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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico

El ladrón de días (9 page)

BOOK: El ladrón de días
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—No me quieres a mí... —sollozaba Wendell—. ¡Coge a Harvey! ¡Coge a Harvey!

—¡Muérdelo! —dijo Jive—. Adelante. Bebe un poco de su sangre. ¿Por qué no? La grasa no es buena, pero la sangre es caliente; la sangre es sabrosa. —Bailaba un poco mientras hablaba, pataleando al ritmo de su canto—. ¡No desprecies su sabor! ¡Cómete la carne!

Wendell seguía llorando, todo mocos y lágrimas.

—¡No me deseas a mí! ¡Encuentra a Harvey! ¡Encuentra a Harvey!

Y cuanto más lloraba, más influía el canto de Jive en Harvey. Al fin y al cabo, ¿quién era aquel ridículo niño llamado Wendell? Tenía demasiado interés en servir a Harvey como comida para ser llamado amigo. No era más que un bocado apetitoso. Cualquier vampiro merecedor de sus alas empezaría a mover las mandíbulas sólo con verlo. Y aún...

—¿A qué estás esperando? —insistía Jive—. Hemos trabajado mucho para hacer de ti un monstruo...

—Sí, pero es un juego —afirmó Harvey.

—¿Un juego? —dijo Jive—. No, no, muchacho. Es mucho más que eso. Es una educación.

Harvey no sabía qué había querido decir con aquello, ni tampoco estaba seguro de querer saberlo.

—Si no le das pronto el zarpazo —musitó Jive— vas a perderlo.

Era verdad. Las lágrimas de Wendell se estaban despejando y miraba a su atacante con asombro.

—¿Vas a... dejarme... ir?—murmuró.

Harvey sintió la mano de Jive en su espalda.

—¡Hazlo! —ordenó Jive.

Harvey miró la cara de Wendell, manchada de lágrimas, y el temblor de sus manos. «Si la situación hubiera sido a la inversa —pensó—, ¿hubiera sido yo más valiente?» La respuesta que conocía era no.

—¡Ahora o nunca! —insistió Jive.

—Pues es nunca —dijo Harvey—. ¡Nunca!

La palabra vino como un rugido gutural, y Wendell huyó ante ella, gritando al topo de su voz. Harvey no le persiguió.

—Me decepcionas, muchacho —dijo Jive—. Pensé que tenías el instinto de matar.

—Bueno, pues no lo tengo —contestó Harvey, un poco avergonzado de sí mismo. Se sentía como un cobarde, por más que estaba seguro de haber hecho lo correcto.

—Esto ha sido malgastar la magia —decía otra voz, y Marr apareció de entre las matas, con sus brazos llenos de enormes hongos.

—¿Dónde los has encontrado? —preguntó Jive.

—En el sitio de siempre —respondió Marr, al mismo tiempo que dirigía a Harvey una mirada de desdén—. Supongo que quieres que te devuelva tu viejo cuerpo.

—Sí, por favor.

—Deberíamos dejarlo así —dijo Jive—. De esta forma tendría que chupar sangre, tarde o temprano.

—No —concluyó Marr—. Hay sólo esta magia para operar, tú lo sabes. ¿Por qué malgastarla en un miserable pequeño don nadie como ése?

Hizo un ademán en la dirección de Harvey y éste sintió que le abandonaba aquel poder que había fortalecido sus miembros y transformado su cara. Fue un alivio, desde luego, sentirse libre de aquella magia, si bien una pequeña parte de él lamentaba su pérdida. En pocos momentos fue de nuevo un muchacho que pertenecía a la tierra, débil y sin alas.

Una vez deshecho el hechizo, Marr le volvió la espalda y anadeó perdiéndose en la oscuridad. Jive, sin embargo, dilató su retirada lo suficiente para dirigir a Harvey su último reproche:

—Has desperdiciado tu oportunidad, niño. Pudiste haber sido uno de los grandes.

—Era un juego y basta —respondió Harvey, ocultando la extraña sensación de frustración que sentía—. Un truco de Halloween. No ha significado más que esto.

—Hay algunos que no estarían de acuerdo —dijo Jive con una sombría expresión—. Aquellos que dicen que los grandes poderes son chupadores de sangre y ladrones de almas, en el fondo. Y nosotros debemos servirles. Todos nosotros. Servirlos hasta el día de nuestra muerte.

Durante este pequeño y peculiar discurso, mantuvo la mirada fija en Harvey. Y luego, a paso lento, se retiró, adentrándose en las sombras hasta desaparecer.

Harvey encontró a Wendell en la cocina, con un perrito caliente en una mano y una galleta en la otra; contándole a la señora Griffin lo que había visto. Cuando entró Harvey se le cayó la comida y lanzó un grito de alivio.

—¡Estás vivo! ¡Estás vivo!

—Naturalmente que estoy vivo —respondió Harvey—. ¿No debería estarlo?

—Había algo allí fuera. Una terrible bestia. Por poco me come. Pensé que quizá te habría mordido a ti.

Harvey miró sus manos y piernas.

—Pues no, ya ves. Ni un mordisco.

—Me alegro —dijo Wendell—, ¡cuánto me alegro! ¡Tú eres mi mejor amigo, para siempre!

«Era comida de vampiro hace cinco minutos», pensó Harvey, pero no dijo nada. Posiblemente tendría ocasión, más adelante, de hablarle a Wendell de su transformación y de su tentación, pero éste no era el momento. Simplemente dijo:

—Tengo hambre.

Y se sentó a la mesa, al lado de su amigo de buenos momentos, para poner en su barriga algo más dulce que la sangre.

XI

Al día siguiente, no vio por allí ni a Lulu ni a Wendell. La señora Griffin dijo haberlos visto antes del desayuno y que luego desaparecieron. Harvey, por tanto, estaba libre y podía actuar por su cuenta en lo que quisiera. Trató de no pensar en lo que había ocurrido la noche anterior, pero no podía evitarlo.

Fragmentos de conversación acudieron a su memoria y se interrogaba constantemente. ¿Qué había querido decir Jive, por ejemplo, cuando le dijo a Harvey que convertirlo en un vampiro no era tanto un juego como una educación? ¿Qué clase de lección
había
aprendido al saltar de un tejado para asustar a Wendell?

¿Y toda aquella historia acerca de ladrones de almas y de cómo había que servirlos? ¿Era el señor Hood, de quien hablaba Jive, el
gran poder al
cual todos ellos tenían que servir? Si Hood estaba en la casa, ¿por qué nadie —Lulu, Wendell o él mismo— lo había visto? Harvey había tratado de obtener detalles de Hood, y obtuvo de sus dos amigos la misma respuesta: no habían oído ni pasos, ni susurros ni risas. Si el señor Hood estaba aquí realmente, ¿dónde se escondía y por qué?

Tantas preguntas y tan pocas respuestas...

Y luego, como si estos misterios no fueran ya bastante, se
había
presentado otro para inquietarle. Por la tarde, cuando se hallaba descansando a la sombra de la casa del árbol, oyó un grito de desesperación; miró a través de las hojas y vio a Wendell cruzar el césped corriendo. Iba vestido con anorak y botas, a pesar de que hacía un calor sofocante, y daba patadas al suelo como un loco.

Harvey le llamó; pero o bien no le oyó o decidió no hacerle caso. Por ello descendió y persiguió a Wendell por el lado de la casa. Cuando dio la vuelta hacia la parte de detrás lo encontró en el huerto, sudado y con la cara enrojecida.

—¿Qué te pasa? —preguntó Harvey.

—¡No puedo salir! —respondió Wendell, aplastando con el pie una manzana medio podrida bajo sus pies—. ¡Quiero marcharme, Harvey, pero no hay salida!

—¡Seguro que la hay!

—Lo he estado intentando horas y horas, y puedo asegurarte que la niebla me devuelve al lugar por donde he venido.

—¡Eh, cálmate!

—Quiero irme a casa, Harvey —dijo Wendell, ahora llorando—. La pasada noche fue demasiado para mí. Aquella cosa quería mi sangre. Sé que no me crees...

—Te creo —dijo Harvey—. De verdad, te creo.

—¿Seguro?

—Claro que sí.

—Bien, pues tú también deberías marcharte, porque si yo me voy vendrá a por ti.

—No lo creo —aseguró Harvey.

—Me he hartado ya de este lugar —dijo Wendell—. Es peligroso. Oh, sí, sé que parece que todo es perfecto, pero...

Harvey le interrumpió:

—Creo que deberíamos bajar la voz. Y hablar de esto reposadamente y en privado.

—¿Como dónde? —preguntó Wendell con terror en sus ojos—. Todo el lugar nos está vigilando y escuchando. ¿No lo sientes?

—¿Por qué tendría que ser así?

—¡No lo sé! —exclamó Wendell—. Pero anoche pensé que si no dejo este lugar ahora, voy a morir aquí. Voy a desaparecer cualquier noche; o volverme loco como Lulu. —Bajó la voz para hablar susurrando—. Ya sabes que no somos los primeros. ¿De dónde ha salido toda la ropa que hay arriba? Todas las chaquetas, zapatos y sombreros. Pertenecieron a chicos como nosotros.

Harvey se estremeció. ¿Había jugado a trucos y bromas con los zapatos de un muchacho muerto?

—Quiero salir de aquí —dijo Wendell, con lágrimas resbalando por sus mejillas—. Pero no hay salida.

—Si hay una entrada ha de haber una salida —razonó Harvey—. Iremos al muro.

Dicho esto, empezó a andar. Wendell le siguió, doblando la esquina de la casa y bajando luego por la pendiente del césped. El muro de niebla parecía completamente inofensivo mientras se aproximaban a él.

—Ten cuidado —advirtió Wendell—. Tiene trucos guardados en la manga.

Harvey acortó el paso, esperando que el muro se abriera, o incluso que le acogiera como cuando entró. Pero no hizo nada. Más intrépido ahora, avanzó, adentrándose en la niebla, seguro de salir al otro lado. Pero por alguna clase de magia, se encontró con la casa enfrente, sin notar siquiera que le habían dado la vuelta y regresado a la parte de dentro.

—¿Qué ha pasado? —se preguntó.

Asombrado, volvió a pasar entre la niebla. Ocurrió exactamente lo mismo. Entró en línea recta y salió, pero en dirección opuesta. Lo repitió una y otra vez. Siempre lo mismo; el truco operó de la misma manera, hasta que Harvey se sintió tan frustrado como Wendell media hora antes.

—Y ahora, ¿me crees? —dijo Wendell.

—Sí.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Bueno, ante todo bajar la voz —susurró Harvey—. Tenemos todo el día. Vamos a hacer como si hubiéramos abandonado la idea de huir. Voy a inspeccionar el terreno.

Empezó sus investigaciones tan pronto como volvieron a la casa, yendo en busca de Lulu. La habitación estaba cerrada. Primero llamó a la puerta, luego la llamó por su nombre. Al no obtener respuesta, empujó y vio que la puerta no estaba cerrada con llave.

—¿Lulu...? —dijo, abriendo la puerta—. Soy Harvey.

No estaba allí, pero le tranquilizó ver que había dormido en la cama y que aparentemente había estado jugando con sus animalitos no mucho antes. Las puertas de la casa de muñecas estaban abiertas y había lagartos por todas partes.

Percibió, sin embargo, una cosa extraña. El ruido de un chorro de agua lo atrajo hasta el cuarto de baño, donde encontró la bañera llena casi hasta el borde, y las prendas de Lulu esparcidas sobre los ladrillos encharcados.

Cuando bajó a la planta preguntó a la señora Griffin:

—¿Ha visto usted a Lulu?

—No, en las últimas horas —respondió—. Pero ha estado muy reservada. —La señora Griffin puso la cara seria y miró a Harvey—. Yo, de ti, no me ocuparía demasiado de esto, hijo. Al señor Hood no le gustan los huéspedes curiosos.

—Sólo trataba de saber dónde estaba —le respondió Harvey.

La señora Griffin frunció las cejas y trabó la lengua contra su pálida mejilla, como si quisiera hablar pero no se atreviera.

—De todas maneras —prosiguió Harvey, pinchando deliberadamente a la señora Griffin—, no creo que el señor Hood exista.

—Ten cuidado —respondió ella con la voz más grave y frunciendo más profundamente la frente—. No te conviene hablar del señor Hood de esa forma.

—He estado aquí... días y días —dijo Harvey, dándose cuenta, al hablar, de que había perdido la cuenta del tiempo que llevaba en la casa—, y no le he visto ni una sola vez. ¿Dónde está?

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