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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (15 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Así era el mundo, y yo no tenía la culpa. Tampoco conocía otro y sólo podía elegir entre lo peor y lo peor, que Pepe el Portugués fuera de verdad el pobrecillo que aparentaba ser delante de los otros y sobreviviera, o que fuera en realidad el hombre a quien yo conocía y muriera joven, cualquier día, porque en mi pueblo, y más que los olivos, se cultivaban las traiciones, las delaciones, el miedo y los fusiles. Vivíamos en el centro de una guerra que no se iba a acabar nunca y eso parecía bastar para explicarlo todo, para justificarlo todo, para convertir una ciénaga en un lugar habitable. Cuando tiré el último papelito, apenas dos trazos ilegibles, en el buzón de correos, me dije que no estaba haciendo otra cosa que acatar la ley del único mundo que conocía. Pero las cosas no siempre son como parecen y con Pepe el Portugués nunca podía estar seguro de nada.

—Oye, Nino… —el primer día de clase, al salir de la escuela, me lo encontré en la puerta, esperándome—. Aquel libro que te llevaste de casa, hace un mes y medio, ¿te acuerdas?

—Sí —le dije, y me cogió del brazo para apartarme de los demás, antes de seguir hablando en un murmullo.

—¿Lo tienes todavía?

—Claro.

—Bueno, pues me lo vas a tener que devolver… —le miré con las cejas fruncidas y no me hizo esperar—. Ya sé de quién es. Ayer, María Cabezalarga vino a preguntarme si lo había visto. Me dijo que era de su hermano, que se lo había dejado el maestro antes del verano y lo habían estado buscando por todas partes porque tenía que devolverlo. Por lo visto, Julián se lo prestó a un amigo, y ese a otro amigo, y… Total, que el último que lo tuvo lo perdió al lado de mi casa, pero le dio vergüenza contárselo a Cabezalarga, y ya ves. La pobre María estaba tan angustiada que le prometí que se lo devolvería hoy mismo. ¿Te lo has acabado?

—Sí —y sonreí enseñando todos los dientes, mientras sentía que mi estómago se vaciaba, como si el bulto que me acompañaba a todas partes desde que leí el nombre de Comerrelojes en aquel papel, se hubiera desvanecido en un instante—. Me ha gustado mucho. Pensaba quedármelo para leerlo otra vez, pero si me acompañas a casa, te lo doy ahora mismo.

—Vale —el Portugués también sonrió—. Y si te ha gustado tanto, a lo mejor puedo conseguirte otro, ¿eh?

Una semana después, mi padre me dijo que subiera al molino al salir de la escuela, porque se había enterado de que allí había algo para mí.

—Pero cuídalos bien, que me los ha prestado Filo y se los tenemos que devolver.

Era
La isla misteriosa
, dos tomos encuadernados en tela azul con unas ilustraciones chulísimas en la portada, pero ni siquiera la emoción que prometían la silueta de un volcán humeante y la astuta expresión de unos hombres que parecían oler el peligro mientras avanzaban por el laberinto verde de la selva, llegó a representar para mí un regalo comparable a la incertidumbre que me permitió seguir pensando todo, y nada, y lo mejor de Pepe el Portugués, aunque ya nunca volví a defenderle en voz alta cuando Paquito se reía de él. Ni siquiera cuando cayó la primera helada, y resucitó Cencerro, y llegaron los camiones, y se marcharon de vacío sin impedir que Celestino Cabezalarga, el hermano mayor de Julián y de María, que nunca había pisado la taberna de Cuelloduro, se echara al monte por sorpresa con su mujer, para impregnar de coherencia la historia del libro perdido y recuperado. Para aquel entonces, en Fuensanta de Martos nadie se acordaba ya de las extrañas muertes de Comerrelojes y Pilatos, el tenebroso epílogo de un mundo que parecía haberse extinguido para siempre cuando resucitó de pronto con la terquedad de esos olivos viejos que no se pueden arrancar sin que dejen en la tierra una raíz pequeña, desdeñable en apariencia, pero capaz de brotar y rebrotar una, y otra, y otra vez, sin rendirse jamás. Nadie excepto mi padre, que tampoco cejaba.

—Yo te digo a ti que Cencerro es Regalito —y todas las noches arremetía de la misma manera contra la silenciosa censura de su mujer—, y que fue él quien nos tendió la trampa en agosto, él y sólo él, que yo le vi y le reconocí por el flequillo, me acuerdo perfectamente…

En noviembre, su terquedad tenía otro significado, y quizás por eso, mi madre ya no le llevaba la contraria en voz alta. A Cencerro muerto, Cencerro puesto, y desde el asalto al alcalde de Alcaudete ninguna otra cosa tenía importancia. En el monte, la disciplina no era la misma que en los cuarteles, y los jefes siempre iban por delante de sus hombres. Por eso, y aunque todos prefirieran ahorrarse el margen de error que asumirían si le dieran la razón ante los demás, los compañeros de mi padre se fueron convenciendo poco a poco de que quizás él llevara razón, porque si había sido Elías quien les había engañado en verano, Elías tenía que ser quien les desafiaba al borde del invierno. Yo esperaba que en cualquier momento alguien se preguntara por el papel que hubiera podido jugar el Portugués en todo aquello, pero algunos nombres valen por sí mismos más que el hombre que los lleva, y el prestigio del viejo Cencerro, del Cencerro auténtico, jugaba a favor de Pepe y en contra de mis temores. Si habían tardado ocho años en coger al primero, no iban a acabar con el segundo tan fácilmente. Los camiones se habían ido de vacío, los del monte tenían dinero de sobra para pasar el invierno, los días cada vez eran más cortos y el hielo levantaba cada madrugada una muralla invisible que el sol del mediodía no era capaz de derribar. Hasta que sus poderes se invirtieran, la partida estaba en tablas. Así había sido antes y así volvería a ser ahora, porque el mundo se había puesto boca abajo y nadie conocía aún la forma de enderezarlo.

Así, en una paz difícil, que crecía como la nata sobre la leche de una violencia aplazada, terminó 1947. Así empezó 1948, se acabaron las vacaciones de Navidad, y yo cumplí por fin diez años. Ese día, madre hizo chocolate y picatostes para invitar a mis amigos a merendar, porque como nos llamábamos igual, el día de mi santo celebrábamos sólo el de mi padre. Miguel me regaló unos lápices de colores, Paquito una peonza, y Alfredo, el hijo de Izquierdo, que tenía once años pero venía con nosotros, me dijo que ya me traería algo y nunca lo hizo, aunque padre me dijo luego que no le echara cuenta, porque en su casa eran muchos y no podían andar comprando regalos para los amigos de todos. Pepe el Portugués llegó tarde, cuando ya estábamos jugando en el patio con mi balón nuevo, que no era de reglamento, nunca lo eran, pero aquel año casi lo parecía, porque tenía los polígonos muy bien pintados de negro sobre la goma. El me trajo dos regalos, su caña de pescar vieja y un libro nuevo,
Veinte mil leguas de viaje submarino
, envuelto en papel de celofán y todo.

—Te lo compré en Martos el otro día —me dijo, muy satisfecho del abrazo que le di al abrir el paquete y descubrir la furia de un pulpo gigantesco que asfixiaba el
Nautilus
, su capitán, Nemo, ya un viejo amigo para mí—. Yo creo… Bueno, me han dicho que es el mejor de todos. Y como es tuyo, puedes quedártelo para siempre y leerlo todas las veces que quieras.

—¡Pero si todavía no ha podido tener tiempo de terminarse el otro! —se equivocó mi padre, muy sorprendido, y movió la cabeza de una manera que no supe interpretar, hasta que aquella noche, después de cenar, me pidió que saliera de casa con él.

—¿Adónde vamos? —pregunté, para disimular que lo había adivinado al ver cómo nos seguía madre sin decir nada.

—Aquí mismo —dijo, colocándome delante del poste que estaba enfrente de la puerta—. Y ahora quédate quieto que te voy a medir… Muy bien.

Yo cerré los ojos antes de que él sacara la navaja y, como todos los catorce de enero de cada año, recé en silencio, a una velocidad frenética, todas las oraciones que conocía en el tiempo que le llevó hacer una muesca en la madera. Era inútil. Yo lo sabía, él también, y sin embargo, cuando me apartó del poste, abrió los ojos igual que los había abierto un año antes, como si la distancia entre las dos últimas rayas le hubiera impresionado tanto que ya no pudiera gobernar sus párpados.

—Mira —dijo, con una sonrisa que no logró disipar del todo la preocupación de ser mi padre—. ¡Cuánto has crecido, Nino!

Pero no era verdad. Había crecido poco, siempre crecía poco y seguía siendo bajito, muy bajito, canijo, como me llamaban mis amigos y mis primos de Almería. Aquel día, eso fue todo. Todavía esperó una semana para anunciar en la mesa con un acento risueño y satisfecho, tembloroso sin embargo de impostura, que llevaba mucho tiempo pensando en mí y que, ya que me gustaba tanto leer, se le había ocurrido que no podría hacer nada mejor que aprender a escribir a máquina.

—Porque tú, de mayor, no querrás ser un simple guardia civil como tu padre, ¿verdad? Tú, con lo listo que eres, sabiendo escribir a máquina y poco más, puedes llegar hasta a trabajar en la Diputación, no te digo más… —me miró de reojo y procuré poner buena cara, pero no se me ocurrió nada que decir—. Pero, bueno, ¿te has tragado la lengua? Di algo, hombre. ¿Qué te parece mi idea?

—Muy bien, padre —adiós a los coches de carreras, adiós a una casa como el molino viejo, adiós a los trucos de los hombres solos que no se casan nunca—. Me parece una idea buenísima.

Me sonrió, y le vi tan contento que ni siquiera me arrepentí de haberme entregado tan alegremente al sacrificio.

—Yo creo que sí, que es algo que te puede cambiar la vida.

En eso llevaba razón, aunque él aún no lo sabía.

Y yo tampoco.

Capítulo 2

1948

Marisol siempre hablaba de sí misma completando su nombre con sus dos apellidos, Rodríguez Peñalva, pero en el pueblo todo el mundo la conocía como Mediamujer. El mote se lo había puesto Cuelloduro, en una de esas tardes tontas en las que cultivaba la malevolencia mientras mataba el tiempo recostado contra la puerta de su taberna. La pereza solía afinar su ingenio, nunca tanto como en aquel momento, mientras Marisol bajaba la cuesta con su hermana, las dos muy tiesas, cogidas del brazo y apresurando el paso a duras penas sobre sus zapatos de tacón altísimo, estiletes pensados para las lisas aceras de las ciudades y no para los chinos redondos que atribulaban las calles de mi pueblo, donde no los llevaba nadie excepto ellas, tambaleándose siempre con más riesgo que elegancia. Yo no las vi, pero me las puedo imaginar, avanzando como si pisaran huevos, vestidas, supongo yo, de color crema, o rosa pálido, o azul celeste, cada una con su rebeca de punto fino y botones de nácar echada sobre los hombros, un collar de perlas diminutas, otras tantas en las orejas, y la barbilla alta, la cara vuelta hacia fuera para no dar facilidades al enemigo. Aquel día, él no las necesitó para fulminarlas.

—Ahí van las mediasmujeres. Con las dos, todavía se hace una tía buena.

Al escuchar su mote, Marisol apretaba los párpados con tanta fuerza como si alguien le hubiera exprimido un limón encima de los ojos, y escupía sus dos apellidos apretando los dientes para recalcar muy bien cada sílaba, Ro-drí-guez-Pe-ñal-va, me-lla-mo-Ma-ri-sol-Ro-drí-guez-Pe-ñal-va, pero todos seguíamos llamándola Mediamujer, porque en Fuensanta de Martos nadie había inventado aún el remedio capaz de desactivar un mote bien puesto, y aquel, además de afilado, era certero.

Las señoritas Rodríguez Peñalva, Sonsoles y Marisol, nombres cuidadosamente escogidos en el santoral para distinguirlos de los que se repetían entre las muchachas corrientes, sólo se llevaban once meses, pero eran tan diferentes que apenas parecían hermanas. La mayor era alta, bastante fea de cara y delgada sólo en apariencia, porque tenía el pecho y las caderas tan bien marcadas que cuando se arreglaba parecía el maniquí de un escaparate. La menor se parecía a su padre, jefe del mío y origen del cuerpo corto y rechoncho, culibajo, de la más guapa de sus hijas, esbelta y plana hasta la cintura pero inmensa a partir de ahí. Eso era lo que había visto Cuelloduro y lo había visto muy bien, porque con el cuerpo de Sonsoles y la cara de Marisol habría salido una mujer estupenda, pero como eran dos, cada una tenía que conformarse con su mitad y el mote correspondiente.

Doña Concha la Michelina, quinta hija de una familia de la burguesía malagueña venida muy a menos por la desmedida afición del padre a los tapetes verdes de las mesas del casino, se había criado en un hogar muy distinto de las habitaciones que regentaba con ínfulas burguesas en la casa cuartel. Le gustaba contar que no podían mudarse a una vivienda independiente y más confortable porque lo prohibían las ordenanzas, pero no era verdad. Si la parte que había heredado de las rentas que su madre logró arrebatar de las viciosas garras de su marido hubiera dado para tanto, no habría dudado en cambiar de alojamiento con sus hijas, dejando allí al teniente, que era el único sujeto en realidad a las normas que ponía como pretexto. Así que, para su desgracia, las Mediasmujeres vivían en la casa cuartel, igual que los hijos de los demás, aunque tenían el doble de espacio, y hasta una criada que doña Concha había aportado al matrimonio junto con un comedor de caoba, un aderezo de coral y dos mantones de Manila que, en conjunto, eran la única cosa de este mundo que hacía palidecer de envidia a mi madre. Áurea no, porque estaba tan viejecilla ya, que cualquier día iba a tener que dejar de cuidar a sus señoritos para meterse en la cama a que la cuidaran a ella, aunque de momento, eso sí, la Michelina no tenía que hacer la compra ni lavar la ropa, como las mujeres de los otros guardias.

—Cualquier día se nos muere esta pobre en el lavadero —decía mi madre cuando llegaba a casa con un barreño lleno de ropa húmeda, tan pesado que ya no sabía en qué cadera ponérselo—, y esas tres, ahí siguen, la madre dándole al abanico, y las hijas, que no tienen ni veinte años, tocándose…

Nunca terminaba de decir lo que se estaban tocando, pero eso también me lo podía imaginar, aunque no sabía casi nada de la vida de las Mediasmujeres, sólo que se lavaban el pelo con manzanilla en el vano intento de volver a tenerlo tan claro como cuando eran niñas y rubias de verdad, y que, aparte de ser castañas, emprendían constantemente empeños que nunca llegaban a culminar, siempre, en su opinión, por culpa del provinciano erial donde les había tocado vivir. Así habían conseguido llenar su casa de trastos inútiles, un piano, un arpa, un maniquí, una caja para hacer bolillos, una máquina de coser, bastidores de varias clases y tamaños diferentes, y una colección de partituras, libros de patrones y literatura francesa que nadie sabía leer. Su afán principal, sin embargo, era encontrar un marido mejor que el alférez del ejército con el que había tenido que conformarse su madre.

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