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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (33 page)

BOOK: El juego de Sade
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La pregunta la perturba. Mueve las piernas y las manos le tiemblan.

—Si vuelve a ponerle sus sucias manos encima… —amenaza airada, pero débil.

Empieza a toser. Te preocupas por ella, parece que va a ahogarse. Incluso haces el gesto de levantarte, pero ella te indica mediante un ademán que no pasa nada.

Cuando se recupera toma un sorbo de agua. Repite la operación de secarse con el pañuelo de encaje y entonces, en un tono contundente, te interroga:

—¿Qué le ha hecho esta vez el cerdo de mi marido a mi hijo?

No puedes desembarazarte de la mirada del señor Magrinyà. La observas de reojo, como la grieta del techo, todo ello presagio de un instinto mórbido.

Le refieres, sin entrar en detalles escabrosos, el asesinato de Magda y cómo Eduard te habló de su propio hijo, de Alfred, pero evitas mencionar el juego de Sade.

—¿Crees en las maldiciones? —te pregunta, serena.

Te sorprende la placidez con que acepta tu relato. Tal vez ya lo sabía todo, Jericó. Por ese motivo no parece afectada.

—No. No en sentido estricto, pero sí en la suerte. Hay gente que la atrae.

—Mi familia es víctima de una maldición. Lo que le ha ocurrido a Alfred ya le sucedió a mi hermana Isabel. El viejo del retrato, este que no deja de observarnos, el honorable Armand Magrinyà —dice, pronunciando el nombre con un deje de ironía— abusó de mi hermana. Mi madre también lo descubrió demasiado tarde. Mi madre murió mientras dormía. Exhausto y cansado, su corazón sucumbió a tanto sufrimiento. Mi padre había fingido remordimiento, pero corren muchas leyendas por el pueblo de su afición enfermiza por los niños. Nunca más tocó a Isabel, pero ella lo evitó hasta el fin de sus días. No derramó una lágrima delante de su ataúd. Isabel morirá soltera con el dolor incubado, un dolor que solo templa el silencio dulzón de las viñas, a las cuales mima como a las hijas o hijos que nunca parirá.

Es una historia triste. Paula está como ausente. Contempla la grieta del techo y suspira. Acto seguido, prosigue:

—Esta casa, donde antes fluía el vino y la mistela, los bollos de azúcar y los bizcochos de miel, enfermó con el asunto de mi padre y mi hermana. La casa está enferma, Jericó. Por la noche, cuando todo está en silencio, se oyen crujidos como si fueran lamentos. La grieta crece…

La interrumpes.

—Sé lo que me digo, Paula, porque me he dedicado muchos años a la restauración. La grieta del techo proviene casi con seguridad de un movimiento de la viga maestra, de allí. —Le señalas una viga inmensa de donde parten otras más delgadas—. Deberías hablar con algún albañil o constructor para que le eche un vistazo.

Su sonrisa nerviosa te incomoda. Es una sonrisa sobrenatural.

—¡Incrédulo amigo! La casa está enferma, como yo, como todo nuestro linaje. Tú no lo entiendes. No puedes comprenderlo.

Paula empieza a toser de nuevo. Te quedas paralizado. No sabes cómo actuar. ¡Acércale el agua, Jericó! ¡Ayúdale a beber un sorbo! Lo haces. Te levantas, coges el vaso tallado y la ayudas.

Isabel acude al oír el revuelo. Diligente, te coge el vaso de las manos y se ocupa de su hermana. Te dedica un «no es nada» con la mirada y mientras te sientas de nuevo, aturdido, con cierto remordimiento por haberle causado el sobresalto, Isabel reincorpora con un cojín a Paula, que pronto respira mejor.

—¿Estás bien? —le pregunta.

—Sí, no es nada. Necesito descansar. ¿Por qué no le enseñas el viñedo a nuestro visitante?

Isabel le acaricia la frente y te indica que la sigas. Camina con vigor, delante de ti. Recorréis el pasillo hasta la entrada y salís a la era.

Los perros, que permanecían echados sobre la hierba, bajo el emparrado, se levantan y ladran. Isabel los manda callar.

—¿Entiende usted de vino, señor Jericó?

Es la primera vez que abre la boca desde que habéis salido de la casa.

—Tutéame, por favor.

—Le agradezco la confianza, pero tengo el hábito de tratar de usted a los desconocidos.

—Como quieras; yo, si no te molesta, te tutearé.

—Lo dejo a su criterio.

—Gracias. ¿Qué me decías?

—Le preguntaba si entiende de vino.

—Menos de lo que quisiera.

—El vino son las viñas —te manifiesta, abarcando con los brazos abiertos las miles de cepas que pueblan la llanura. El abuelo Magrinyà, el mejor enólogo de la saga, siempre me lo repetía: «El principal secreto, Isabeleta, radica en las vides, no en la uva, sino en las vides. Desde que nacen los primeros pulgares hasta que cae el último pámpano, las viñas viven para dormitar desnudas en los inviernos. Lo hacen todo en silencio, desde vestirse hasta desnudarse. En el silencio dulzón de las viñas está el secreto del buen vino. Si mimas las cepas, Isabel, te ofrecerán la mejor uva; pero, si no la cuidas, si perturbas su paz cíclica, entonces la uva estará incompleta y por más que te esfuerces en la bodega, no conseguirás un buen vino. El secreto, no te olvides nunca, Isabeleta, está en las vides, en su silencio dulzón.»

La sigues mientras camina en dirección a una especie de terracita elevada. Subís los tres peldaños de terracota y desde allí observáis el vasto viñedo de los Magrinyà. Isabel te invita a sentarte en uno de los bancos de madera y ella hace lo propio.

—Paula se está apagando. Lo cierto es que se apaga desde hace muchos años, desde que descubrió por mi madre que mi padre había abusado de mí y después que su esposo había hecho lo mismo con Alfred.

Te sorprende la franqueza con que reconoce que fue víctima de un abuso.

—Lo más gracioso es que si se casó con el imbécil de Eduard fue por mi padre. Mi padre era un tarambana presumido, un libertino sin escrúpulos, un rentista a quien nunca vi trabajar. El padre de Eduard, el señor Jacint Borrell, de Reus, era de buena familia, como nosotros. Mi padre se había hecho muy amigo suyo, según contaban, en casas de mala nota de la ciudad. El hijo del señor Borrell era un estudiante muy brillante, coleccionaba títulos académicos. Esto fascinó a mi padre, como también la disoluta camaradería con su progenitor. Eduard tenía el encanto de los seductores. Era guapo y exhibía una inteligencia sorprendente, pero si conquistó a mi hermana fue por la insistencia de nuestros padres. Paula quería a un joven del pueblo con el que se veía a escondidas entre las viñas. No quería saber nada de Eduard. Pero la obstinación de mi padre fue decisiva y aquel imbécil acabó conquistando el corazón de mi hermana.

Se detiene y se llena de aire los pulmones.

—Respire hondo, señor Jericó, déjese impregnar por el aroma de las cepas.

La obedeces. Lo haces cerrando los ojos, imitándola. Debes reconocer que hay algo mágico en el campo cultivado de vides. Te sientes bien a pesar de la sórdida y terrible historia de los Magrinyà.

—Paula está convencida de que una maldición pesa sobre vuestro linaje —comentas—. Está obsesionada con la grieta del techo del comedor.

Isabel te mira con severidad.

—No es ninguna obsesión. Nuestro padre condenó a nuestra familia.

—Entiendo perfectamente que lo que hizo no tiene ninguna clase de excusa, pero ¿su comportamiento irresponsable e imperdonable es la causa de que la historia se repitiera con Alfred?

—Al acusarlo de condenar a nuestro linaje no me refería a los abusos, sino al hecho de que no siguiera las instrucciones de la maldita carta del marqués de Sade.

No me digas que estás atribulado. Desde que viste el camino flanqueado por muros de piedra que conducía hasta aquí, intuiste que si te adentrabas por él nada volvería a ser como antes. Has venido a buscar respuestas, ¿no? ¿Querías conocer la verdad? Pues, ya la tienes. Paula primero y ahora Isabel te la están sirviendo en bandeja de plata.

—¿La carta del marqués de Sade? —le preguntas de inmediato.

—Sí, una carta que supuestamente había escrito aquel infecto personaje en su cautiverio y que establece un juego de libertinaje. Por lo que parece, si te llega la carta y no sigues las instrucciones del marqués de Sade, entonces eres víctima de una maldición.

—Eso es una especie de leyenda, ¿no? —finges, consternado por el descubrimiento. Porque, ¿te das cuenta? Hasta aquí, a Capçanes, entre el silencio dulzón de las viñas, ha llegado la depravación libertina del divino marqués.

—Nuestro padre, en su lecho de muerte, se lo explicó a Paula. Era un hombre indeciso e inestable, a pesar de su patricia apariencia. Quizá por este motivo hizo caso omiso de la carta del juego, o acaso fue porque se veía incapaz de llevar a cabo cualquier tarea de una cierta relevancia. En cualquier caso, lo que más me dolió fue su cobardía. No pidió perdón por lo que me había hecho, pero el muy cerdo le confesó que seríamos víctimas de todo tipo de desventuras por su negativa a colaborar en el juego de Sade. La carta le había llegado de manos de un amigo, la leyó, pero no quiso entregarse al juego perverso que instituía, a pesar de la amenaza de la maldición.

¡Hay que ver, Jericó! El juego de Sade no se ha detenido nunca y ha llegado hasta lugares insospechados. ¿Quién sabe hasta dónde? Solo se necesita que haya libertinos dispuestos a difundirlo y el mundo, tú lo sabes perfectamente, no anda escaso de este tipo de gente.

—Al principio —continúa Isabel—, me tomé el asunto de la carta como un delirio del viejo. Había leído muchas obras del marqués de Sade y era tan depravado que pensé que solo era un desvarío senil antes de expirar, acrecentado por las tisanas de amapola que le preparaba Mundeta, la madre de Mingo, nuestro aparcero. Las amapolas son opiáceas y en estas comarcas vienen empleándose desde tiempos inmemoriales para calmar los dolores. Pero los acontecimientos que han acechado a la familia: mi abuso infantil; el asunto de Alfred; las dos tremendas granizadas que, después de la muerte del viejo, arrasaron la cosecha; las grietas de la casa; el cáncer de Paula… Lo cierto es que desde entonces hemos sufrido un cúmulo de desgracias.

Isabel se recoge la cabellera hacia atrás y esboza un gesto de pesar por la desventura que los persigue.

—Disculpa, no sé si he entendido bien, pero ¿tu padre leía al marqués de Sade?

—En los estantes de su despacho aún están sus obras. Se trata de ediciones en francés que le proporcionaba
monsieur
Pierre Lardin, que se abastecía en nuestra bodega. El viejo hablaba francés porque los principales clientes eran casas francesas, interesadas sobre todo en la mistela y los aguardientes. Los grabados y las ilustraciones que hay en esos libros son de una inmoralidad ofensiva. Nos habría ido mucho mejor si en vez de perder el tiempo con estas porquerías literarias hubiera dedicado más atención a las cepas, como en tiempos del abuelo Magrinyà.

Te asalta la tentación de preguntarle si podrías echar un vistazo a esas ediciones, pero te contienes. Ya has abusado bastante de la confianza de estas dos mujeres que se marchitan al amparo del silencio de las viñas. Es curioso, Jericó, pero hace solo una hora y pico que estás aquí y también puedes captar ese sigilo dulzón de las viñas. Isabel rompe el placentero armisticio:

—¿Por qué ha venido, señor Jericó?

—Porque necesitaba respuestas.

—¿Las ha encontrado?

—Sí, creo que sí, pero lo grave del caso es que hay un cadáver en todo este asunto y, a pesar de lo que he descubierto, aún no estoy seguro de quién es el asesino.

—¿Quién es la víctima?

—Magda, la compañera de su sobrino, Alfred.

—¿La actriz? —te pregunta, sorprendida.

—Sí. ¿La conoces?

—Vinieron todos una vez al principio del noviazgo de los jóvenes; Eduard, Paula, Alfred y ella. Era a mediados de septiembre, estábamos en plena vendimia y pasaron aquí el día.

Isabel te sonríe sin disimular.

—¿De qué te ríes? —te extrañas.

—La chica, que llevaba unos zapatos de tacón de aguja, quiso coger un racimo de uvas. El suelo arcilloso estaba mojado por las últimas lluvias y la chica se hundió hasta las rodillas. El zapato izquierdo quedó enterrado medio metro debajo del fango. Mingo lo recuperó con la azada. Fue gracioso.

—Según he oído, se entendía con Eduard —le dejas caer.

—No me sorprende. Hablo muy poco y observo mucho. Se dedicaban guiños de complicidad y se tocaban disimuladamente como dos adolescentes.

—¿Hacían eso?

—Sí, mientras Alfred, el pobre, paseaba con el tractor acompañado por Mingo, completamente ajeno a todo. No insinué nada a nadie, pero lo vi claro enseguida, sobre todo después de la comida. Magda se había tumbado en un sofá porque le dolía el estómago. Mi cuñado la exploró y le recomendó que se echara un rato, que eran gases. Los otros salimos a charlar un rato bajo el emparrado. Eduard no tardó en excusarse y entró para comprobar cómo se encontraba la chica. Sentí curiosidad y lo seguí con el pretexto de ir a la cocina. Los espié a través de la puerta. Se besaron un par de veces y él le echó el cabello sedoso hacia delante, cubriéndole la cara, mientras ella continuaba tumbada. Mi cuñado le dijo con voz temblorosa: «Me excitan las cabelleras sedosas como la tuya cubriendo un hermoso rostro.»

Te estremeces. Un escalofrío te recorre el cuerpo entero. El cadáver de Magda estaba dispuesto siguiendo esta escenografía, aparte de los objetos que aludían a la desdichada Jeanne Testard. La cabellera sedosa le cubría el rostro, como si el asesino lo hubiera querido ocultar. ¿Simple casualidad?

Una coincidencia de esta magnitud y a estas alturas es altamente improbable, Jericó. Eduard se entendía con la muerta, es el marqués apócrifo del juego, la sodomizó públicamente en el Donatien, te ha manipulado para hacerte creer que su propio hijo es un depravado cuando él posee un historial tenebroso, etc., etc., etc. Y ahora descubres que había ensayado con Magda viva lo que luego escenificó con su cadáver: la cabellera velándole el rostro. ¿Necesitas algo más?

—¿Se encuentra bien, señor? Está pálido.

La voz de Isabel te llega cavernosa. No puedes desembarazarte de las imágenes de Eduard disfrazado de marqués de Sade en el Donatien y la del cadáver de Magda.

—Estoy bien, gracias. Solo un poco confuso. Perdona el atrevimiento, pero, ¿crees capaz a Eduard de cometer un crimen horrible como el de Magda?

—Sí.

Isabel no lo ha dudado ni un momento. No se ha molestado en matizarlo o ampliarlo.

—Ahora sí que he llegado a un punto en que no sé qué hacer. Para serte sincero, creo que dispongo de información más que suficiente para sospechar que Eduard mató a Magda, pero no tengo pruebas fehacientes para denunciarlo, pruebas irrefutables en una acusación.

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