El jinete del silencio (63 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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—Se llama Luis, Luis Espinosa, y es de…

—¡Ese hombre es un sinvergüenza! —Carmen lo recordó en Jamaica y no pudo reprimir su insulto. Las mejillas se le encendieron de ira, además de recibir la mirada de espanto de su madre y una de reprobación de parte de su padre.

—Lo que acabas de hacer no es solo una descortesía con nuestro invitado, lo encuentro impropio de tu educación. Exijo que te disculpes de inmediato.

A Domenico le era indiferente quién o cómo fuera ese hombre. La reacción de su hija había sido muy inadecuada y no hacía más que reforzar las nefastas impresiones que mantenía acerca de su estabilidad mental.

—Pero es la verdad, padre. No apoyéis a ese individuo, por favor. Lo conocí cuando estuvo visitando a Blasco en Jamaica y es mala gente, si hasta robó los caballos de...

—¡Basta ya! —Domenico no la dejó hablar—. Calla de una vez y haz el favor de salir del comedor ahora mismo. ¡Te lo ordeno! —Del golpe que dio a la mesa con ambos puños las copas temblaron.

Enrico, muy violento por lo sucedido, nada más ver salir a la joven, airosa, y el gesto de derrota de su madre, visiblemente dolida por la situación, creyó oportuno dar por terminada la comida.

—No es necesario que os vayáis. Perdonad a mi hija y contad con que en cuanto pueda hablaré con don Pedro Álvarez de Toledo para recomendar a vuestro hombre, dadlo por hecho.

—Tal vez vuestra hija se haya confundido con otra persona… Su apellido es bastante común, pero estoy seguro de que no se trata de quien os hablo, porque entre otras razones se acaba de casar con mi sobrina Christine. —Con esas explicaciones Enrico quería ahuyentar de Domenico cualquier sombra de duda sobre la oportunidad de Luis—. Nunca metería a un sinvergüenza en mi familia.

—Brindemos entonces por nuestro próximo negocio y olvidad este feo. —El anfitrión levantó al copa y la chocó con la de su invitado—. ¡Por nuestra amistad, los negocios, y por el futuro secretario del Emperador!

—Que así sea… —Sonrió Enrico.

IX

Yago empezó a montar a caballo casi a oscuras, cuando la soledad de la luna y el silencio del castillo eran su única compañía.

La primera vez que lo hizo eligió un macho hijo de una yegua nacida en la cartuja de Jerez y un semental cordobés, con quien mantenía un entendimiento casi absoluto desde que había sido nombrado mozo de cuadras por indicación de Volker, quien le quería cerca para trabajar en su proyecto.

Esa noche su caballo lo recibió medio adormilado pero con un reflejo de alegría en su mirada.

Sin hacer ruido le colocó una montura especial con faldones anchos y gruesa almohadilla trasera donde afianzar los riñones, luego buscó una doble rienda como las que veía usar al resto de los mozos cuando entrenaban a los caballos, y eligió un bocado recto. A la vez que soltaba los estribos de la montura aprovechó para hablarle a su manera, como si el animal entendiera sus palabras.

A pesar de que algunas veces sufría algún que otro ataque, desde luego, eran menos intensos que antes. Ya no se metía entre los caballos para aliviar su ansiedad, pero sí entre el suelo y su colchón, o se apretaba contra una esquina del dormitorio para estupor del resto de los mozos de cuadra que convivían con él.

Desde que estaba en Nápoles, ya no ponía empeño en disimular sus comportamientos ni le preocupaba tanto lo que pudieran pensar de él, pero seguía teniendo la sensación de que casi nadie lo entendía. Vivir las relaciones personales era para él una tarea muy difícil, compleja y frustrante, pero cuando estaba a lomos de un caballo todo era diferente, todo cambiaba.

La primera razón de sus escarceos nocturnos fue Francesca. Al ver la habilidad con la que montaba, se prometió aprender para conseguir lo mismo. Se levantaba de madrugada y acudía al picadero a solas para evitar que se rieran de él. Primero le daba cuerda, y una vez lo veía entrenado, lo montaba.

Yago había aprendido a apreciar la soledad.

La necesitaba para entender qué podía encontrar en el interior de un animal y qué había en el suyo. Quería conocer qué recibía de ellos y qué podía darles él.

En la quietud de la noche, mientras buscaba acompasar los movimientos del caballo a los suyos, estudiaba la forma de meterse en su mente y descubrir las verdaderas emociones que conseguían moverlos, los reflejos que los empujaban a desenvolverse en los aires normales, al paso, al trote.

Esa noche, probó pasos diferentes, aprendió a frenarlo con extrema delicadeza y encontró la compenetración absoluta cuando lo hizo caminar a saltitos cortos repitiendo un movimiento que había ensayado varias veces desde el suelo.

Aunque llevaba semanas escapándose, hasta el momento nadie lo había sorprendido en esos menesteres. Para evitar que los oyeran, tapaba los cascos de los caballos con paños viejos, y muy despacio, paso a paso, los dirigía hasta la arena, donde a la luz de la luna y aprovechando el sueño de todos, montaba casi una hora.

No tardaba más de cinco segundos en experimentar un enorme gozo.

Sus piernas se abrazaban a los costillares del animal y sus manos se fundían en su cuello, como si fuera una continuidad del mismo.

Probó con algún otro caballo, pero no todos aprendían igual.

Después de conseguir montarlos con bastante soltura, Yago descubrió que para que los caballos dieran pasos más elaborados no bastaba su paciencia, algunos carecían de las aptitudes necesarias para arremeter el tercio trasero, por ejemplo, o para disparar sus extremidades anteriores hacia delante en extensión total. No todos los caballos estaban capacitados para realizar los ejercicios que había visto hacer a Francesca o a otros jinetes.

Sin embargo, ese caballo, al que terminó llamando Sigiloso por lo poco que se hacía oír, se crecía cuando estaba con Yago.

Parecía obedecer los deseos de su jinete sin necesidad de palabras. En su silencio los dos se entendían. A Yago le costaba hablar, y como Sigiloso no respondía al lenguaje de los hombres, aprendieron a compartir el lenguaje de las emociones.

Cuando lo hacía ponerse a dos patas, apoyado sobre las traseras, el caballo demostraba poseer una habilidad única, tal vez porque su grupa era larga y caía en ángulo pronunciado. Lo contrastó con otros caballos y al hacerlo se dio cuenta de la importancia de la anatomía del animal en el logro de determinados ejercicios.

Durante las largas sesiones de madrugada con Sigiloso, sentía sus músculos en los suyos. Escuchaba su respiración acompasada, el eco de sus pasos cuando lanzaba las patas delanteras y las dejaba caer con elegancia al suelo, en un aire deliberado y elegante.

Todo lo que ese caballo expresaba era obra de una mágica compenetración entre los dos. Yago sentía sobre su cuerpo el efecto de sus pasos, cómo vibraban sus músculos y cómo se tensaban sus tendones cuando Sigiloso estiraba los suyos. Eran dos almas libres volando juntas sobre la arena, donde tan solo el silencio era cómplice de su felicidad.

Con la cabeza en arco, el paso lento, el cuerpo balanceándose de un lado a otro y pisando la arena con poder; así recorría la pista Sigiloso, desde un extremo al otro, regalándose a su jinete. ¿Podía un caballo expresar algo grande solo con sus movimientos? Yago sabía que sí, lo podía leer en su mirada, pero ¿le creería alguien?

Cerró los ojos, soltó las riendas y dejó que el animal le transportase en su baile, en aquel juego de movimientos armónicos y pasos cargados de intención.

El caballo sabía que no estaba caminando, sabía que su cuerpo flotaba.

* * *

—Yago, pareces cansado. —Volker se fijó en sus ojeras mientras se dirigían a las caballerizas de la escuela de equitación.

—Yago está bien… —Aunque acusaba el peso de sus hazañas nocturnas, no quería confesárselo a nadie.

De camino entre Castel Nuovo y la escuela, mientras recorrían la ciudad, iban comentando los objetivos del día.

—¿Sabes que le causaste una excelente impresión?

—¿A quién?

—Perdona, he llegado a la conclusión sin antes darte su nombre… Me refiero a Pignatelli. Pocos días después de verte en acción en el picadero con los potros cordobeses, hablamos sobre ti. Se mostró muy interesado en conocerte mejor para ver hasta dónde llega tu capacidad de comunicación con los caballos, y entender qué significa lo que le dijiste lleno de seguridad, que sabías qué pensaban. En su opinión, de ser verdad, poseerías un don tan especial que te convertiría en alguien interesante para participar en el ambicioso proyecto que él dirige y que me tiene ocupado, me refiero al de perfeccionar la raza de sus caballos.

El muchacho se tropezó con una mujer que llevaba un cesto de fruta, asombrado de lo que estaba escuchando. Pignatelli había visto algo en él y se interesaba en descubrirlo con más profundidad, lo que suponía de momento un reconocimiento que pocas veces había sentido. Pero de inmediato se sintió turbado porque no tenía claro qué era lo que le había impresionado de él, y por tanto no sabría verbalizarlo el día que tuviese que explicarlo. De todos modos, saboreó las últimas palabras de Volker.

—Perfeccionar… caballos… —Ayudó a la mujer a recoger las manzanas caídas por el suelo—. Yago y tú…

Volker sacó de una bolsa de fieltro que colgaba de su cinturón una figura en madera bellamente tallada y se la dio a Yago.

—Ese caballo ha salido de las manos de Juan Bautista de Toledo, un arquitecto de gran fama al que Pignatelli le encomendó poner en madera su propia visión sobre ese nuevo caballo. Y Juan Bautista tradujo sus deseos en este resultado.

Yago tomó en sus manos la figura y repasó su perfil con un dedo. Cuando terminó de conocer cada uno de sus matices, cerró los ojos, apretó la figura entre las dos manos y se la llevó a los labios, besándola.

Acababa de memorizar cómo iba a ser ese caballo que estaban buscando.

A pocas manzanas de su destino, Volker quiso que conociera en qué iba a consistir su participación.

—Por el momento necesitamos poner medida a tus habilidades y entre ellas tu capacidad de mirar el interior de los caballos. Acabas de tener entre tus manos un modelo que nos ha de servir para construir ese animal. Hoy vamos a dar un nuevo paso en ese sueño, acudiremos a la cubrición de un grupo de yeguas que Pignatelli ha ido reuniendo en sus cuadras, y podrás ver qué se ha hecho hasta ahora para que la mejora sea una realidad.

Cuando alcanzaron el sólido edificio de piedra donde se encontraba la escuela de equitación, aunque su aspecto exterior recordaba al de un palacio, en su interior había más de doscientos animales entre caballos y yeguas.

Dos enormes rampas circulares conducían, una a la planta baja, y la otra a un ala de grandes proporciones que se destinaba al adiestramiento de los caballos.

Bajaron a la planta inferior a la vez que lo hacía un grupo de cinco mozos conduciendo a las yeguas que se iban a cubrir.

—¡Esperad! —ordenó Volker. Se acercó a ver a una que cojeaba. Tenía un corvejón inflamado y bastante caliente—. Descartad esta; no está en condiciones. A las demás llevadlas hasta el potro y dejad una amarrada. —Vio a otros dos mozos con unos arneses—. Y vosotros seguidnos, vamos a estudiar a las hembras primero para luego elegir a los padres.

Pignatelli apareció desde un pasillo muy sonriente, los saludó y se unió a ellos.

—Bienvenido seas a esta escuela, Yago.

El muchacho bajó la cabeza avergonzado, y musitó un gracias apenas audible.

Volker puso en palabras su idea de trabajo, y qué procedimiento pensaba poner en práctica previo a la monta.

—La elección de cada padre responderá al objetivo de combatir un defecto morfológico específico de cada yegua, que de no ser corregido podría empobrecer su descendencia. Eso significa que nuestra primera tarea será decidir qué se ha de mejorar.

Se acercó a la primera yegua y la observó con atención.

Volker poseía una probada capacidad de análisis en ese sentido. Estudiaba en profundidad cada animal, y con su experiencia en poco tiempo localizaba cuáles eran sus menoscabos como también sus cualidades. La yegua era castaña, de espalda demasiado recta, y por ello poco apta para responder a extensiones de las manos y a carreras largas, según le fue explicando a Yago.

Le siguió una de las más jóvenes, casi blanca. En un primer golpe de vista apenas pudo localizar en ella una sola tara exterior que le restara calidad. Por eso decidió medirla a palmos, obedeciendo las indicaciones aprendidas de aquel libro encontrado en la biblioteca del virrey. Calculó la profundidad de su pecho y el ángulo en su implantación con el cuello. Sabía que si era amplio, le daría a su descendencia una mayor agilidad. Se agachó para verla mejor.

—¿Sabes por qué los caballos de capa blanca se dice que son los más equilibrados y de mejor temperamento?

Yago contestó con una negativa. Pero respondió Pignatelli.

—Desde épocas muy remotas, su temperamento se ha venido asociando al color del pelo, y este a los cuatro elementos esenciales de la creación: agua, viento, fuego y tierra. Como seguro sabrás, los animales donde predomina en su capa el fuego, con tonos anaranjados o rojos, son coléricos, impetuosos y poco dados a obedecer… Sin embargo, los que tienen más influencia del agua o del aire son flemáticos. Pero los que tienen el blanco como color predominante, unos dicen que es debido a la ausencia de color y otros que se produce por el cruce de los cuatro elementos, presentan un equilibrio perfecto que confiere al animal el mejor carácter, le da nobleza y lo hace más dócil.

Con la yegua siguiente Volker se detuvo algo más de tiempo.

Yago intentó ver cuáles podían ser sus defectos a mejorar, teniendo siempre en mente la figura del caballo que poco antes había tenido en sus manos. Estaba observando su cabeza, mientras Volker hacía lo mismo comprobando si la tenía más elevada que la cerviz, detalle que la definiría como alta de brema.

—Cuello corto… —Yago lo señaló con el dedo.

—Dices bien —apuntó Pignatelli—, y además de corto carnoso, lo que le hacer ser un animal pesado para trabajar a la mano. Si te fijas mejor, sus ancas bajan a plomo hasta el menudillo, y eso hace que sea un animal que debe marchar con mucha dureza de atrás, al doblar con dificultad los corvejones.

La cuarta yegua solo necesitaba acortar un poco el lomo para que su descendencia recogiera mejor la fuerza y pudiese desarrollar movimientos más inmediatos, virtud necesaria para que estuviesen prestos a un brioso arranque.

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