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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (24 page)

BOOK: El juego del cero
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—Ya te lo he dicho, mamá. Estoy genial.

—Sí. Lo sé. Eres genial. —La voz de mamá prácticamente resplandece a través del teléfono—. Estamos orgullosos de ti, Vivian. Dios nos entregó a ti por una razón. Te quiero mucho.

—Yo también te quiero, mamá.

Cuando Viv cuelga el teléfono, sigue encorvada encima del escritorio. De acuerdo, ambas llamadas telefónicas pueden hacer que se sienta angustiada y quizá incluso marginada, pero aun así es mucho mejor que estar muerta.

—Viv, sólo quiero que sepas…

—Por favor, Harris…

—Pero yo…

—Harris… por favor, por una vez… cierre la boca.

—¿Preparados para volar? —pregunta el piloto cuando regresamos al área de recepción principal.

—Todo en orden —digo mientras él nos lleva hacia la parte posterior del edificio. Por encima del hombro veo que Viv permanece en silencio, caminando deliberadamente unos pasos detrás de nosotros. No estoy seguro de si no quiere verme o no quiere que yo la vea a ella. En cualquier caso, la he presionado demasiado.

En el extremo del corredor hay dos puertas de seguridad cerradas. Echo un último vistazo detrás de mí hacia el área de recepción y advierto la presencia de un hombre delgado, vestido con un traje de rayas finas y sentado en uno de los sillones tapizados. No estaba ahí cuando llegamos. Es como si hubiese aparecido de la nada. No hemos estado fuera tanto tiempo. Intento echarle un vistazo más detenidamente pero el hombre evita mi mirada y abre su teléfono móvil.

—¿Todo bien? —pregunta el piloto.

—Sí… por supuesto —insisto cuando llegamos a las puertas de seguridad.

La mujer del mostrador de recepción pulsa un botón y se produce un fuerte sonido magnético. Las puertas se abren y el piloto nos conduce fuera del edificio. No hay detector de metales… ni registros personales… ni controles… ni equipaje… ni confusión. Veinte metros delante de nosotros, aparcado en la pista, hay un flamante avión Gulfstream G400. A lo largo del costado del aparato, una fina franja azul y anaranjada brilla bajo el sol del crepúsculo. Incluso hay una pequeña alfombra roja a los pies de la escalerilla.

—Un avión impresionante, ¿verdad? —pregunta el piloto.

Viv asiente. Yo intento actuar como si todo ese asunto no me impresionara en absoluto. Nuestro carruaje nos espera.

Cuando subimos la escalerilla, vuelvo la vista hacia el ventanal del hangar, tratando de echar otro vistazo al hombre delgado. Pero no lo veo por ninguna parte.

Entramos en la cabina y encontramos nueve butacas tapizadas de cuero, un sofá de cuero color canela y una azafata que nos espera sólo a nosotros.

—Si necesitan cualquier cosa, sólo tienen que pedírmela a mí —dice—. Champán… zumo de naranja… cualquier cosa.

En la cabina delantera ya hay un segundo piloto. Cuando ambos están a bordo, la azafata cierra herméticamente la puerta y ya estamos en camino. Yo ocupo el primer asiento en el frente. Viv elige el último.

La azafata no nos dice que debemos abrocharnos los cinturones de seguridad y tampoco nos lee una lista de reglas.

—Los asientos se reclinan completamente —nos informa—. Pueden dormir durante todo el viaje si lo desean.

La dulzura en su voz está a la altura de una hada madrina, pero eso no hace que me sienta mejor. Durante los últimos seis meses, Matthew y yo pasamos horas interminables tratando de deducir quiénes de nuestros amigos y compañeros de trabajo eran potenciales jugadores. Reducimos la lista a prácticamente todo el mundo, y ésa es la razón por la que la única persona en la que confío es una chica de diecisiete años que está aterrada y me detesta. De modo que, si bien estoy sentado a bordo de un avión privado de treinta y ocho millones de dólares, eso no altera en absoluto el hecho de que dos de los amigos más íntimos que tenía en el mundo se han ido para siempre, mientras que un asesino a sueldo nos persigue, dispuesto a asegurarse de que nos unamos a ellos. No hay nada que celebrar, eso es indiscutible.

El avión comienza a carretear y me hundo en mi mullido asiento. Al otro lado de la ventanilla, un hombre con pantalones azules de trabajo y una camisa de rayas azules y blancas totalmente abrochada se encarga de enrollar la alfombra roja, permanece en posición de firmes y nos saluda cuando nos alejamos. Incluso cuando ha terminado, se queda inmóvil en el mismo lugar, que es la razón por la que advierto el súbito movimiento encima de su hombro. Atrás, en el hangar. El hombre delgado del teléfono móvil apoya las manos contra el cristal del ventanal y observa nuestra partida.

—¿Tiene idea de quién es ese hombre? —le pregunto a la azafata al ver que ella también está mirando en esa dirección.

—Ni idea —dice la mujer—. Pensé que iba con ustedes.

Capítulo 30

—Están a bordo de un avión —dijo Janos por su teléfono móvil mientras salía disparado del hotel George, haciendo señas al portero de que necesitaba un taxi.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sauls en el otro extremo de la línea.

—Puede creerme… lo sé.

—¿Quién te lo ha dicho?

—¿Acaso importa eso?

—De hecho, sí.

Janos hizo una pausa, negándose a contestar.

—Sólo confórmese con el hecho de que lo sé —respondió finalmente.

—No me trates como a un imbécil —le advirtió Sauls—. ¿Qué pasa, de pronto el mago no puede revelar sus trucos?

—No cuando los capullos que están entre bambalinas son incapaces de mantener la boca cerrada.

—¿De qué estás hablando?

—¿Ha vendido algunos Renoir auténticos últimamente? —preguntó Janos.

Sauls permaneció en silencio.

—Eso fue hace un año y medio —dijo al cabo de un rato—. Y fue un Marisot.

—Sé lo que era, especialmente cuando casi consigo que me maten —señaló Janos.

Esa no era la primera vez que Sauls y él habían trabajado juntos. Pero como Janos muy bien sabía, si no podían recuperar pronto el control de la situación, podía ser fácilmente el último trabajo que hicieran.

—Sólo dime cómo…

—La rellamada en el teléfono de Harris indicó que estaba hablando con el alcalde.

—Oh, mierda —se quejó Sauls—. ¿Crees que se dirige a Dakota?

Cuando el taxi se detuvo delante de él y el portero abrió la puerta, Janos no contestó.

—No lo creo —añadió Sauls—. Esta noche tengo una cena de embajada y son jodidamente… —Se interrumpió—. ¿Dónde estás ahora?

—Circulando —dijo Janos mientras arrojaba su bolsa de cuero en el asiento trasero del taxi.

—Bueno, será mejor que muevas tu culo a Dakota del Sur antes de que ellos…

Janos pulsó el botón que cortaba la comunicación y cerró el teléfono. Después de su encuentro con la policía del Capitolio ya había tenido un dolor de cabeza. No necesitaba otro. Deslizándose dentro del taxi y cerrando la puerta con fuerza, sacó un ejemplar de la revista
MG World
de su bolso, señaló un artículo de fondo acerca de un deportivo MGB de 1964 restaurado, y se perdió entre los detalles relativos a añadir un volante más pequeño para complementar el tamaño del coche. Era lo único que aportaba calma al día de Janos. A diferencia de las personas, las máquinas podían ser controladas.

—¿Adónde? —preguntó el taxista.

Janos alzó la vista de la revista durante un momento.

—Al aeropuerto —contestó—. Y hágame un favor, trate de evitar los baches…

Capítulo 31

El cielo de Dakota del Sur está negro como la boca de un lobo cuando nuestro Chevy Suburban gira hacia el oeste en la interestatal 90 y el parabrisas ya está cubierto con el tableteo de los insectos muertos que se lanzan como camicaces contra los faros delanteros. Gracias a FedEx, el Suburban estaba esperándonos cuando aterrizamos, y puesto que el alquiler corre por cuenta de ellos, no tuvimos necesidad de presentar una licencia de conducir o una tarjeta de crédito. De hecho, cuando les dije que el senador estaba tratando de ser más consciente de cultivar su imagen de granjero, se mostraron más que felices de cancelar el conductor privado y entregarnos el coche directamente. Cualquier cosa con tal de mantener al senador contento.

—Sí, señor —le digo a Viv, que está sentada junto a mí en el asiento del pasajero—. El senador Stevens preferiría conducir el coche.

Negándose a abrir la boca, Viv mira a través de la ventanilla delantera y mantiene los brazos cruzados sobre el pecho. Después de cuatro horas de un trato similar en el avión, estoy acostumbrado al silencio, pero cuanto más nos alejamos de Rapid City, más desconcertante se vuelve. Y no solamente a causa del humor de Viv. Una vez pasamos la salida del monte Rushmore, las brillantes farolas de la autopista comenzaron a aparecer cada vez con menos frecuencia. Al principio estaban situadas cada cien metros aproximadamente… luego cada pocos centenares… y ahora hace kilómetros que no veo ninguna. Y lo mismo sucede con otros coches. Apenas son las nueve de la noche, hora local, pero cuando las luces de nuestros faros delanteros atraviesan la oscuridad, no se ve un alma.

—¿Está seguro de que éste es el camino? —pregunta Viv cuando seguimos un cartel que indica la autopista 85.

—Lo hago lo mejor que puedo —le digo. Pero cuando la carretera se reduce a sólo dos carriles, echo un vistazo y compruebo que ya no tiene los brazos cruzados delante del pecho. En cambio, sus manos se aferran al cinturón de seguridad en el punto donde cruza diagonalmente su pecho. Como si estuviese luchando por salvar su vida.

—¿Es el camino correcto? —repite ansiosamente, volviéndose hacia mí por primera vez en cinco horas. Está sentada más erguida que yo en su asiento y, cuando pronuncia las palabras, sus grandes ojos prácticamente brillan en la oscuridad. Junto a mí, la adolescente que está furiosa porque la he metido en esta situación vuelve a ser la niña pequeña asustada.

Ha pasado mucho tiempo desde que yo tenía diecisiete años, pero si hay una cosa que recuerdo perfectamente, es la necesidad de un gesto de seguridad.

—Vamos bien —contesto, forzando la seguridad en mi voz—. No miento.

Viv sonríe débilmente y vuelve a mirar a través de la ventanilla delantera. No estoy seguro de si me cree, pero en este punto —después de haber viajado tanto— aceptará todo lo que pueda conseguir.

Delante de nosotros, la carretera de dos carriles tuerce bruscamente a la derecha, luego nuevamente a la izquierda. No es hasta que los haces de los faros delanteros rebotan en las enormes paredes del risco a ambos lados de la carretera que me doy cuenta de que avanzamos a través de un cañón. Viv se inclina hacia adelante en su asiento, estirando el cuello y mirando a través del parabrisas. Sus ojos divisan algo y se inclina un poco más hacia adelante.

—¿Qué ocurre? —pregunto.

No me contesta. Por la forma en que ha levantado la cabeza, no puedo ver su expresión, pero ya no se aferra al cinturón de seguridad. En cambio, ambas manos están apoyadas en el salpicadero mientras mira hacia el cielo.

—Oh… —susurra finalmente.

Me inclino contra el volante y estiro el cuello hacia el cielo. Pero no veo absolutamente nada.

—¿Qué? —pregunto—. ¿Qué es?

Sin dejar de mirar hacia arriba, dice:

—¿Esas son las Black Hills?

Miro por segunda vez. En la distancia, las paredes del risco se elevan dramáticamente, al menos trescientos metros directamente hacia las nubes. Si no fuese por la luz de la luna —donde los bordes perfilados del risco se ven negros contra el cielo gris oscuro—, ni siquiera sería capaz de ver dónde acaban.

Miro otra vez a Viv, que sigue con la mirada pegada en el cielo. La forma en que su boca permanece abierta y sus cejas se alzan… Al principio pensé que era miedo. No lo es. Es puro asombro.

—¿Debo suponer que no hay montañas como éstas donde tú naciste? —pregunto.

Niega con la cabeza, todavía atónita. Su barbilla está prácticamente apoyada en su regazo. Observando la absoluta maravilla en su reacción… sólo hay una persona que miraba las montañas de esa manera. Matthew siempre lo decía, eran una de las pocas cosas que hacían que se sintiera pequeño.

—¿Se encuentra bien? —pregunta Viv.

Vuelto súbitamente a la realidad, me sorprende descubrir que me está mirando fijamente.

—Por… por supuesto —digo, volviendo a concentrarme en las líneas amarillas y curvas en el centro de la carretera.

Ella enarca una ceja; es demasiado lista como para creerlo.

—No es tan buen embustero como cree.

—Estoy bien —insisto—. Es sólo que… estar aquí… a Matthew le hubiese gustado. A él realmente… le hubiese gustado.

Viv me mira atentamente, midiendo cada sílaba que pronuncio. Yo permanezco concentrado en la mancha de líneas amarillas que serpentean a lo largo de la carretera. Ya he pasado antes por este silencio embarazoso. Es como el período de treinta segundos previos a informar al senador acerca de un asunto realmente espinoso. Un silencio perfecto. Donde se toman las decisiones.

—¿Sabe…? Yo… vi su fotografía en su oficina —dice finalmente.

—¿De qué estás hablando?

—Matthew. Vi su foto.

Mantengo la vista fija en la carretera, imaginándola.

—¿En la que aparece junto a un lago azul?

—Sí, esa misma —asiente—. Parecía… parecía un tío agradable.

—Lo era.

Viv se vuelve finalmente hacia la oscura línea del cielo. Yo sigo mirando la culebra amarilla. No es diferente de la conversación que mantuvo con su madre. Esta vez, el silencio es incluso más prolongado que antes.

—Michigan —dice en voz muy baja.

—¿Perdón?

—Usted ha dicho: «¿No hay montañas como éstas donde tú naciste?» Pues bien, de ahí es de donde soy.

—¿De Michigan?

—De Michigan.

—¿Detroit?

—Birmingham.

Tamborileo con los pulgares sobre el volante y otro bicho se estrella contra el parabrisas.

—Pero eso no significa que lo haya perdonado —añade Viv.

—No esperaba que lo hicieras.

Delante de nosotros, las paredes del risco desaparecen cuando dejamos el cañón atrás. Acelero y el motor ruge en dirección al tramo recto del camino. Igual que antes, no hay nada a nuestra derecha ni a nuestra izquierda, ni siquiera un quitamiedos. En estos casos tienes que saber adónde vas. Aunque siempre se comienza con ese primer paso crucial.

—¿Y te gusta Birmingham? —pregunto.

—Es un instituto —contesta, haciéndome sentir todos y cada uno de los años de mi edad.

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