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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico

El ladrón de días (6 page)

BOOK: El ladrón de días
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Ahora el sonido se hacía más fuerte y tuvo la certeza de que se hallaba detrás del árbol. Miró hacia arriba, esperando un vislumbre del bromista; pero al hacerlo, algo le cepilló la cara. Trató de agarrarlo, pero se retiró, al menos por un momento. Luego volvió otra vez, rozando su codo por el otro lado. Intentó cogerlo por segunda vez y entonces, al tocarlo de nuevo, por fin lo agarró.

—¡Ya te he pillado! —gritó.

Su grito de triunfo fue seguido de un soplo de aire y del sonido de algo que se había caído a su lado. Dio un salto, pero rehusó soltar lo que tenía sujeto, fuera lo que fuese.

—¿Wendell...? —llamó.

A guisa de respuesta, una llama se encendió en la oscuridad detrás de él, y un fuego de artificio estalló en una lluvia de chispas verdes, cuya luz daba a la arboleda un aspecto de caverna gangrenada.

Bajo aquella luz centelleante vio lo que tenía agarrado y, al verlo, lanzó una exclamación de pánico que hizo a los grajos levantarse de sus aseladeros, por encima de su cabeza.

El ruido que había oído no era de una escalera. Era una cuerda. No, tampoco una cuerda; era un lazo. En su mano tenía la pierna de un hombre que colgaba del lazo. La soltó y retrocedió tambaleándose; apenas pudiendo reprimir un segundo grito cuando sus ojos se levantaron y vio la mirada de un hombre muerto. A juzgar por su expresión, su muerte había sido horrible. Su lengua colgaba entre sus espumeantes labios y sus venas estaban tan hinchadas que su cabeza parecía una calabaza.

Esto..., o era una calabaza.

Una nueva fuente de chispas se activaba ahora del fuego de artificio, y Harvey vio la verdad del asunto. El miembro que había estado sujetando era una pierna de pantalón rellena; el cuerpo, un abrigo que albergaba fajos de prendas; aquella cabeza, una máscara sobre una calabaza, con nata como baba y huevos como ojos.

—¡Wendell! —gritó, volviendo la espalda a aquella escena de ejecución.

Wendell estaba de pie en el lugar más alejado, donde había el fuego. Su risa le llegaba de oreja a oreja, iluminada por las chispas que el fuego escupía. Parecía un pequeño demonio recién llegado del infierno. A su lado, la escalera que había dejado caer para poner el drama en acción.

—¡Ya te lo advertí! —dijo Wendell, con la máscara en la mano—. Te dije que esta noche sería un verdugo.

—¡Te devolveré la jugada! —dijo Harvey, con el corazón latiendo todavía demasiado deprisa para ver el lado divertido de su ocurrencia—. Te aseguro... ¡que me las vas a pagar!

—Puedes intentarlo —respondió Harvey, pavoneándose. El fuego empezaba a desvanecerse; las sombras, a su alrededor, se hacían nuevamente más profundas—. ¿Tenemos ya bastante de Halloween por esta noche? —preguntó.

A Harvey no le gustaba mucho admitir una derrota, pero asintió ceñudamente, jurándose a sí mismo que cuando finalmente llegara su desquite, éste sería sonado.

—¡Sonríe! —dijo Wendell, mientras la fuente de chispas agonizaba—. Estamos en la casa de la fantasía.

La luz ya casi se había consumido, y aunque Harvey estaba todavía enfurecido con Wendell (y consigo mismo por ser tan primo), no podía dejar que concluyera la fiesta sin hacer las paces.

—Está bien —dijo, permitiéndose una tímida sonrisa—. Habrá otras noches.

—Siempre —respondió Wendell. La respuesta le complació—. Esto es lo que es este lugar —dijo cuando la luz ya se había apagado—. Es la casa de los tiempos.

VII

Una cena junto al fuego les esperaba cuando volvieron a la casa. —Parece que vuelvas de una batalla —dijo la señora Griffin al ver el aspecto de Harvey—. ¿Ha estado Wendell practicando sus trucos?

Harvey admitió que había caído en todas sus trampas, pero que una de ellas le había impresionado en particular.

—¿Cuál fue? —preguntó Wendell con una mueca de presunción—. ¿La caída de la escalera? Ése fue un toque inteligente, ¿no?

—No, no fue la escalera —respondió Harvey.

—¿Cuál, pues?

—Aquella cosa del cielo.

—Ah, aquélla...

—¿Qué era? ¿Un cometa?

—No tuve nada que ver con aquello —respondió Wendell.

—Entonces, ¿qué fue?

—No lo sé —dijo Wendell al tiempo que desaparecía su sonrisa—. Mejor no hacer preguntas, ¿eh?

—Pero yo quiero saberlo —insistió Harvey, volviéndose hacia la señora Griffin—. Tenía alas y creo que volaba por encima del tejado.

—Entonces era un murciélago —dijo la señora Griffin.

—No. Esto era cien veces más grande que un murciélago —y extendiendo los brazos añadió—: Grande, con alas oscuras.

La señora Griffin fruncía el entrecejo mientras Harvey hablaba.

—Probablemente lo imaginaste —dijo.

—No lo imaginé —protestó Harvey.

—¿Por qué no te sientas y comes? —replicó la señora Griffin—. Si no era un murciélago no pudo ser nada.

—Pero Wendell también lo vio. ¿No es verdad, Wendell?

Harvey miró al otro muchacho, que estaba como excavando un plato de pavo con salsa de arándano.

—¿A quién le importa? —dijo Wendell, mascando mientras hablaba.

—Dile solamente que lo viste.

Wendell se encogió de hombros.

—Puede que lo viera o puede que no. Es la noche de Halloween. Se supone que puede haber duendes por ahí.

—Pero no duendes reales —dijo Harvey—. Un truco es un truco, pero si esa bestia fuera real...

Mientras hablaba advirtió que había roto la regla asumida en el porche: el hecho de que la criatura que había visto fuera real o no, era indiferente. Era un lugar de ilusiones. ¿No sería más feliz si dejara de cuestionar acerca de lo que era real o no lo era?

—Siéntate y come —dijo nuevamente la señora Griffin.

Harvey sacudió la cabeza. Su apetito había desaparecido. Estaba enfadado, aunque no estaba seguro de saber con quién. Puede que con Wendell, por sus gestos de indiferencia, o con la señora Griffin, por no creerle, o tal vez consigo mismo, por tener miedo a las ilusiones. Posiblemente con los tres a un tiempo.

—Subo a la habitación para cambiarme —dijo, al tiempo que abandonaba la cocina.

Descubrió a Lulu en el descansillo, mirando por la ventana. El viento soplaba contra el cristal, lo que recordó a Harvey la primera visita de Rictus. Sin embargo, lo que el viento traía no era lluvia, sino nieve en polvo.

—Pronto será Navidad —dijo ella.

—¿De veras?

—Habrá regalos para todo el mundo. Siempre los hay. Deberías formular un deseo de algo especial.

—¿Lo has formulado tú?

—No. Yo llevo aquí tanto tiempo que ya conseguí todo lo que deseaba. ¿Quieres verlo?

Harvey dijo que sí, y ella le condujo escaleras arriba hacia una habitación, que era inmensa y llena de tesoros.

Obviamente, ella tenía pasión por las cajas. Pequeñitas, cajas de joyería; grandes, labradas. Una caja para su colección de canicas de vidrio; una caja que tocaba música de campanillas; una caja dentro de la cual encajaban medio centenar de cajas pequeñas, etc.

También tenía varias familias de muñecas: sentadas, con cara inexpresiva, formando hileras en las paredes alrededor del cuarto. Pero lo más impresionante de todo era la casa de la cual las muñecas habían sido exiliadas. Estaba en el centro de la habitación y medía más de metro y medio desde el suelo hasta la punta de la chimenea, con todos los ladrillos, ventanas y tejado. Todo perfecto, al detalle.

—Aquí guardo a mis amigos —dijo Lulu, abriendo la puerta principal.

Dos brillantes lagartos verdes salieron a saludarla, subiendo por sus brazos hasta los hombros.

—Los restantes están dentro —dijo—. Mira.

Harvey miró por las ventanas y vio que todas las habitaciones de la casa, perfectas en cada detalle, estaban ocupadas. Había lagartos descansando en las camas, otros dormitando en los baños, y lagartos columpiándose en las lámparas. Harvey soltó una carcajada al ver sus extravagancias.

—¿No parecen felices? —dijo Lulu.

—¡Mucho! —respondió él.

—Puedes subir a jugar con ellos siempre que quieras.

—Gracias.

—Son realmente simpáticos. Sólo muerden cuando tienen hambre. Aquí...

Lulu arrancó uno de su hombro y lo dejó en las manos de Harvey. Enseguida escaló para colocarse en su cabeza, lo que divirtió a la niña.

Ambos disfrutaban de la compañía, tanto de los lagartos como mutuamente uno de otro, hasta que Harvey vio su propia imagen reflejada en una de las ventanas y recordó el aspecto que tenía.

—Será mejor que vaya a lavarme —dijo a Lulu—. Te veré luego.

Ella sonrió.

—Me gustas, Harvey Swick —dijo.

Su sinceridad le hizo a él franco.

—Tú también me gustas —dijo. Y luego, con una expresión más oscura añadió—: No quisiera que te ocurriera nada.

Ella pareció confusa.

—Te vi junto al lago —dijo él.

—¿Me viste? —respondió—. No lo recuerdo.

—Bueno, de todas formas, es muy profundo. Debes tener cuidado. Podrías resbalar y caerte.

—Tendré cuidado —dijo ella mientras él habría la puerta—. Ah, y Harvey...

—¿Qué?

—No te olvides de desear algo.

¿Qué voy a pedir? se preguntó mientras se lavaba la cara. Algo imposible, quizá. Sólo por ver cuánta magia poseía la casa. Podría ser un tigre blanco, por ejemplo. ¿O un zeppelín de tamaño real? ¿Un pasaje para la Luna?

La respuesta surgió de las profundidades de su memoria. Deseaba un regalo que ya había tenido (y perdido) hacía mucho tiempo; un regalo que le había hecho su padre y que ahora, por más que el señor Hood quisiera complacer a su nuevo invitado, no podría ser capaz de duplicarlo.

—El arca —murmuró.

Con su cara limpia y los rasguños que se había hecho en los matorrales como heridas de guerra, bajó las escaleras, descubriendo que nuevamente la casa había sufrido una extraordinaria transformación. Un árbol de Navidad —tan alto que la estrella situada en su cima pinchaba el techo— adornaba el pasillo. Los colores de sus luces intermitentes llegaban a todas las habitaciones. Había en el aire un olor a chocolate, así como un canto de villancicos. En la sala de estar, la señora Griffin estaba sentada al lado de un fuego rugiente, con el gato
Stew
ronroneando en su regazo.

—Wendell ha salido afuera —le dijo a Harvey—. Hay una bufanda y guantes para ti junto a la entrada.

Harvey salió al porche. El viento era helado, pero ya estaba barriendo las nubes de nieve y dejaba a las estrellas brillar sobre un perfecto manto blanco.

No tan perfecto. Una hilera de pisadas que partía de la casa conducía al lugar donde Wendell construía un hombre de nieve.

—¿Vienes? —gritó a Harvey con una voz tan clara como las campanas que sonaban a través de aquel aire frío y seco.

Harvey movió la cabeza negativamente. Estaba tan cansado que se sentía confortado sólo con mirar la nieve.

—Quizá mañana —dijo—. Mañana volverá a ser Navidad, ¿no?

—Claro que sí —dijo Wendell, vociferando—. Y pasado, y al otro y al otro...

Harvey entró a ver el árbol de Navidad. En sus ramas había colgaduras de palomitas, oropel, luces de colores, bolas y soldados con brillantes uniformes plateados.

—Debajo del árbol hay algo para ti —dijo la señora Griffin, desde la puerta de la sala de estar—. Creo que es lo que deseas, querido.

Harvey se arrodilló y sacó de debajo del árbol un paquete que llevaba su nombre. Su pulso se aceleró ya antes de abrirlo, puesto que, por su forma y el ruido de su contenido al moverlo, sabía que su deseo se había realizado. Tiró del hilo, recordando cómo lo había hecho cuando sus manos eran mucho más pequeñas, la primera vez que recibió aquel regalo. El papel se rompió y cayó. Luego, allí, reluciente y nueva, estaba el arca de madera pintada.

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