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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (15 page)

BOOK: El laberinto de oro
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El monje de barba blanca se colocó junto al alargado patíbulo de madera sobre el que reposaban los terroríficos instrumentos de tortura.

—A continuación, este tribunal procederá a llevar a cabo la fase final de este proceso inquisitorial, y según ordena el reglamento, sabida la satánica naturaleza de los delitos cometidos, queda excluida la prisión leve o
murus largus,
así como el confinamiento de por vida en una mazmorra o
murus strictus.
—El inquisidor hizo una pausa—. Ergo, esta noche, se condenará a los incriminados a la relajación, es decir, serán entregados a los arqueros que encarnan la sacrosanta justicia secular, lo cual significa que serán condenados a las purificadoras llamas de la hoguera.

El inquisidor, con el color del fuego reflejado en su blanquecino rostro, levantó los brazos y profirió una sombría admonición.

—Algunos de vosotros, malditos adoradores del Cornudo, le habéis rezado al mismísimo Satán y cometisteis asesinatos en su nombre. Por tanto, este tribunal considera que sois carne de hoguera. ¡Y ya sabemos quiénes son los culpables que serán quemados vivos…!

Mientras, Lorena y Grieg, que llevaban un buen rato intentando buscar una escapatoria, habían llegado a una concluyente y decepcionante conclusión: no había ninguna salida.

—Creo que tengo la solución del anagrama —dijo Lorena, apoyada junto a uno de los ventanales protegidos con rejas.

—Ya hablaremos de eso cuando salgamos de aquí —le contestó Grieg.

—El anagrama que está oculto en la moneda es el siguiente: «Asistir al rito que tendrá lugar en la Font del Gat de 4 (IV) a 6 (VI) am,
ante meridiem,
es decir, de cuatro a seis de la madrugada.»

—Entonces tenemos que abandonar este siniestro lugar y llegar a la Font del Gat rápidamente, o todo el trabajo que hemos hecho no nos servirá para nada.

—En el mejor de los casos, si intentamos huir sin un plan ganador y nos atrapan, perderíamos un tiempo muy valioso. Aparecerían los guardianes que están en la calle y, sin duda, nos retendrían hasta que acabe toda esta locura de juicio inquisitorial.

—Seguramente —admitió Grieg.

—Y para cuando se aclarase todo, ya sería demasiado tarde para llegar a tiempo a la ceremonia de la Font del Gat.

—Convéncete, Lorena… De aquí no podemos salir. Todo está cerrado y lo único que podemos hacer es llegar a escondernos hasta que…

—Ven, sígueme —dijo Lorena, que empezó a caminar entre las sombras con determinación—. Ahora mismo vas a comprometerte conmigo a que, pase lo que pase, escuches lo que escuches y veas lo que veas, no abrirás la boca, ni interferirás.

—Eso no puedo hacerlo porque…

—¡Júrame que confiarás en mí!

Grieg guardó silencio mientras mantenía las mandíbulas apretadas.

—Interpretaré tu silencio como un sí —concluyó Lorena—. Préstame el
Malleus maleficarum.

—¿Cómo sabes que llevo encima ese libro? —preguntó Grieg, sorprendido.

—Lo vi cuando estábamos en la biblioteca, detrás del espejo. Ahora no me interrumpas y limítate a no decir nada pase lo que pase, y veas lo que veas. Te has comprometido. Si me haces caso, antes de quince minutos estaremos en la calle montados en tu vieja Harley camino de la Font del Gat.

Grieg rebuscó en su bolsa el libro que Lorena le había pedido, y al levantar la cabeza para entregárselo, observó el objeto que ella sostenía en la mano junto a las dos bolsas portacadáveres. Y un presentimiento le heló la sangre.

22

El inquisidor, mientras continuaba con su incendiaria soflama, trataba de disimular una íntima perturbación sin que nadie se hubiera percatado de ello.

Algo había sucedido en los últimos minutos que le preocupaba profundamente, pero continuó, imperturbable, con su alocución, mientras caminaba pausadamente junto a la alargada mesa de los inquisidores, y alrededor del cadáver del monje que yacía con tez cerúlea sobre el viejo carromato de madera.

—El
sermo generalis
debe penetrar definitivamente en el
territio realis
para que pueda llevarse a cabo finalmente el auto de fe. —A continuación el inquisidor pronunció unas palabras en un tono amenazador—: ¡Proceda el brazo secular!

El techo de la nave se descorrió y los tres monjes que estaban situados junto a los tres mogotes de paja seca procedieron a prenderles fuego, lo que provocó que los rostros de inquisidores y monjes se iluminaran vivamente de un color sanguíneo, hasta el extremo de notar en ellos un intenso calor proveniente de las recién encendidas hogueras.

—Por la fuerza y el poder que le fue otorgado a este tribunal en 1231 por el papa Gregorio IX —exclamó el inquisidor elevando los brazos hacia las alturas—, cuando promulgó su
inquisitio hereticae pravitatis
y tras comprobar vuestro renuente silencio, sin duda auspiciado por el Maligno, proclamo, auxiliado también por el concilio de Letrán donde en 1179 el papa Alejandro III decretó la oposición frontal y por la fuerza a todo tipo de herejía satánica, yo ordeno que…

A continuación ocurrió algo inesperado. Un enérgico grito cortó en seco el enardecido discurso del inquisidor, como lo habría hecho el filo de la más precisa de las guadañas.


Penitenciagite!

El monje de la barba blanca, al oír aquella expresión, que significaba «¡Arrepentíos, el fin se acerca!», volvió la cabeza a toda velocidad con el rostro alterado.

—¡Anatema! —replicó de inmediato y lleno de furia el inquisidor, cuando vio salir del compacto grupo de monjes a la persona que había interrumpido el auto de fe con una insolencia propia del más indigno de los herejes dulcinitas—. ¿Quién osa alterar el transcurso de este
sermo generalis?

Inmediatamente, dos arqueros se abalanzaron sobre la encorvada figura al ver que ésta se dirigía con paso decidido hacia el juez eclesiástico portando un libro en la mano, pero el inquisidor les señaló que se detuvieran, y la dejaran avanzar hasta el lugar donde él se encontraba.

El monje de la barba cana, que tenía la cabeza descubierta, se percató de que el tomo que le había entregado la recién aparecida figura era el
Malleus maleficarum,
el libro que pasaría a la historia como
El martillo de las brujas,
y que además tenía marcada una de sus páginas con una alargada cartulina de color blanco.

La persona que había surgido del grupo iba vestida de monje y tenía el rostro cubierto con la capucha del hábito, pero debajo se adivinaban unas facciones monstruosas, iluminadas por los rojizos fogonazos de las hogueras. Finalmente, una voz femenina, ronca y un tanto ahogada, pronunció unas desgarradoras palabras mientras el inquisidor leía la página de
El martillo de las brujas
marcada con la tarjeta.


Cita membri diminutionem et mortis periculum!
—exclamó la figura, pronunciando así la frase popular que exigía que se aboliera definitivamente la tortura, la mutilación del cuerpo y la condena a muerte en los juicios inquisitoriales.

El inquisidor acabó de leer el texto y sus facciones compusieron una expresión inusitadamente grave, que acrecentaba el crepitar de las ramas y los destellos provenientes de las hogueras.

—Dígame, señoría… ¿De cuál de las numerosas contravenciones que se reseñan en este libro se me acusa? —dijo la figura—. Todos ellos son delitos que conducen directamente al corazón de esas llamas tenebrosas.

La encapuchada señaló con las dos manos las tres hogueras que en ese momento estaban a punto de arder con toda su máxima intensidad.

—¿Se me acusa acaso de renegar de Dios? —preguntó la figura con voz terrorífica—. ¿De blasfemar? ¿De convocar al diablo mientras le consagro a mis propios hijos llegándoselos a ofrecer incluso en sacrificio? ¿O acaso se me imputa por alquilar mi propio vientre para atraer después a los más abyectos incautos a su causa? ¿Es por eso?

La figura se colocó con gesto desafiante frente al inquisidor y junto al cadáver del monje de tez cerúlea.

—¿Se me acusa de haber jurado en el nombre del demonio y no acatar ninguna de las leyes de la iglesia? —continuó—. ¿Acaso de haber mantenido incesto? ¿O acaso de enviar al infierno a los fieles a fuerza de hacerles ingerir venenos extraídos de la piel de los sapos? ¿O por ser una esclava del diablo?

Se produjo un silencio sepulcral, únicamente interrumpido por los cantos gregorianos.

—¡Anatema! ¡Anatema! —exclamó, fuera de sí, el inquisidor con el dedo apuntando hacia el corazón de las llamas, exigiendo así no sólo la excomunión de la sacrílega sino su maldición eterna en los infiernos—. Aunque ocultes tu rostro con una horrenda máscara de bruja, sé que eres una bruja. ¿Qué clase de mujer se presenta de este ignominioso modo ante este santo tribunal vestida de monje, y además osa entregar a este juez las santas reglas que era preciso aplicar para detener el imperio de Satán? ¿Sabes cómo se paga la afrenta que acabas de cometer con este santo tribunal?

Los arqueros, al escuchar el intimidatorio tono del juez, se aproximaron hacia la encapuchada de facciones monstruosas.

—Mira esas llamas. ¿Las ves? —prosiguió con ira el inquisidor—. ¡Tu fin será muy similar al de Juana de Arco! ¿Acaso tú también ibas de niña a depositar flores en la cepa del Árbol de las Hadas? ¡Pagarás con tu vida esta afrenta! —Los arqueros se acercaron aún más a ella, pero el inquisidor volvió a detenerlos extendiendo su brazo izquierdo—. Al igual que Juana de Arco fue condenada a la hoguera en Rouen, nadie impedirá que tú lo seas aquí y ahora mismo. ¿O acaso crees que te librarás de este tribunal creyendo que vamos a castigarte colgándote un inocente y simple sanbenito? ¿Crees que serás condenada únicamente a mostrar de por vida los signos de la infamia?

—¿Mostrar los signos de la infamia? ¿Se refiere su señoría a lucir dos aspas de estambre de color amarillo cosidas una en la espalda y la otra en el pecho para que todo el mundo sepa que fui acusada de brujería? —El monje de facciones horripilantes y voz ronca dejó escapar una risotada que sonó grave y apagada—. ¡Le facilitaré la tarea a este tribunal!

La figura se despojó muy lentamente del hábito que lo cubría. Apareció un ser desafiante y engreído que tenía los rasgos espantosos de una bruja y que lucía orgullosamente una túnica de color negro con símbolos demoníacos grabados en ella. La imagen que componía el rostro descompuesto y alterado del gran inquisidor, revestido con su hábito monacal y situado a corta distancia de la verrugosa cara de la bruja que osaba mirarlo fijamente a los ojos, resultaba sobrecogedora.

Las dos figuras permanecieron inmóviles mientras eran iluminadas espectralmente por la luz del fuego de las hogueras. Los numerosos jueces de la mesa y el grupo de monjes continuaban en silencio, expectantes ante el desenlace de aquel duelo.

—¿Reconocéis que con vuestras prácticas maléficas habéis contribuido a que otros cometieran este asesinato? —El inquisidor señaló el cadáver que estaba situado a escasos metros.

—¿Asesinato? —exclamó la bruja—. Asesino fue el inquisidor Cucumaences, que en 1484 quemó a noventa y una de mis hermanas en el condado de Burlía. ¡Ése sí que era un fratricida! O el inquisidor Alciat, que en un auto de fe muy similar a éste quemó vivos a ciento cincuenta brujos en el Piamonte. ¿Quiere su señoría que sometamos a revisión histórica a Roberto II, a Federico II, o a Luis VII en Francia…, o prefiere que hablemos de Enrique II en Alemania o de Torquemada en España…?

—¡Anatema! ¡Anatema! —exclamó, colérico, el inquisidor—. Este tribunal no va a consentir más afrentas de este tipo. ¡Arqueros! ¡Prendedla inmediatamente! ¡Este juez inquisidor así lo ordena!

Grieg, que estaba en primera fila y había dado su palabra de que no intervendría bajo ningún concepto, estaba realmente turbado por la osadía que mostraba Lorena vestida de bruja, y asistió con preocupación extrema a cómo el inquisidor intercambiaba órdenes con dos de los arqueros, y después éstos se dirigían hacia las hogueras.

—No es la función de este tribunal repasar la historia desde el Concilio de Avignon. O cuál fue el origen de la constitución de Gregorio IX para instaurar la Orden de Predicadores. El caso es que te encausaré aplicándote de inmediato su bula
lile humani generis.
—El inquisidor levantó los brazos—. Solemnemente sentencio que sois culpable de brujería y de haber cometido hechos monstruosos en nombre del Maligno. ¡Así lo ordeno en auto de fe del que quedará constancia en la tribuna del consejo de la Inquisición! Este tribunal omitirá poneros el capirote y el encerraros en la jaula para oír la sentencia que acabo de dictar, y seréis condenada a morir ahora mismo, y a fuego vivo, en la hoguera. La pregunta que os formula este tribunal es de obligada respuesta. ¿Habéis contado con la ayuda de algún sectario más para llevar a cabo vuestros nefandos planes? —preguntó el inquisidor con voz solemne.

—Sí —respondió la bruja.

—¡Revelad a este santo tribunal quiénes son vuestros secuaces en la Obra del Maligno!

Grieg sintió cómo se le erizaba todo el vello del cuerpo cuando vio que la bruja lo señalaba con su dedo índice.

Inmediatamente, los dos fueron rodeados por los arqueros y obligados a situarse frente a la mesa del tribunal.

—Llévese a cabo la culminación de este
sermo generalis
—exclamó el inquisidor—. Según me autoriza la constitución
Multorum Querella,
promulgada en el año de Nuestro Señor de 1311, condeno a ser relajados en la hoguera a estos dos brujos, bajo la acusación directa y confesa de satanismo y brujería, según atestigua de una manera clara el propio libro
Malleus maleficarum.
que esta bruja me entregó. ¡Brazo secular, proceda!

Uno de los arqueros agarró con fuerza el brazo derecho de Grieg, mientras que el otro hacía lo propio con la mujer que llevaba el rostro oculto con una careta de goma, y ambos fueron conminados a cumplir la voluntad del oficiante.

El inquisidor, con rostro turbado, caminó delante de la comitiva hasta que todos se situaron en la parte posterior de las hogueras, que se encontraban en su punto álgido.

Grieg tenía el pulso alterado y observaba cada vez con mayor preocupación cómo la cercanía de las llamas llenaba el aire de unas chispas que revoloteaban en torno a ellos haciéndoles sentir el calor abrasador del fuego. Ni siquiera podía contar con la mirada cómplice de Lorena, que permanecía oculta tras la máscara. El arquitecto miraba hipnóticamente las llamas y cada vez le parecía más difícil confiar en las palabras de Lorena: «Pase lo que pase, escuches lo que escuches y veas lo que veas, no abras la boca, ni interfieras, sólo confía en mí.»

BOOK: El laberinto de oro
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