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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (20 page)

BOOK: El juego de Sade
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—¿Adónde vamos?

—Aribau, 234.

Se te revuelve el estómago. Es la dirección de la sede de Jericó Builts.

—¿A mi despacho? ¿Qué vamos a hacer en mi despacho?

—¿No lo sabes?

Anna te lo pregunta en un tono de cancioncilla infantil que te alarma. Esta chica es del todo imprevisible.

—¡No!

Te escruta con la mirada.

—¡Pues ya lo verás!

Guardáis silencio. Ella no se muestra tan relajada y cínica como de costumbre, dirías que está inquieta y, a ti, todo te aterroriza. No presagias nada bueno. Desde que acudiste al Donatien, una avalancha de despropósitos te acosan. Armándote de valor, rompes la tregua:

—Esta mañana he ido a unos laboratorios para hacerme un análisis.

Ha esbozado un gesto de curiosidad.

—Te… Lo hicimos sin tomar precauciones y quiero asegurarme de que no me he contagiado nada.

Le has devuelto la sonrisa grosera y molesta a su rostro desalmado.

—A mí no me hace ninguna gracia —le aseguras con un deje de menosprecio.

—¿El semental tiene miedo de haber contraído alguna infección? ¿Quizás el sida?

—Pues sí.

La carcajada es molesta e insultante. La estrangularías, Jericó, la estrangularías de buena gana. Maldices el día en que pusiste los pies en el Donatien.

—¡No sufras, pichafloja, que estoy limpia!

—¡Ja! ¿Eso se lo cuentas a todos los que te follan?

—¿Puedo fumar?

—No.

—¡Gracias!

No hace caso y enciende un cigarrillo.

Quisieras arrancárselo de los labios, pero te reprimes. Bajas su ventanilla y te resignas a soportar el humo. Para colmo de males, te llama Shaina. Así te lo indica la pantalla de la Blackberry. Vacilas. «¿Contesto o no?» ¡Tienes que hacerlo! A pesar de la presencia de Anna, debes responder. Con el plantón del
japo
, le has dado motivos suficientes para atizar el fuego de la pira donde ardéis.

Atiendes la llamada sin conectar el manos libres, conminado por la presencia de Anna.

—¿Sí?

—¡Ya era hora! Te he llamado hace un rato. ¿Dónde estás?

—Disculpa, Shaina. Acabo de salir del despacho de Niubó.

Miras de reojo a tu acompañante. La mentira la divierte.

—¿Y no podías contestar? Hace una hora que te espero.

—Estábamos tan inmersos en el negocio que… Iba a llamarte ahora.

—Aún estoy en el Shunka. ¿Vienes?

—No, no puedo, Niubó me ha pedido unos datos, una información. Los necesita con urgencia el lunes y ahora mismo voy al despacho para ponerme con ello. No tengo tiempo que perder.

«¡Mierda!» Te muerdes la lengua. ¡La has cagado! ¡Mira que decirle que almorzar con ella es una pérdida de tiempo!

Anna, deleitándose con la situación, se conjura con el infierno para dificultártelo aún más y te palpa lascivamente las partes.

No puedes retirarla. Tienes una mano en el volante y con la otra sostienes la Black.

—De acuerdo, Jericó, no pierdas el tiempo. Nos vemos.

Ha colgado sin darte tiempo a arreglarlo y te quedas con la acritud de sus palabras en el oído. Si las cosas ya estaban bastante mal con Shaina, esto solo servirá para empeorarlo aún más.

—¡Quieres estarte quieta!

Esta vez sí que le has mostrado tu faceta más airada. Incluso, después de dejar el móvil, le has aferrado la muñeca y se la has apretado con toda la fuerza de que has sido capaz.

—¡Guauu! ¡Este es el semental que me gusta! —exclama, en absoluto intimidada. Sin embargo, al menos has conseguido que aparte la mano y se dedique plenamente al cigarrillo.

El tráfico remiso de un sábado sosegado y un cielo radiante reflejan la mala hora. Llenas los pulmones de entereza y humo, disponiéndote a soportar lo que sea de la malvada visita.

—Solo una cosa —le formulas en tono sereno—. ¿Por qué yo?

La has hecho vacilar. No lo ha disimulado su sonrisa inmediata.

—Por un capricho del divino marqués.

 

¿Un capricho del divino marqués? La respuesta de Anna es tan ambigua y etérea que te dificulta el camino, un camino incierto y carente de respuestas. Las necesitas, claro, querrías saber qué y quién está detrás de un juego que comienza a atribularte. Pruebas suerte, aunque estás seguro de que no sacarás nada en claro:

—Venga, Anna, el marqués de Sade está criando malvas. ¿Quién es el cerebro de esta barbaridad?

—Los grandes personajes nunca mueren, viven para siempre. Los cristianos lo llaman resurrección. Los paganos se refieren a ello con diferentes términos: homenaje, memorial… ¡La palabra elegida es lo de menos! Lo que cuenta es el mensaje, el legado. Este pervive con las almas que atrapa.

—Es la primera vez que te oigo hablar así.

—¿Así?

—Quiero decir con cierta solemnidad. Hasta ahora solo te había oído decir estupideces.

—¡Hombre, gracias!

—De nada, pero, por favor, ¿podrías ser más explícita y aclararme qué hago yo en este juego? Creo que me lo merezco.

—Eres listo, semental, me has halagado con eso de la solemnidad y has intentado ablandarme. Casi lo consigues. El juego es el juego y punto. No sé mucho más que tú.

—«Di de vez en cuando la verdad y así podrán creerte tus mentiras.»

—¡Buena frase!

—No es mía. Es de Jean Renard.

—Pues, toma esta: «Todos los vicios, cuando están de moda, se convierten en virtudes.»

—¿De tu marqués? —le preguntas.

—No, de otro francés, Molière.

Sonríes por primera vez. Tendrás que admitir que no es tan estúpidamente banal como aparenta.

—¿A qué te dedicas?

—¿Aparte de andar de cama en cama?

—Dejando eso de lado. ¿Cómo te ganas la vida?

—Soy enfermera.

—¡Vaya!

—¿Sorprendido?

—Sí.

Se enciende otro cigarrillo y la amonestas.

—¡Pues no deberías fumar!

—Predicar con el ejemplo y todo eso, ¿no?

—Sí.

—Me gusta vivir al límite. Por eso estoy en el juego.

—¿Me explicarás por qué tiene Shaina una tarjeta para el martes?

—Forma parte del argumento.

—¿Qué argumento?

—Del juego de Sade, del guión previsto por el divino marqués.

Ya te lo decía yo, Jericó: no sacarás nada en limpio.

—¿Hace tiempo que Shaina está en el juego?

—¿Cuánto tiempo hace que se ve con Josep?

Vacilas.

—¿Dos años?

—Tú sabrás.

—¿Es él quien la ha involucrado?

—Tal vez.

—¿Y quién es el tipo que le dio la tarjeta a Toni, el camarero?

—Eso te lo respondería el divino marqués.

Desistes. Anna es hábil e inteligente, más de lo que aparentaba.

—¿Al menos me dirás qué vamos a hacer a mi despacho?

Tarda en responderte.

—Prefiero que seas tú mismo quien lo descubra.

Vuelves a bajarle la ventanilla. El humo se acumula y se te hace difícil respirar.

La extraña chica te mira sin mediar palabra, acompañando el vistazo con bocanadas de humo que tan pronto son aros como nubes. La divierte cincelar el humo con los labios.

—¿Qué miras? —la interrogas, incómodo.

—A ti, semental; me atraes.

No te ha disgustado del todo. Es atractiva y muy sexy.

Apura el cigarrillo y embadurna otra vez el cenicero. En la colilla que aplasta queda el rastro del carmín.

Se deshace del cinturón de seguridad y se agacha, rozándote con la boca abierta los genitales por encima de la ropa.

—¡Estás loca, Anna, no hagas eso!

—¿Te la han mamado alguna vez mientras conduces?

—Para, por favor, no tengo ganas. ¡Podríamos tener un accidente!

Es en vano. Te desabrocha el cinturón de piel, baja la cremallera de la bragueta y notas el calor de su lengua en el pene erecto.

Suspiras. ¡Esto no está bien, Jericó! Todavía tienes bien presente tu encuentro con Blanca. Aún retienes su perfume y el brillo de su mirada.

Una última advertencia:

—Si no paras ahora mismo, freno y te echo a patadas.

Ella continúa, impertérrita. Tratas de enfriar tu excitación, pero no puedes. Sucumbes a la calidez de su boca, a las caricias de su lengua. Te dejas arrastrar por la voluptuosidad del juego y el placer del riesgo…

 

¿En qué clase de monstruo te estás convirtiendo, Jericó? Hace un rato intuías el camino del corazón trazado por la mano de Blanca y ahora vagas por el tabernáculo de la lujuria rendido a la pericia bucal de Anna. ¿Cómo te has dejado arrebatar por el súcubo del vicio?

Lo más inquietante de todo es que no tienes suficiente valor para expulsarlo de tu vida. ¿Y te parece extraño? Pues ya te digo yo que no lo es. Hace muchos años firmaste un pacto. Ostentación, orgullo, apariencia, banalidad, riqueza, mentira, inmanentismo, soberbia, oropeles… Llevas demasiado tiempo rindiendo culto al becerro de oro para cambiar de la noche a la mañana. Estás tan enganchado a esta droga que ni el aire fresco de Blanca ni el amor incondicional que te inspira Isaura pueden librarte de él, al menos en este momento.

La avisas momentos antes de eyacular, pero no se retira y recoge la explosión de placer en la boca.

Te sientes aturdido y cansado. Cansado de expirar delante de Asmodeo como cualquier adicto de tres al cuarto.

—¿Te ha gustado, semental?

Apartas los ojos de su mirada insolente. Te ha vencido otra vez.

—¿Tienes un pañuelo?

—Dentro de la guantera hay unas toallitas —dices, abatido.

Es altamente improbable que desde algún coche hayan vislumbrado la patética escena. Tu Cayenne es alto y no te has detenido en ningún semáforo durante el breve tiempo que ha durado la felación.

Anna se limpia con pericia y suavidad. Lo deja todo tal como estaba, pero en lo que a ti respecta… Tú, Jericó, estás decepcionado contigo mismo.

—¿Por qué haces esto? —le preguntas.

—¿Mamártela?

—Todo en general, Anna, ¿por qué te complace tanto la obscenidad?

Tu comentario le suscita otra carcajada, que te cae como un jarro de agua fría. Finalmente, Anna accede a tu juego.

—¿Desde cuando el placer es obsceno?

—Lo que acabas de hacer lo es, Anna.

—Sigues sujeto a los grilletes de la hipocresía. ¿Qué tiene de obsceno proporcionar placer a un semejante? Porque es evidente que te ha gustado.

Dudas unos instantes.

—Es que hay formas y formas. No quisiera ofenderte, pero cualquier hombre a quien le contara lo que acabas de hacer diría que eres una puta.

—Si me hubieras obligado y forzado, estaríamos hablando de otra cosa. Pero te la he mamado porque me apetecía. Me pones, Jericó, y ya te dicho que vivo al límite de las apetencias, la satisfacción de la desmesura instintiva. Si esto implica tener que pasar por puta, pues ¿qué le vamos a hacer? No te he cobrado nada por los servicios. Me gusta y punto.

—Como a Sade, ¿no?

—Sí, señor, igual que preconizaba el divino marqués. Si al pasar por delante del árbol del bien y el mal veo una manzana madura, la cojo y me la como.

—¡No podemos vivir al límite, seríamos animales!

—Yo vivo.

—Sería el final de la humanidad, todo el mundo haciendo lo que quisiera, sin ninguna clase de moralidad.

—Aquí está la piedra angular de todo: la moralidad. ¿Quién dictamina qué es moral o no? ¿La Iglesia? ¿El gobierno? ¿Los bancos? ¿Los masones? ¿Los hare krishna? ¿Quién puede dictaminar con lógica, autoridad y coherencia lo que es moral y lo que no lo es?

—No lo sé. Hay una especie de ética natural.

—Claro, lo olvidaba, el clásico recurso de la naturaleza. ¿Te parece ético que un zorro destroce entre sus colmillos a un débil conejito mientras este bebe en un riachuelo?

Balbuceas. Te está acosando. Y continúa:

—¿Te parece ético este artefacto social llamado matrimonio? Al fin y al cabo, una especie de celibato. Sexo sí, pero siempre con la misma persona, del sexo opuesto y con pudor. Es como si te dijeran: ¡chaval, desde ahora, cada día de tu vida comerás lentejas con una cucharita de plata!

—No es exactamente lo mismo. Cuando quieres de verdad a tu pareja, supongo que no necesitas a ninguna otra persona para disfrutar del sexo.

Anna se frota el rostro esbozando un gesto de incredulidad.

—¡Mira quién ha hablado: el experto en amor conyugal!

Gruñes.

—¿Y tú qué sabes del matrimonio?

Enciende otro cigarrillo sin que le preocupe tu incomodidad.

—Es imposible que un tipo como tú ame a una imbécil como Shaina.

Frenas bruscamente porque adviertes que el semáforo de peatones de un paso de cebra está en verde. Una pareja de ancianos, cogidos de la mano, lo cruzan. La escena es entrañable.

—¿Cómo estás tan segura de una cosa así? ¿Qué pintas tú en mi matrimonio?

—¡Venga, semental, no te enfurruñes! A juzgar por lo que cuenta Josep, Shaina es mera banalidad. Lo único que tiene en la mollera son los Vuitton, los brillantes de Dubái o coches como este. Además, es una perezosa. Tú, en cambio, mantienes una lucha interior entre el bien y el mal. En tu alma se percibe profundidad.

—No tienes ningún derecho a juzgar así a mi mujer.

Mueve la cabeza y suelta un aro de humo con la boca.

—En el fondo, Jericó, sabes que es cierto. No te esfuerces en fingir. Deja la hipocresía para los esclavos de la moral.

—¿Esclavos de la moral? Esta vez, Nietzsche, ¿no?

—¿Lo ves? Eres un tipo inteligente y culto, semental. Un hombre que se casó con una tontita para presumir. ¡Me apostaría una cena a que no ha terminado un solo libro en su vida!

Te ha dolido tanto oír la verdad de boca de esa perdida que no sabes qué responderle.

El semáforo se pone en verde y arrancáis. Atribulado por la suspicacia y el ingenio de Anna, callas y sigues de reojo sus habilidades con el cigarrillo.

—Alguien quiere meterte en chirona —deja caer en un tono de aparente sinceridad—, y mira por dónde, me gustas. Pondría la mano en el fuego por que no eres el responsable.

—¿De qué estás hablando?

—De lo que en cuestión de un instante verás con tus propios ojos.

—¿Y qué es lo que tengo que ver?

—Un asesinato, semental, pero esta vez parece que lleva tu sello.

—¿Cómo?

—Josep, el tipo que se tira a Shaina, está muerto en tu despacho.

 
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