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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (26 page)

BOOK: El juego del cero
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Al otro lado del vestíbulo diviso un expositor de metal con los folletos para turistas que ha recogido Viv. «¡Vea cómo se fabrica un auténtico lingote de oro!» «¡Visite el teatro Leed!» «¡Explore el Museo de la Minería!» Pero por el papel ajado y amarillento, ya sabemos que el museo está cerrado, el teatro hace años que no abre sus puertas, y los lingotes de oro son un recuerdo del pasado. A mí me sucedió lo mismo cuando tuve que limpiar la casa después de la muerte de mi padre. A veces no eres capaz de desprenderte de algunas cosas.

Cuando nos dirigíamos hacia aquí, pensé que me encontraría en mi ambiente. Pero no estoy ni siquiera cerca. Esta no es una ciudad pequeña. Es una ciudad muerta.

—Es bastante triste, ¿verdad? —pregunta una voz femenina.

Me vuelvo, y una mujer joven con el pelo negro y corto entra en el vestíbulo desde la habitación trasera y se instala detrás del mostrador. No puede tener más de veinticinco años, y aunque su tez la identifica como una nativa norteamericana, incluso sin ella, sus pómulos altos y marcados serían una revelación inconfundible.

—Hola, Viv —dice, restregándose el sueño de los ojos.

Le lanzo a Viv una mirada fulminante. «¿Le dijiste tu nombre?» Viv se encoge de hombros y se acerca al mostrador. Yo niego con la cabeza y ella retrocede.

—Iré a ver a los niños —dice, dirigiéndose hacia la puerta principal.

—Los niños están bien —le digo, negándome a permitir que se aleje de mi vista.

Ya ha dicho suficiente. La única razón por la que deberíamos hablar con alguien es porque necesitamos información, o ayuda o, en este caso particular, algunas direcciones de último momento.

—¿Puede decirnos cómo llegar a la mina Homestead? —pregunto mientras me dirijo al mostrador.

—¿O sea que vuelven a abrirla? —pregunta.

—No tengo ni idea —contesto, apoyando un codo en el mostrador y buscando información—. Todo el mundo parece tener una respuesta diferente.

—Bueno, eso es lo que he oído, aunque mi padre dice que aún no se han puesto en contacto con el sindicato.

—¿Han orientado al menos algún negocio en esta dirección? —digo, preguntándome si habrá visto a alguien en el motel.

—Cualquiera hubiese dicho que lo harían… pero lo han traído todo en caravanas. Cocinas… dormitorios… todo. Créame, son un desastre haciendo amigos.

—Probablemente sólo están furiosos porque no pudieron encontrar un Holiday Inn —digo.

Ella sonríe ante el comentario. En cualquier ciudad pequeña, todo el mundo odia las grandes cadenas de hoteles.

La mujer me estudia detenidamente y luego inclina la cabeza hacia un lado.

—¿Lo he visto antes? —pregunta.

—No lo creo…

—¿Está seguro? ¿En Kiwanis?

—Completamente. En realidad, no soy de esta zona.

—¿De verdad? Y yo que pensaba que toda la gente de aquí usaba pantalones y camisas abotonadas hasta el cuello.

No entro en el juego. Ella está empezando a entusiasmarse, pero ésa no es mi meta.

—Escuche, con respecto a esas direcciones…

—Por supuesto. Direcciones. Todo lo que tiene que hacer es seguir la carretera.

—¿Cuál?

—Sólo tenemos una —dice, dirigiéndome otra sonrisa—. A la izquierda, saliendo por el camino particular, y luego a la derecha colina arriba.

Sonrío de forma instintiva.

Con un rápido brinco, se alza por encima del mostrador, me coge del brazo y me lleva hacia la puerta.

—¿Ve ese edificio… que parece una tienda india de metal gigante? —pregunta, señalando la única estructura que hay en la cima de la montaña—. Ese es el castillete.

Ella percibe de inmediato la expresión confusa en mi rostro.

—Cubre el pozo de la mina… —añade. Mi expresión no cambia— conocido también en algunos círculos como «el gran agujero en la tierra» —me explica con una carcajada—. Lo protege del mal tiempo. Ahí es donde encontrará la jaula.

—¿La jaula?

—El ascensor. Quiero decir, suponiendo que quiera…

Viv y yo nos miramos, pero no abrimos la boca. Hasta este momento ni siquiera pensaba que ésa fuese una opción.

—Sólo tiene que seguir los carteles que dicen «Homestead» —añade la mujer—. Le llevará menos de cinco minutos. ¿Tiene negocios ahí arriba?

—Todavía no. Por eso pensamos que primero podríamos hacer una visita al monte Rushmore —explico—. ¿Cómo podemos llegar hasta allí?

Es una mentira realmente patética, pero si Janos se encuentra tan cerca como creo, al menos tenemos que tratar de ocultar el rastro. Mientras ella nos da las direcciones, yo simulo apuntarlas.

Una vez que ha terminado, le doy las gracias y me dirijo al coche. Viv camina a mi lado sacudiendo la cabeza.

—¿Eso ha sido deliberado o es algo natural? —pregunta finalmente cuando salimos del aparcamiento.

—No entiendo.

—Ese asunto del encanto: inclinarse sobre el mostrador… el arrobamiento de esa tía ante su estilo de ciudad pequeña… —Se interrumpe un momento—. Ya sabe, quienes somos ahora es quienes siempre fuimos y quienes siempre seremos. ¿Usted siempre ha sido así?

El Suburban se agita al coger una curva cerrada a la derecha, lanzándome contra la puerta y a Viv contra el apoyabrazos. Mientras ascendemos por el sinuoso camino, no apartamos la vista del edificio triangular de dos plantas que hay en la cima. Al girar en la última curva, los árboles desaparecen, la carretera pavimentada acaba abruptamente y el terreno se nivela y se vuelve rocoso. Delante de nosotros se extiende un espacio del tamaño de un campo de fútbol. El terreno está sucio, flanqueado por algunos salientes rocosos que rodean todo el campo y se alzan unos seis metros en el aire. Es como si hubieran afeitado la cima de la montaña y construido el campamento que se encuentra directamente frente a nosotros.

—¿Tiene alguna idea de lo que estamos buscando? —pregunta Viv, estudiando el terreno. Es una pregunta justa, y yo he estado formulándomela desde el momento en que bajamos del avión.

—Creo que lo sabremos cuando lo veamos —le digo.

—Pero con Matthew… ¿realmente cree que fueron los de Wendell Mining quienes ordenaron que lo mataran?

Sigo mirando el camino delante de mí.

—Todo lo que sé es que, durante los dos últimos años, Wendell ha estado tratando de vender esta vieja mina de oro en mitad de ninguna parte. El año pasado no lo consiguieron. Este año, intentaron evitar los trámites burocráticos deslizando el tema dentro del proyecto de ley de Asignaciones que, según Matthew, jamás hubiese llegado a ninguna parte… es decir, hasta que apareció como el flamante ítem para apostar en nuestro pequeño juego.

—Pero eso no significa que los tíos de Wendell Mining lo mataran.

—Tienes razón. Pero una vez que comencé a investigar, descubrí que Wendell no sólo había falsificado al menos una de las cartas que apoyaban la transferencia, sino que esta maravillosa mina de oro que aparentemente quieren no tiene oro suficiente ni siquiera para hacer un brazalete para una muñeca Barbie. Piensa un momento en eso. Esos tíos de Wendell se han pasado los últimos dos años matándose por un gigantesco agujero vacío en la tierra, y están tan ansiosos por meterse dentro que ya han empezado a instalarse. Añade a eso el hecho de que dos de mis amigos han sido asesinados por este motivo y, bueno… con toda la locura que nos rodea, será mejor que creas que quiero verlo con mis propios ojos.

Mientras nos acercamos al borde del aparcamiento provisional cubierto de grava, Viv se vuelve hacia mí y asiente.

—Si quieres saber cuál es el problema, tienes que ver el problema por ti mismo.

—¿Quién dijo eso, tu madre?

—Una galleta de la fortuna —susurra Viv.

En el centro del terreno se alza la construcción metálica en forma de tienda india con la palabra «Homestead» pintada en uno de los costados. En la zona más próxima a nosotros, el aparcamiento está lleno de al menos una docena de coches, y más hacia la izquierda, tres caravanas de construcción de doble ancho muestran una gran actividad con tíos con monos de trabajo que entran y salen continuamente, mientras dos grandes volquetes apoyan las partes traseras contra el edificio. Según el informe de Matthew, se suponía que el lugar estaba vacío y completamente abandonado. En cambio, lo que vemos parece una colmena.

Viv señala el costado del edificio, donde otro hombre con mono de trabajo está utilizando un elevador de carga cubierto de tierra para descargar una enorme pieza de equipo informático de la parte trasera de un camión de dieciocho ruedas. Comparado con el elevador de carga cubierto de tierra, el flamante ordenador se destaca como un camión Mack en medio de un campo de golf.

—¿Para qué necesitan un sistema informático para excavar un agujero gigante en la tierra? —pregunta Viv.

Yo asiento, estudiando la entrada principal del edificio triangular.

—Esa es la pregunta del millón de dólares…

Se oye un ruido seco cuando unos nudillos golpean el cristal de mi ventanilla. Me vuelvo y veo a un tío que lleva el casco más sucio que he visto en mi vida. Sonríe; yo bajo la ventanilla con cierta vacilación.

—Hola —dice, agitando su tablilla con sujetapapeles—. ¿Sois de Wendell?

Capítulo 34

—¿Y bien, hemos terminado? —preguntó Trish, apoyándose en el respaldo de su sillón en la sala de audiencias del Comité de Interior del Congreso.

—Siempre que no tengáis nada más —dijo Dinah, juntando el montón de páginas sueltas y formando una ordenada pila sobre la gran mesa ovalada. No se sentía cómoda sustituyendo a Matthew, pero como les había dicho a sus otros compañeros de oficina, el trabajo aún tenía que hacerse.

—No, creo que eso es… —Trish se interrumpió y hojeó rápidamente su cuaderno de notas, examinando algunas páginas—. Oh, mierda —añadió—. Acabo de recordarlo… tengo un último proyecto…

—De hecho, yo también —dijo Dinah con expresión seria, examinando su cuaderno de notas pero sin apartar la vista en ningún momento de su homologa del Senado.

Trish se irguió en su sillón y miró fijamente a Dinah. Durante casi veinte segundos, las dos mujeres permanecieron sentadas a ambos lados de la mesa, mirándose y sin decir una palabra. Junto a ellas, Ezra y Georgia las observaban como los espectadores que eran habitualmente. «El empate del samurai», solía llamarlo Matthew. Ocurría cada vez que intentaban cerrar el proyecto. El manotazo final a la bolsa de las golosinas.

Dinah golpeó ligeramente la mesa con la punta de su lápiz, preparando su espada. Incluso con Matthew ausente, la batalla debía continuar. Es decir, hasta que alguien se rindiese.

—El error ha sido mío… —se disculpó finalmente Trish—. Lo estaba leyendo mal… Ese proyecto puede esperar hasta el próximo año.

Ezra sonrió. Dinah esbozó una leve sonrisa. Ella jamás se regocijaba con los errores de los demás. Especialmente con el Senado. Como Dinah muy bien sabía, si te regocijabas con el Senado, ellos siempre te devolvían el golpe.

—Me alegra oírlo —contestó Dinah, moviendo su trasero y levantándose de la mesa.

Disfrutando de la victoria, Ezra canturreó en voz baja «Alguien está en la cocina con Dinah». Matthew solía hacer lo mismo cuando su compañera de oficina entraba y se daba importancia. «Alguien en la cocina a quien conozco…»

—¿Eso es todo? —preguntó Georgia—. ¿Hemos acabado por fin?

—En realidad, Matthew dijo que tendríais que haber acabado hace una semana —aclaró Dinah—. Ahora nos encontramos en un follón importante con una votación a finales de semana.

—¿El proyecto de ley estará en el hemiciclo a finales de semana? —preguntó Trish—. ¿Desde cuándo?

—Desde esta mañana, cuando el líder de la mayoría hizo el anuncio sin consultar con nadie.

Sus tres colegas sacudieron la cabeza, pero de hecho no era ninguna sorpresa. Durante los años de elecciones, la carrera más importante en el Congreso era siempre la que se disputaba para llegar a la base. Así era como se ganaban las campañas. Eso y los proyectos individuales que los miembros de ambas cámaras presentaban para sus distritos: un proyecto de aguas en Florida, un nuevo sistema de alcantarillado en Massachusetts… e incluso esa diminuta y perdida mina de oro en Dakota del Sur, pensó Dinah.

—¿Realmente crees que podemos acabar la Conferencia en una semana? —preguntó Trish.

—No veo por qué no —contestó Dinah, arrastrando el resto del papeleo hacia la puerta que comunicaba con su oficina—. Ahora todo lo que tienes que hacer es vendérselo a tu jefe.

Trish asintió, observando a Dinah cuando se marchaba.

—Por cierto —dijo—, gracias por ocupar el puesto de Matthew. Sé que ha sido muy duro para ti, con todo lo que ha…

—Tenía que hacerse —interrumpió Dinah—. Es así de simple.

Con un golpe, la puerta se cerró tras de sí, y Dinah regresó a su oficina. No le gustaba participar de la hipocresía de las conversaciones banales, pero lo que era aún más importante, si hubiese esperado un poco más, podría haberse perdido a la persona que, cuando miró a través de la habitación, la esperaba pacientemente.

—¿Todo arreglado? —preguntó Barry, apoyado contra el pequeño archivador que había entre los escritorios de Dinah y Matthew.

—Todo arreglado —contestó Dinah—. ¿Adónde quieres ir para celebrarlo?

Capítulo 35

—Sí… por supuesto… somos de Wendell —digo, asintiendo ante el tío corpulento que está parado junto a la ventanilla del coche—. ¿Cómo lo ha sabido?

El tío señala mi camisa abotonada hasta el cuello. Debajo del mono lleva una camiseta
Spring Break '94
con letras anaranjadas. No se necesita ser un genio para saber quién es el extraño aquí.

—¿Shelley, verdad? —pregunto, leyendo el nombre que lleva escrito con rotulador negro indeleble en su lamentable casco de construcción—. Janos me dijo que lo saludase.

—¿Quién es Janos? —pregunta, desconcertado.

Eso me confirma la primera parte. Cualquier cosa que esté sucediendo aquí, estos tíos son sólo mano de obra contratada.

—Lo siento… —digo—. Es otro tío de Wendell. Pensé que ustedes dos quizá…

—Shelley, ¿estás ahí? —chirría una voz a través del walkie-talkie que lleva en el cinturón.

—Perdón —dice, desenganchando el aparato del cinturón—. ¿Mileaway? —pregunta.

—¿Dónde estás? —dice la voz.

—Me tienen en la cima todo el día —responde Shelley.

—Rata de altura.

—Topo.

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