El jinete polaco (35 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: El jinete polaco
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Intuía con un orgullo precoz y sin necesidad de explicación que aquellos hombres y mujeres a los que visitaba con su padre no eran como los demás, y que sus casas tenían algo de islas cerradas y también inseguras en medio de una vasta realidad cotidiana que también para ella resultaba hostil, aunque era la única que conocía. Regresaban en el último tren y su madre ya estaba acostada, pero no había retirado la copa y la cubitera con el hielo derretido que estaba en una mesa baja enfrente del sofá ni había apagado la televisión. Se ponía con sigilo el pijama, se cepillaba el pelo, se lavaba los dientes. Acodado en la puerta del cuarto de baño, su padre tenía la misma leve sonrisa que le había brillado en los ojos durante la fiesta: una sonrisa que apenas le curvaba los labios, que tal vez sólo existía para que ella la viera. Le daba un beso, le decía en español buenas noches, se acostaba sin apagar la luz y esperaba con los ojos cerrados a que él entrara, se lo pedía en silencio. Él llamaba quedamente a su puerta y cuando se acercaba a la cama traía un libro español en las manos. Escuchaba su voz mientras iba durmiéndose y le parecía que estaba haciéndose cada vez más débil y que al mismo tiempo decrecía la luz hasta que un silencio rumoroso de voces y una oscuridad sin terror la envolvían. Ya estaba dormida, pero notaba en la cara el embozo que él le había subido y luego el beso que le daba en la frente y la mano en su pelo y por fin los pasos que iban alejándose y el ruido callado de la puerta. Soñaba con los dibujos de los cuentos que él le había leído: y algunas veces con el hombre a caballo y el bosque y el castillo en tinieblas de aquel grabado que él tenía en la pared de su estudio.

La imagino habituándose poco a poco a las calles y al invierno de Mágina, guiada al principio por su padre, aventurándose luego a caminatas solitarias que alguna vez la llevaron sin duda al barrio de San Lorenzo, a la calle del Pozo, donde se la quedarían mirando las vecinas, tal vez mi madre o mi abuela Leonor mientras barrían la puerta y rociaban el empedrado con el agua de fregar, cruzándose conmigo, subiendo luego, al volver, por la plaza del General Orduña y la calle Trinidad hasta la Torre Nueva, donde se encendía de noche la fuente luminosa, paseando por la acera del instituto, a la hora en que sonaba la campana y se abrían las puertas y mis amigos y yo cruzábamos la avenida Ramón y Cajal para oír discos y beber cañas en el Martos. La puedo distinguir entre las chicas que salen con bolsas de gimnasia a la espalda o cuadernos y libros abrazados contra el pecho, y no sólo por la forma de su cara y el color de su pelo, sino porque camina de otro modo, sin contonearse, como ellas, porque no lleva bolso y no va maquillada y parece más joven que las muchachas de su edad. Pero tal vez no la imagino, tal vez mi memoria es más lúcida que yo y la estoy recordando, no exactamente a ella, sino a una de las muchachas extranjeras que aparecían de vez en cuando en Mágina y que llevaban consigo el mismo aire de inaccesible libertad y promesas que me embargaba al oír canciones en inglés en la máquina del Martos. Marina y sus amigas usan zapatos de tacón, se ponen rímel en las pestañas y cremas en la cara, se sombrean los párpados, se depilan las cejas, van todos los viernes por la tarde a la peluquería: ella camina entonces igual que ahora, con una naturalidad indolente, deteniéndose a mirar cualquier cosa y olvidándose entonces de la dirección en la que iba, lleva botas vaqueras o zapatillas deportivas y una cazadora que le está un poco grande. Pasa junto a la puerta del instituto, tal vez me ve cruzar ante ella y le suena mi cara, piensa que se le está haciendo tarde y que ya es hora de ir a casa para prepararle a su padre la cena: anochecerá pronto y ha empezado suavemente a llover. Choca con alguien, se vuelve para disculparse y lo hace en inglés, es un hombre al que ha visto antes, pero ahora mismo no se acuerda, un hombre de unos treinta y tantos años, con chaqueta de pana, con corbata, con gafas, con una cartera negra de profesor. Y yo, que no la he visto y ni siquiera sé que existe, que en ese momento introduzco una moneda en la máquina del Martos y voy a sentarme junto a mis amigos con una cerveza en la mano para escuchar una canción de Jimi Hendrix —Martín empieza a mover rítmicamente la cabeza y consulta unos apuntes de química, Serrano aspira un cigarrillo con los ojos entornados y deja que el humo vaya saliendo despacio de su boca, con ese gesto que según nos han dicho ponen los fumadores de hachís, Félix está como en otro mundo, aburrido de esa música que no llega a gustarle—, siento ahora celos al imaginar ese encuentro, y quiero que ella no choque con ese hombre o se disculpe y no lo reconozca: nos vimos en el Consuelo, dice él, sonriendo, a principios de octubre, los dos acababan de llegar a la ciudad y se hospedaban allí, tú me dijiste que esperabas a tu padre, que temías que se hubiera perdido, porque había salido antes de que te despertaras y te dejó una nota diciendo que volvería a las nueve, y ya eran las diez: estaban en la barra, tomándose un café con leche, él nervioso, le dijo, señalando por las cristaleras hacia el instituto, al otro lado de la calle, iba a ser su primer día de trabajo y aunque ya tenía varios años de experiencia siempre era difícil empezar un nuevo curso en una ciudad extraña, con alumnos desconocidos, con profesores tal vez poco hospitalarios, siempre le pasaba lo mismo, llegaba a un instituto y no se reprimía a la hora de expresar sus opiniones y los compañeros le volvían la espalda. De modo que ahora se alegraba mucho de verla, porque en estos dos meses se acordó muchas veces de ella, preguntándose si se habría acostumbrado a la ciudad y al país, viniendo de tan lejos, de los Estados Unidos, la capital del imperio, dijo, echándose a reír, repitiendo una broma que ya había formulado con una cierta cautela la primera vez. Miró el reloj, tenía prisa pero le daba tiempo a invitarla a un café, y ella se encogió de hombros y le dijo que sí, la aturdía un poco la velocidad de sus palabras pero llevaba mucho tiempo sin hablar más que con su padre y con las mujeres de las tiendas, y su padre últimamente tampoco hablaba mucho, prefería pasear solo y regresar cuando ella estaba acostada: pero no dormía, desde que era niña no podía dormirse hasta que él no llegaba a casa, permanecía despierta, con la luz apagada, y miraba las agujas fosforescentes del despertador cuando oía abrirse la verja y luego la puerta de entrada, vigilando sus pasos, notando que él no encendía las luces y que chocaba con los muebles y se quedaba mucho rato en el cuarto de baño y luego caía sordamente en la cama.

Cruzaron la avenida, y ella propuso al azar que entraran en el Martos, pero él dijo que no, que en ese bar había siempre mucho ruido y además solía estar lleno de alumnos. Fueron al Consuelo, así repetirían su primer encuentro, dijo él, riéndose, el gran hijo de puta, el luchador ejemplar, el héroe de la praxis y de las condiciones objetivas, que nos dejaba fumar en los exámenes y usar libros y apuntes, con su olor a tiza en los dedos y sus campechanos paquetes de Ducados, desplegando su palabrería ante ella como la cola de un pavo real, considerando de soslayo sus muslos, sus caderas, sus pechos sin sostén, bajando el tono de la voz para confesarle que él era un represaliado político, que lo habían boicoteado en la universidad y por eso tenía que ganarse la vida en institutos de provincias, sin contar los años pasados en el exilio, desde el sesenta y tres al sesenta y nueve. «Mi padre ha pasado más de treinta», dijo ella: inmediatamente se arrepintió de confiar en un desconocido, y se sintió incómoda, insegura, un poco desleal, impaciente por irse. Pero la sonrisa del otro, José Manuel, se llamaba, los amigos le decían Manu, se agrandó al escuchar esas palabras que ella, ahora apretando los labios, mirando con nerviosismo el reloj, hubiera preferido no decir, y se inclinó más hacia adelante, encaramado sobre un taburete, acodado en la barra, rozándole casi las rodillas, las manos, echándole el humo en la cara cuando encendió un cigarrillo negro. Miraba a un lado y a otro, se inclinaba hacia ella bajando la voz, pero el bar estaba casi vacío, con poca luz: ella tenía que contarle, tenía que presentarle a su padre, probablemente se sentirían solos en España, desorientados, aislados de la lucha que aquí seguía manteniéndose aunque muchos en el exilio creyeran que no, que todo el país estaba idiotizado por la televisión, los toros, el desarrollismo y la Iglesia: incluso sectores importantes de la Iglesia, a él le constaba, se estaban alineando en posiciones democráticas, y hasta algunos militares, y empresarios no monopolistas, de modo que muy pronto iba a producirse un cambio irreversible en la correlación de fuerzas.

Ella sonreía, nerviosa, sin atreverse, por cortesía, a mirar otra vez su reloj, sin entender nada, ninguna de esas palabras tan ajenas a su español antiguo, aunque advirtiendo, eso sí, las miradas de él que no iban a encontrarse con sus ojos, que descendían hacia sus ingles ceñidas por el pantalón vaquero o se instalaban en un punto indeterminado del aire para dirigirse con cautela a sus pechos. Le parecía guapo, tenía el pelo negro ya un poco canoso y más bien largo, los ojos oscuros y brillantes, las manos grandes, con las yemas de los dedos manchadas de nicotina y de tiza, pero no la atraía, aún no, me ha dicho, la desconcertaba, porque nunca había estado a solas con un hombre de esa edad, y porque estaba segura que a su padre no le gustaría si lo viera, no le gustaba la gente que hablaba y sonreía demasiado. Lo imaginaba solo y esperándola, sentado en el sofá del comedor, sin encender la luz, aunque estaba lloviendo y ya anochecía, mirando él también su reloj y el grabado del jinete colgado en la pared, y pensó que debía irse y no se movió del taburete, aturdida por las palabras del Praxis y por los movimientos de sus manos como por los pases magnéticos de un hipnotizador, así se recuerda todavía ahora, callada, fascinada, escuchándolo, y aunque se burla de su indulgencia de entonces no elude por completo el dolor, por qué no apareciste justo en ese momento, me dice, por qué tardé tanto en decirle que tenía que irme y no me negué a que me llevara a casa en su coche, un ochocientos cincuenta gris, de eso sí que me acuerdo, viejo y abollado, con matrícula de Madrid, con pegatinas de campings europeos en el cristal trasero, aparcado siempre frente al instituto. Salieron a la calle resguardándose de la lluvia bajo los aleros de las casas, ella con la cremallera de la cazadora abrochada hasta el cuello y las solapas levantadas, parada junto al coche mientras esperaba a que el Praxis le abriera, repitiéndole luego que no tenía que molestarse, porque su casa estaba muy cerca, queriendo evitar todavía que su padre la viera bajarse del coche de un desconocido, pero no podía hacer nada, igual que cuando estaba sentada en el taburete y pasaban los minutos y no se decidía a marcharse. Recobraba con un poco de halago y de satisfacción una potestad que hasta entonces le pareció irrisoria: la de atraer a los hombres, la de advertir, con una perspicacia de la que ellos carecían, la inseguridad que les deparaba el deseo, esas miradas oblicuas, esa especie de cobardía congénita que los encerraba en la timidez o los empujaba torpemente al descaro. El interior del coche olía a humo de tabaco y a la derecha del volante había un cenicero medio abierto y lleno de colillas. José Manuel, Manu, el Praxis, se disculpó por la suciedad, puso en marcha el motor, comprobó con irritación que las varillas del limpiaparabrisas apenas funcionaban, enfiló la avenida de Ramón y Cajal hablándole de un mes de mayo en París de hacía cuatro o cinco años sobre el que ella no sabía casi nada, pidiéndole detalles sobre sublevaciones y disturbios raciales y marchas contra la guerra de Vietnam en las universidades americanas, aunque parecía saber de todo mucho más que ella, la anonadaba, lo sabía todo, había estado en todas partes, había vivido ambiguas aventuras de conspiración en países del este de Europa, había regresado clandestinamente a España, y durante meses o años se movió con documentación falsa. Conducía distraídamente, con brusquedad y torpeza, volviéndose para mirarla, sin atender al tráfico escaso de la noche de invierno, rozándole los muslos cuando movía el cambio de marchas, y al indicarle ella que torciera a la derecha para llegar a la colonia ya era tarde, bajaban a toda velocidad junto a la muralla de piedra del hospital de Santiago, y el coche sólo se detuvo en la esquina de la lonja con un brusco ruido de frenos, porque se había puesto roja la luz del semáforo. «Siempre me pasa lo mismo, perdona, me pongo a hablar y se me olvida que estoy conduciendo.» Los focos que iluminaban la fachada y las torres del hospital tenían entre la lluvia una tonalidad anaranjada y triste que es para mí la luz de los domingos por la noche en ese extremo de Mágina, al final de la calle Nueva, en esa zona desierta y definitivamente inhóspita donde se daban la vuelta los matrimonios dignos y aburridos, las parejas de novios y los grupos de muchachas para regresar en dirección a la plaza del General Orduña, para no seguir avanzando hacia el desamparo nocturno de la carretera que llevaba a la capital de la provincia: sólo iban más allá parejas abrazadas que buscaban la sombra, más allá de la piscina y de la gasolinera, cuyas luces blancas tenían algo de límite entre la ciudad y lo desconocido. Ella le dijo que no importaba, que la dejara allí, incluso buscó la palanca de la puerta y quiso abrirla y bajarse, ya no llovía y con sólo caminar unos pocos minutos llegaría a casa, pero no se bajó, habría bastado una palabra, un movimiento de la mano, uno de esos gestos impremeditados y vulgares que condenan o salvan la vida de uno. Pero entonces yo ya estaba perdida, me ha dicho, y miraba la calle tras el cristal del coche con la misma distancia con que la miraría alguien que ha sido raptado, un preso con la cara adherida a la tela metálica del furgón celular. Focos anaranjados, faroles amarillos en las esquinas, parejas lentas de novios bajo los paraguas, campesinos rezagados que volvían del campo llevando de la brida a sus bestias. Las manos grandes del Praxis asieron con una especie de vehemencia el volante cuando giró sin precaución a la derecha. «Indícame por dónde es, te dejaré en la misma puerta de tu casa.» Las varillas del limpiaparabrisas habían despejado un doble semicírculo en el sucio cristal y ahora veía frente a ella la carretera y los últimos edificios, y tuvo miedo no de que el coche continuara avanzando en línea recta más allá de la gasolinera, sino de desear que eso ocurriese, sentada en la oscuridad junto a un desconocido que le hablaba sin mirarla y le rozaba los muslos con su mano derecha, preguntándose qué hora sería, con la sensación de que había pasado mucho tiempo desde que salieron del Consuelo y de que se deslizaba vertiginosamente inmóvil hacia una clase de experiencia en la que no contaría con el abrigo de una voluntad anclada en la figura y en la sabiduría de su padre. Pero era eso, en el fondo, lo que más la atraía: no el hombre de treinta y tantos años que procuraba sigilosamente tocarla y se apartaba en seguida como si hubiera recibido una pequeña descarga eléctrica sino un poderoso sentimiento de riesgo y de soberanía en el que no contaba con nadie más que con ella misma. Señaló una de las últimas calles laterales, por aquí mismo, dijo, a la derecha, y el Praxis rápidamente obedeció, ahora sí subían hacia la carretera de Madrid y la colonia del Carmen, y al ver de lejos las tapias blancas de los chalets y las altas siluetas de los árboles sintió un alivio en el que había algo de decepción, el miedo le pareció de pronto pueril y el tiempo, en su reloj de pulsera, recobró su forma y su duración usuales, no era medianoche, no había huido ni perdido nada, eran apenas las ocho, la hora a la que regresaba muchas tardes, y posiblemente su padre no estaría en casa, o no le habría dado importancia a su retraso, abstraído en un libro o en un periódico, levantando un instante los ojos cuando ella entrara para mirarla por encima de las gafas, en el comedor con muebles viejos y alquilados entre los que se movía con una tranquila actitud de huésped satisfecho, casi de propietario, que no tuvo nunca en su casa de América.

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