carente de escrúpulos; el peor enemigo que podías echarte en la isla. Y en el otro extremo, había quien elogiaba su gran clase y cultura, su refinado oído para la música, su rica conversación; lo presentaban como amante de las artes, mecenas de pintores y artistas, y hombre cultivado.

—Mirad a vuestra izquierda, al final de la explanada —señaló el capitán.

Siegfried reconoció el clásico mercado de esclavos. Una fila de hombres y mujeres de color, encadenados, esperaban turno al lado de una plataforma donde un subastador a voz en grito cerraba los tratos a toda velocidad. Su agudo tono de voz les llegaba con claridad a pesar de estar a más de cien cuerdas de distancia. El alemán estaba pensando en vender allí mismo al chico tonto y a la esclava, que le había decepcionado como amante a pesar de lo mucho que le gustaban las mujeres morenitas, una vez diese por arreglada la entrega de los caballos.

La voz del capitán le devolvió a la realidad.

—Si disponéis de tiempo deberíais visitar la isla, os sorprenderá. Su verdor es casi mareante. Entre suaves laderas y altas montañas os encontraréis con centenares de riachuelos, arroyos o caudalosos ríos. —El Tripas mordisqueaba una gruesa hebra de tabaco, un manjar que se producía en la isla, regalo que los ilustres visitantes sumaron a una docena de frascas de buen vino.

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