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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (14 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—¿Dónde está la fotografía? —le preguntó Zito en cuanto lo vio.

Era la de Karima con su hijo.

—¿Quieres que salga entera? ¿O sólo algún detalle?

—Tal como está.

Nicolò Zito salió, regresó poco después sin la fotografía y se sentó cómodamente.

—Cuéntamelo todo. Y explícame, sobre todo, esa historia del ladrón de meriendas que a Pippo Ragonese le parece una bobada y que yo, en cambio, creo que no lo es.

—Nicolò, no tengo tiempo, puedes creerme.

—No, no te creo. Una pregunta: ¿el niño que robaba meriendas es el que aparece en la fotografía que me acabas de entregar?

Nicolò era peligrosamente inteligente. Mejor no contrariarlo.

—Sí, es él.

—¿Y quién es la madre?

—Alguien que sin duda está implicado en el homicidio del otro día, de aquel hombre que encontraron en el ascensor. Y ahora no me hagas más preguntas. Te prometo que, en cuanto empiece a aclarar el asunto, tú serás el primero en enterarte.

—¿Me quieres decir, por lo menos, cómo tengo que presentar la fotografía?

—Ah, sí. Tienes que hablar en tono doloroso y patético.

—¿Ahora quieres hacer de director?

—Tienes que decir que se te ha presentado una anciana tunecina con lágrimas en los ojos, suplicándote que mostraras la fotografía en la pantalla. Hace tres días que la vieja no tiene noticias ni de la mujer ni del niño. Se llaman Karima y François. Cualquier persona que los haya visto, etcétera, se garantiza el anonimato, etcétera, que llame a la comisaría, etcétera.

—El etcétera será lo más peliagudo —dijo Nicolò Zito.

En casa, Livia se fue enseguida a dormir llevándose al niño, pero Montalbano se quedó a esperar el telediario de las doce de la noche. Nicolò cumplió con su deber, mostrando la fotografía el mayor tiempo posible. Al terminar el telediario, el comisario lo llamó para darle las gracias.

—¿Me puedes hacer otro favor?

—Otro más y te hago pagar un abono. ¿Qué quieres?

—¿Se podría volver a mostrar la fotografía en el telediario de la una del mediodía de mañana? Es que creo que, a esta hora, no la habrá visto mucha gente.

—A tus órdenes.

Se dirigió al dormitorio, apartó a François del abrazo de Livia, lo cogió en brazos, lo llevó al comedor y lo puso a dormir en el sofá que Livia ya le había preparado. Se duchó y se acostó. Livia, a pesar de estar dormida, percibió su presencia y se le arrimó de espaldas. Siempre le había gustado hacerlo así, en estado de duermevela, en aquella placentera tierra de nadie situada entre el país de los sueños y la ciudad de la conciencia. Pero esta vez, en cuanto Montalbano empezó a acariciarla, se apresuró a apartarse.

—No. François se podría despertar.

Por un instante, se quedó petrificado: aquel aspecto de las alegrías familiares no lo había previsto.

Se levantó, pues ya se le había pasado el sueño. Mientras regresaban a Marinella, se le había ocurrido hacer una cosa. Ahora se acordó.

—¿Valente? Soy Montalbano. Perdona que te moleste en casa. Tengo que verte con la máxima urgencia. ¿Te parece bien que vaya mañana a Mazàra hacia las diez?

—Claro. ¿Puedes adelantarme de...?

—Es una historia complicada y confusa. Me baso en conjeturas. Se refiere también al tunecino ametrallado.

—Ben Dhahab.

—Bueno, por de pronto, se llamaba Ahmed Moussa.

—Coño.

—Pues sí.

Once

—No está claro que haya una relación —observó el subjefe superior Valente al término del relato de Montalbano.

—Si ésta es tu opinión, me haces un gran favor. Cada cual se queda con lo suyo: tú indagas por qué razón el tunecino utilizaba un nombre falso y yo busco la causa del asesinato de Lapecora y de la desaparición de Karima. Si casualmente nos cruzamos por la calle, fingiremos no conocernos y ni siquiera nos saludaremos. ¿De acuerdo?

—¡Hay que ver cómo eres!

El comisario Angelo Tomasino, un treintañero con pinta de cajero de banco, de esos que cuentan diez veces a mano quinientas mil liras antes de entregártelas, puso toda la carne en el asador en defensa de su jefe:

—Tampoco está claro, ¿sabe?

—¿Qué es lo que no está claro?

—Que Ben Dhahab sea un nombre falso. A lo mejor, se llamaba Ben Ahmed Dhahab Moussa. Cualquiera sabe con estos nombres árabes.

—No quiero molestar más —dijo Montalbano, levantándose.

Se le había subido la sangre a la cabeza. Valente, que lo conocía desde hacía mucho tiempo, lo comprendió.

—A tu juicio, ¿qué tenemos que hacer? —se limitó a preguntar.

El comisario volvió a sentarse.

—Averiguar, por ejemplo, quién lo conocía aquí, en Mazàra. Cómo había conseguido incorporarse a la tripulación de la embarcación pesquera. Si tenía la documentación en regla. Efectuar un registro en el lugar donde vivía. ¿Todas estas cosas te las tengo que decir yo?

—No —dijo Valente—. Pero me apetecía oírtelas decir a ti.

Cogió una hoja de papel del escritorio y se la entregó a Montalbano. Era una orden de registro del domicilio de Ben Dhahab, con sello y firma.

—Esta mañana he despertado al juez de madrugada —dijo sonriendo Valente—. ¿Me acompañas a dar un paseo?

La señora Ernestina Pipia, viuda de Locicero, tuvo mucho empeño en señalar que ella no se dedicaba profesionalmente al alquiler de habitaciones. Su difunto le había dejado una planta baja que antaño fue una barbería, un salón de peluquería, tal como ahora se dice. Se dice así, pero de salón tenía muy poco, tal como los señores verían ahora mismo, y, además, ¿qué necesidad había de aquel papel, la orden de registro? Les hubiera bastado con presentarse y decir: mire, señora Pipia, esto es lo que hay; y ella no habría puesto ningún reparo. Los reparos los ponen los que tienen algo que esconder, pero ella, todos en Mazàra lo podían confirmar, todos los que no fueran cornudos o hijos de puta, claro, ella había tenido y seguía teniendo una vida tan transparente como el aire. ¿Cómo era el pobre tunecino? Pues miren los señores, ella jamás en su vida habría alquilado la habitación a un africano: ni a uno que tuviera la piel negra como la tinta, ni a otro cuya piel no se diferenciara para nada de la de un mazarés. Nada, los africanos le daban miedo. ¿Por qué le había alquilado la habitación a Ben Dhahab? Era muy distinguido, señores míos, un verdadero señor muy fino y educado, de esos que ya ni siquiera se encuentran entre los mazareses. Sí, señor, hablaba italiano o, por lo menos, se hacía entender bastante bien. Le había enseñado el pasaporte...

—Un momento —dijo Montalbano.

—Un momento —dijo simultáneamente Valente.

Sí, señor. El pasaporte. En regla. Escrito como escriben los árabes y tenía también unas palabras escritas en una lengua extranjera. ¿Inglés? ¿Francés? Cualquiera sabía. La fotografía encajaba. Y, si los señores tenían verdadero empeño en saberlo, ella había declarado el alquiler, tal como marcaba la ley.

—¿Cuándo llegó exactamente? —preguntó Valente.

—Hace justo diez días.

Y, en diez días, había tenido tiempo de aclimatarse, buscar trabajo y dejarse matar.

—¿Le dijo cuánto tiempo pensaba quedarse? —preguntó Montalbano.

—Unos diez días más. Pero...

—Pero ¿qué?

—Pues que me quiso pagar un mes por adelantado.

—¿Y usted cuánto le pidió?

—Yo le pedí inmediatamente novecientas mil, porque ya sabe usted cómo son los árabes, que regatean y regatean; estaba dispuesta a bajar, quizá a seiscientas o quinientas mil... Pero él ni siquiera me dejó terminar, echó mano de la cartera, sacó un fajo de billetes tan gordo como la panza de una botella, quitó la cinta que lo sujetaba y me contó nueve billetes de cien mil.

—Dénos la llave y explíquenos dónde está la planta baja —la cortó Montalbano.

La delicadeza y distinción del tunecino estaban concentrados en el fajo de billetes tan gordo como la panza de una botella.

—Me arreglo en un momento y los acompaño.

—No, señora, usted se queda aquí. Le devolveremos la llave.

Una cama de hierro oxidada, una mesa coja, un armario con una chapa de conglomerado en lugar del espejo y tres sillas de paja. Había un retrete con una taza de escusado y un lavabo, una toalla sucia y, en el estante, una navaja, jabón líquido en spray y un peine. Regresaron a la habitación. Encima de una silla, una maleta de tela azul; la abrieron: estaba vacía.

En el armario, unos pantalones nuevos, una chaqueta oscura muy limpia, dos camisas, cuatro pares de calcetines, cuatro slips, seis pañuelos, dos camisetas: todo recién comprado y todavía por estrenar. En un rincón del armario había un par de sandalias en buen estado; en el lado contrario, una bolsa de plástico llena de ropa interior sucia. Volcaron su contenido en el suelo: todo normal. Se pasaron una hora larga registrándolo todo. Cuando ya habían perdido la esperanza, Valente tuvo suerte. No estaba escondido, pero había caído y se había quedado prendido en la cabecera de hierro de la cama, un billete de avión Roma-Palermo correspondiente a diez días atrás, a nombre de Mr. Dhahab. O sea, que Ahmed había llegado a Palermo a las diez de la mañana y, en cuestión de dos horas como máximo, había llegado a Mazàra. ¿A quién había recurrido para encontrar a alguien que le alquilara una habitación?

—Desde Montelusa, junto con el cadáver, ¿te enviaron los efectos personales?

—Claro —contestó Valente—. Diez mil liras.

—¿El pasaporte?

—No.

—¿Y todo el dinero que tenía?

—Si lo dejó aquí, debió de encargarse de él la señora Pipia, la de la vida tan transparente como el agua.

—¿Ni siquiera las llaves de la casa en el bolsillo?

—Ni siquiera eso. ¿Quieres que te lo diga con música? Sólo diez mil liras y nada más.

Mandado llamar por Valente, el profesor Rahman, un maestro de primaria cuarentón con pinta de siciliano puro, que ejercía la función oficiosa de enlace entre su gente y las autoridades de Mazàra, se presentó en diez minutos.

Montalbano lo había conocido un año atrás, cuando estaba investigando el caso que más adelante se conocería como el del «perro de terracota».

—¿Estaba dando clase? —le preguntó Valente.

En un insólito arrebato de sentido común y sin recurrir a la Delegación de Enseñanza, el director de un colegio de Mazàra había habilitado unas aulas para crear una escuela destinada a los niños tunecinos.

—Sí, pero he pedido que me sustituyeran. ¿Algún problema?

—Puede que usted nos pueda aclarar una cosa.

—¿Sobre qué?

—Mejor decir sobre quién. Ben Dhahab.

Valente y Montalbano habían decidido de común acuerdo contarle al maestro de la misa la mitad y, según cuál fuera su reacción, contársela toda o no.

Al oír aquel nombre, Rahman no hizo el menor intento de disimular su incomodidad.

—Pregunten ustedes.

Le correspondía a Valente llevar el mando de la situación, Montalbano era sólo un huésped.

—¿Usted lo conocía?

—Fue a verme hace unos diez días. Conocía mi nombre y sabía lo que represento. Verá, aproximadamente el pasado mes de enero, se publicó en un periódico de Túnez un artículo que hablaba de nuestra escuela.

—¿Qué le dijo?

—Que era periodista.

Valente y Montalbano intercambiaron una rápida mirada.

—Quería hacer un reportaje sobre la vida de nuestros compatriotas en Mazàra. Pero se presentaría ante todo el mundo como uno que buscaba trabajo. Quería incorporarse a una tripulación. Lo presenté a mi compañero El Madani. Y éste fue el que puso en contacto a Ben Dhahab con la señora Pipia, que le alquiló la habitación.

—¿Se volvieron ustedes a ver?

—Por supuesto, nos vimos algunas veces por casualidad. Asistimos incluso a una fiesta. Estaba, ¿cómo le diría?, perfectamente integrado.

—¿Fue usted quien lo ayudó a encontrar trabajo como tripulante?

—No. Y ni siquiera El Madani.

—¿Quién pagó el entierro?

—Nosotros. Hemos constituido un pequeño fondo para hacer frente a circunstancias imprevistas.

—¿Quién facilitó a la televisión la fotografía y todas las noticias acerca de Ben Dhahab?

—Yo. Verá usted, en la fiesta que le he dicho había un fotógrafo; Ben Dhahab protestó y dijo que no quería que le hicieran fotografías. Pero el fotógrafo ya había disparado una. Y, cuando vino el periodista de la televisión, yo fui por ella y se la di, junto con los pocos datos que él nos había proporcionado.

Rahman se secó el sudor. Su incomodidad había aumentado. Y Valente, que era un policía estupendo, lo dejó cocer en su propio caldo.

—Pero hay algo extraño —añadió Rahman. Montalbano y Valente fingieron no haberlo oído, como si estuvieran pensando en otras cosas, y, sin embargo, prestaban toda su atención, como los gatos que, cuando tienen los ojos cerrados y aparentan dormir, están contando las estrellas.

—Ayer llamé al periódico de Túnez para comunicarles la desgracia y recibir las disposiciones para el entierro. En cuanto le dije al director que Ben Dhahab había muerto, se echó a reír. Dijo que era una broma muy pesada, que Ben Dhahab se encontraba en aquellos momentos en la estancia de al lado, hablando por teléfono. Y me colgó.

—¿No podría ser un caso de homonimia? —lo provocó Valente.

—¡Ni hablar! ¡Me lo dijo con toda claridad! Puntualizó que lo había enviado el periódico. Lo cual quiere decir que me engañó.

—¿Sabe si tenía algún familiar en Sicilia? —preguntó Montalbano, interviniendo por primera vez.

—No lo sé, no hablamos de eso. Si los hubiera tenido en Mazàra, no habría recurrido a mí.

Valente y Montalbano se consultaron el uno al otro con la mirada, y Montalbano, sin decir nada, dio su conformidad para que su amigo efectuara el disparo.

—¿Le dice algo el nombre de Ahmed Moussa?

No fue un disparo, sino un auténtico cañonazo. Rahman pegó un brinco en la silla, volvió a caer en ella y se aflojó.

—¿Qué... qué... tiene que ver... Ahmed Moussa? —tartamudeó el maestro, casi sin resuello.

—Disculpe mi ignorancia —añadió Valente sin piedad—, pero ¿quién es ese señor que tanto miedo le da?

—Es un terrorista. Uno que... un asesino. Un malvado. Pero... ¿qué... qué tiene que ver?

—Tenemos motivos para creer que Ben Dhahab era, en realidad, Ahmed Moussa.

—Me encuentro mal —dijo con un hilillo de voz el profesor Rahman.

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