—Niubó me dijo que, por indicación expresa del señor Wilhelm Krause, en el momento de la firma debía aceptar un sobre.
—De eso no sé nada, pero el viejo Wilhelm es un hombre enigmático. Cuentan que es descendiente de un cazador de brujas y visionario del Renacimiento, y te puedo asegurar que hay algo especial en él. Es todo un personaje.
Pues si lo dice él, «el asfixiante ambigüista», Jericó, ¡imagínate cómo debe de ser ese tipo! Pero en el fondo eso ya no te importa. Lo único que te interesa es que te compra la empresa y te quedas limpio de toda deuda. Eso es lo que cuenta realmente.
Pero, de pronto, te asalta un terrible presagio. El sobre del enigmático
Herr
Krause… ¿Y si se trata de la carta de la Bastilla, del juego de Sade?
La mera idea te horroriza. Lo último que desearías es revivir otra vez la pesadilla.
Has dejado a Gabo en el hotel Arts. Te sangran los labios de tanto mordértelos mientras mirabas cómo entraba en el vestíbulo del hotel con la bolsa negra, tu seguro de vida para el día después del juicio final. ¡Resignación, Jericó!
Te diriges a casa de los padres de Shaina. Viven en el cruce de la calle Ganduxer con Via Augusta, en un primer piso. Deseas besar a Isaura, felicitarla por su cumpleaños, pero declinarás la invitación de quedarte a comer porque no te ves con ánimos de compartir la mesa con tu mujer. Por ello ya has pensado una excusa: debes preparar la documentación para la firma de mañana.
Aparcas el Cayenne en una zona azul y entras en el edificio de ladrillo rojo, elegante pero sin el glamour de la casa donde vives, ni el encanto del follaje ornamental de los cedros del Líbano. No has anunciado tu visita, de ahí la cara de sorpresa y hosquedad de tu suegra.
—¡Jericó! ¡Qué sorpresa!
Os estrecháis la mano. Ya hace mucho tiempo que no os besáis. La antipatía que te inspira es recíproca.
—Vengo solo un momento para darle un beso a Isaura.
—Claro, entra. Shaina ha salido, pero Isaura está jugando con el ordenador.
Llegas al comedor, que combina el exotismo ornamental marroquí con el tono clásico y sobrio de Pedro Jiménez. Tu suegra te invita a sentarte y llama a Isaura.
—¡Nena! ¡Ha venido tu padre!
Tu hija aparece como una exhalación y se lanza sobre ti. Ni siquiera te ha dado tiempo a levantarte, y os revolcáis sobre el sofá como dos chiquillos bajo la mirada de reprobación de la abuela.
Isaura te refiere el viaje florentino y te confirma que también es una de estas personas que saben captar el espíritu secreto de las ciudades. Te habla de Florencia como si estuviera viva, con sus suspiros y anhelos, con la mirada emocionada por el recuerdo.
—¿Te besaste con ese chaval a orillas del Arno? —le preguntas en un momento de complicidad.
Se sonroja. Un ramo de amapolas frescas sube hasta las mejillas.
—Sí —responde tímidamente.
—Es especial, ¿no?
Sonríe, ruborizada.
—Era el primer beso en los labios que nos dábamos.
—¡Oh! Sublime, hija. No hay mejor lugar para descubrir la dulzura de un beso que Florencia y el rumor del Arno.
Tu suegra os contempla con envidia. Debe admitir, Jericó, que con Shaina nunca ha tenido esta complicidad.
—¿Te quedas a almorzar?
—No puedo, tengo que preparar unos papeles muy importantes para mañana —le comentas mirando de reojo a tu suegra, tratando de descubrir si sabe algo. Si es así, no lo detectas. Te despides de Isaura, prometiéndole que mañana por la tarde estaréis juntos en casa y mirarás todas las fotos que ha hecho.
Cuando estás a punto de volver la espalda, tu suegra te detiene.
—¿Lo has pensado todo bien, Jericó?
Hay un brillo desconocido en sus ojos.
—Sí.
—Pues mucha suerte.
—¡Gracias!
Y cuando cierra la puerta te preguntas por qué nunca se ha mostrado amable como ahora…
¡El gran día! Hoy firmas. Ayer por la tarde, después de la visita a casa de tus suegros y un frugal almuerzo, acudiste al despacho de Niubó para firmar y revisar el papeleo necesario. Jaume te mostró con satisfacción los documentos de renuncia de Shaina a los dos bienes, exhibiéndolos como una pieza abatida en una cacería. Tú sonríes. Los miras y sonríes. «¡Si supieras el precio!»
Mientras esperas la llegada de los apoderados y abogados de
Herr
Krause, Jaume Niubó te recuerda que debes cumplir con el compromiso de aceptar el sobre que custodian en la notaría de vuestro amigo Diego Recasens. Te lo dan y te hacen firmar un documento de entrega en presencia de Niubó.
—¡Demasiado pequeño para contener las medias de Marlene Dietrich! —bromea él.
Es un sobre de media cuartilla con un plástico interno de protección. Palpándolo te parece percibir un relleno sólido.
—¿No lo abres? —te pregunta Niubó.
—No. Si son las medias de la Dietrich, quiero disfrutar de ellas a solas.
Sonreís, aunque el gusanillo de la curiosidad te pica por dentro. Sin embargo, no sabes por qué, como por un presagio inexplicable, decides abrirlo en privado.
Los apoderados de
Herr
Krause ya se han presentado. El proceso va rápido y antes de lo previsto os encontráis todos estrechándoos las manos en una de las salas de la notaría. Bern Foster, hombre de confianza de
Herr
Wilhelm, un bávaro de tu edad, el doble de corpulencia y el cabello rojo como los nórdicos primigenios, te toma del brazo y te aleja del grupo.
—¿Ha recogido el sobre? —te pregunta en un catalán impecable.
—Sí. ¿De qué se trata?
Su mirada es severa, pero transmite nobleza.
—Herr
Krause me ha pedido que le dijera lo siguiente: «Le ofrezco la libertad, le compro la libertad para cumplir una misión que encontrará en el sobre. Por favor, sea merecedor de este gesto. Confíe en mí.»
Te quedas desconcertado.
—¡No lo entiendo!
—Ya abrirá el sobre cuando esté solo. ¡Enhorabuena y mucha suerte!
Os despedís todos y tú llevas a Niubó con tu coche hasta su despacho. Está satisfecho y tú, a pesar de todo, también.
—¿Feliz, Jericó?
—¡Sí!
—No sé por qué, pero no acaba de parecérmelo. Te noto preocupado.
—Se trata del hecho de haber vendido la empresa que había levantado con tanta ilusión.
No es cierto, Jericó, es otra mentira de las tuyas. Lo que te desasosiega es haber perdido la pasta de la caja fuerte, tu colchón secreto.
—Te reinventarás, amigo; además de tener talento, dispones de los fondos necesarios para pensarlo tranquilamente.
—¿No necesitarás por casualidad un colaborador como yo en tu despacho? Mi experiencia en el mundo de la construcción puede resultarte útil.
—¿Bromeas?
—No.
Niubó te mira con seriedad.
—Me lo pensaré, pero debes saber que como jefe soy intratable.
—No me lo creo.
Sonríe.
—Las personas engañamos.
—Como los vinos —añades pensando en Paula—: detrás de un aroma embrujador se puede disfrazar un sabor deficiente.
—¡Exacto! Muy buena, me la apunto.
Lo dejas en la esquina de su despacho y os despedís.
—¡Gracias por todo, Jaume!
—De nada, no me lo agradecerás cuando te llegue la factu- ra con los honorarios. Y cuidado con ese sobre. ¡A ver si en lugar de las medias de la Dietrich encuentras los calzoncillos de
Herr
Krause!
Buen tipo, Niubó. Y honesto. Avanzas unos metros con el coche sin apartar los ojos del misterioso sobre. La curiosidad te devora. Estacionas delante del escaparate de un anticuario y abres el sobre. Dentro hay un curioso anillo dorado con la inicial «J» en relieve sobre la esfera orlada por unas finísimas alas. Este era el objeto que daba relieve al envoltorio. También encuentras un sobre blanco que, al abrirlo, revela una especie de carta dentro escrita a pluma, con caligrafía afilada e inclinada. La lees…
Estimado Jericó:
La liberación de sus deudas no ha sido casual. Nada lo es, créame. Me parece que, como víctima de las trampas del malvado Gabriel, usted ha conocido de sobra el infierno. Ahora que es libre y le han crecido las alas, quisiera que surgiera el ser de luz que dormita en su interior, el arcángel Jofiel, a quien Lucifer, el demonio de la soberbia, ha mantenido sometido durante todo este tiempo.
Por este motivo le hago entrega de este anillo, el anillo del arcángel Jofiel, guardián de la sabiduría y del árbol del bien y el mal. Póngaselo en el anular y déjese guiar por la luz para encontrar al ser que lo complementa como Jofiel. Creo que si escucha el latido de su corazón sabrá deducir dónde encontrarla. ¿Un encuentro en apariencia casual los ha puesto en contacto recientemente?
Abandónese a la luz, tome el camino del corazón. Ella lo instruirá sobre cómo hacerlo y cuál es nuestra misión actual, la de los Siete Arcángeles permanentemente enfrentados a los siete súcubos de los siete tabernáculos del infierno. Sea usted digno de los que le han precedido en la posesión de este anillo. Espero volver a encontrarme con usted muy pronto entre los siete rayos de luz.
Wilhelm Krause Binsfeld
Arcángel Miguel
¡Resoplas! ¿De qué va todo esto, Jericó? ¿El viejo Krause te está diciendo que ha comprado tu empresa en quiebra para que lleves a cabo una misión? Miras de reojo el escaparate del anticuario. Tus ojos se clavan en los de una muñeca antigua de porcelana, inertes, ausentes e impactantes a la vez.
Estás perplejo, no sabes qué significa todo esto de los siete arcángeles, qué alcance tiene y mucho menos aún qué implica este extraño anillo.
En fin, Jericó, si soñabas con ser libre ya lo ves: era una pretensión demasiado atrevida. ¿Libre? ¡No seas ridículo! Nunca somos libres, y mucho menos cuando te proponen caminar desde los eriales del odio hasta las llanuras del amor. En ambos casos siempre hay esclavitud, Jericó, ¡recuérdalo! Las pasiones nos proporcionan verdades efímeras, como los perfumes evaporándose en la suave piel de una mujer. El tiempo huye y en él se mecen hasta quedar reducidas a la nada las palabras incandescentes de pasiones, amores, traiciones y odios.
Te preguntas dónde están las manos creadoras de estos ojos de la muñeca de porcelana del escaparate que te han llamado la atención. Dónde estarán en estos momentos esas manos delicadas, capaces de inmortalizar el sentimiento efímero de la vida en unos ojos. No sabes cómo, la mirada de la muñeca de piedra te ha conducido hasta la casa de Capçanes, junto a la silla de Paula, relegado al mutismo inerte de una maldición decadente…
Arrancas el coche y apartas la mirada del escaparate con el sentimiento confuso de que aún hay dados que ruedan sobre el tablero de juego mientras tú vas descubriendo la propia precariedad vital.
Mientras conduces, suspiras profundamente y, mirando al cielo, legañoso y tímidamente grisáceo, te encomiendas a lo que la vida te depare. Sea lo que fuere, Jericó, recuerda que el destino tiene sus propios caprichos. Todo lo que has vivido últimamente ha sido un ejemplo de ello. A pesar de ti. A pesar de las luces soñolientas de un mediodía.