El Lector de Julio Verne (29 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—¿Pero tú no me dijiste a mí que los hombres como nosotros no se casan nunca?

—Pues sí, te lo dije, pero ¿qué quieres? Estoy tonto perdido, no creas que no me doy cuenta. Y lo peor es que además me estoy arruinando, que me gasto en estas chuminadas todo el dinero que me devuelve tu padre, y el mes que viene termina de pagármelo.

Al final, lo resolvió él solo, y lo resolvió a su manera, arrimándose.

—¿Sabes lo que te digo? —me advirtió cuando le conté que con la colonia tampoco había habido nada que hacer—, que ya está bien. Mañana mismo subo contigo y que Dios reparta suerte.

Al día siguiente, al coronar la cuesta, nos encontramos con que Paula había llegado antes que nosotros, y estaba sentada en la puerta de la casilla, haciendo pleita con doña Elena. Cuando nos vio llegar, se levantó, se nos plantó delante y cruzó los brazos, pero el Portugués no se arrugó.

—Mira, Paula, ya he perdido demasiado tiempo con esto, así que, o te arreglas conmigo o me vuelvo a mi pueblo, tú verás.

Ella no movió ni un músculo de la cara. Se quedó quieta, callada, mirándole sin pestañear, como si quisiera calibrar si aquella advertencia iba en serio o su novio acababa de tirarse un farol. Estaba dispuesta a estirar la incertidumbre hasta donde diera de sí, pero él no se lo consintió.

—Bueno, pues me voy —Pepe se acercó a ella y le estrechó la mano como si se despidiera de una simple conocida—. Podría haber sido mejor, pero desde luego, ha sido un placer.

A ella le gustó aquella despedida, porque sonrió como si se relamiera, pero él ni siquiera llegó a verlo. Antes había girado ya sobre sus talones para dar un paso, dos, tres, y seguir andando a buen ritmo, con los pulgares enganchados en los bolsillos del pantalón. En ese momento, creí que acababa de contemplar el final de aquella historia, pero escuché a tiempo la voz de Paula.

—¡Quieto ahí, tontopollas! —un acento risueño aligerando el insulto.

—¿Qué me has llamado? —preguntó él, volviéndose a mirarla pero sin moverse del lugar donde se había parado.

—Tontopollas —la Rubia se rió y empezó a bajar la cuesta—. Te he llamado tontopollas…

—¡Qué barbaridad! —al oírla, mi profesora cabeceó, me pasó el brazo derecho por los hombros—. ¡Cuánta tontería!, ¿te das cuenta, Nino?

Pero doña Elena también sonreía, siguió sonriendo cuando les vimos abrazarse en medio del sendero, sonrió hasta que Paula levantó los brazos, cogió la cabeza del Portugués con las dos manos y la acercó a la suya para amenazarle en un susurro mientras él la rodeaba con sus brazos, mientras la pegaba contra sí y la mantenía tan apretada como si pretendiera comprobar la consistencia de su cuerpo, o como si sus manos la hubieran echado tanto de menos que no supieran estarse quietas.

—Y te voy a decir algo más…

—¿Qué me vas a decir, a ver? —y aunque procuraba estar torero, hasta yo me di cuenta de que no las tenía todas consigo.

—No me lo vuelvas a hacer si quieres que pueda seguir insultándote… —quizás por disimularlo, decidió aprovechar aquella pausa y lanzó la cabeza hacia delante sin avisar, pero ella siguió sosteniéndola con la firmeza suficiente para mantenerse a salvo de su boca—, porque si vuelvo a pillarte, te la corto en tres trozos y se acabó lo que se daba.

A doña Elena eso ya no le hizo gracia, y en el preciso instante en que la Rubia soltaba la cabeza de Pepe, y cerraba los ojos para ofrecerle sus labios entreabiertos, me obligó a entrar en casa y tuve que imaginarme todo lo que no pude ver.

En aquel momento, pensé que el Portugués había sido el vencedor de aquella batalla, pero antes de que terminara el verano dejé de estar tan seguro de quién la había ganado, porque lo que había entrado en crisis siendo un amorío, salió de la reconciliación convertido en todo un noviazgo. Esa novedad no alteró mi amistad con Pepe, porque Paula se fiaba de mí, y prefería que su novio estuviera conmigo a que anduviera solo por el pueblo, de bar en bar. Así, el peor verano que había estrenado en mi vida, terminó siendo un buen verano de días tan largos y agotadores que a veces me bendecían con el don de un cansancio irresistible, sobre todo en agosto, cuando me dediqué a ir con el Portugués a coger esparto, la obligada contribución a la economía del cortijo que Paula le había impuesto entre otras condiciones.

La guerrilla seguía funcionando, su imprenta también, y mi padre y sus compañeros estaban demasiado ocupados como para andar a la caza de recolectores furtivos. Por eso, cuando pasaba el día entero en el monte, cortando juncos, haciendo gavillas, llevándolas al molino, me quedaba dormido después de leer un par de páginas, sin tiempo para ver nada, para escuchar nada, para pensar en nada. Otras noches eran peores, pero cuando empezó a refrescar, me di cuenta de que me estaba acostumbrando a mis propias pesadillas, a las visitas de esos sangrientos fantasmas que, con cada repetición, parecían menos reales, menos dolorosos y terribles. Al principio me sentí incómodo, casi culpable por abandonarles, por dejarles cada vez más solos, por caer dormido un poco antes cada noche mientras ellos seguían muriendo una y otra vez dentro de mi cabeza, pero luego recordé que también las viudas sobrevivían, y sobrevivían los huérfanos, y todos desayunaban, y comían, y cenaban, se levantaban por la mañana, se acostaban por la noche, y hasta se divertían a veces. Así no se puede vivir, pero así se vivía, así vivíamos todos, y yo no tenía ganas de morirme mientras me quedaran tantos libros por leer, tantas historias por escuchar, tanto monte y tanto río por explorar con el Portugués.

Parecía que todo seguía igual, pero todo estaba empezando a cambiar aunque yo no me diera cuenta. En septiembre, cuando el calor aflojó y la luz de los atardeceres empezó a envolver el cielo en una gasa de oro pálido, templado y tierno, Pepe me compensó por todo el esparto que habíamos cogido juntos con largas sesiones de pesca y de pereza. Y una de aquellas tardes, igual en todo a las demás, de pronto se me quedó mirando con un interés para el que no encontré explicación, sobre todo porque en el rato que llevábamos en el río, ninguno de los dos había tenido suerte.

—¿Qué pasa? —le pregunté, y él frunció el ceño, pero tardó un buen rato en reaccionar.

—A ver, ponte de pie…

Me levanté, y siguió mirándome con tanta extrañeza que empecé a mirarme yo también, pero no encontré nada raro en mi ropa, en mis piernas, en mis manos, en mis zapatos. El Portugués, sin embargo, asintió con energía, como si quisiera darse la razón a sí mismo, y se levantó enseguida para colocarse a mi lado, tan pegado a mí como si fuéramos soldados en una formación.

—Estás creciendo, Nino —me explicó al fin, e inclinó la cabeza para calibrar desde arriba la distancia que separaba mi hombro del suyo—. Pero un montón…

—No puede ser —objeté, y sin embargo, al mirar yo también nuestros hombros, los encontré más cerca que de costumbre—. Los niños crecen en verano.

—¿Sí? Bueno, al de este año todavía le quedan unos días.

—Ya, pero Paquito siempre crece en julio y en agosto, cuando hace mucho calor.

—Pues Paquito crecerá en verano, pero tú vas a crecer en otoño, mira lo que te digo…

Era verdad. Aquella noche, antes de entrar en casa, me apoyé en el poste donde padre marcaba con su navaja mi estatura de cada año, y coloqué un dedo justo encima de mi cabeza. Cuando me aparté, vi que el espacio que lo separaba de la última muesca era más del doble del que mediaba entre las dos últimas señales. Me puse muy contento, pero después de pensarlo mucho, decidí que lo mejor sería no contarle nada a nadie, y esperar a que, en mi próximo cumpleaños, una alegría inesperada fulminara la desilusión de todos los catorces de enero que yo podía recordar. Quedaban casi cuatro meses, y pensé que se me harían eternos, pero todo, dentro y fuera de mi cuerpo, estaba empezando a cambiar, y pasarían muchas cosas graves, importantes, antes de que llegara a cumplir once años. La primera ocurrió a principios de octubre, cuando doña Elena me dijo que ya no podía enseñarme nada más.

—¿Qué? —le pregunté, como si estuviera hablando en un idioma incomprensible, y ella sonrió al verme con la boca abierta.

—De taquigrafía y mecanografía no, desde luego —cerré la boca, y volvió a sonreír—. Ya hemos completado el método y escribes muy bien, muy deprisa, así que, si te parece, vamos a dedicar este mes a preparar el examen. La señorita Rosa tiene un conocido que trabaja en una academia de Jaén donde están dispuestos a examinarte por libre. No te podrás sacar un título de secretariado, eso no, ni falta que hace, pero sí un diploma elemental, que te acredite como taquígrafo y mecanógrafo. Tampoco creo que, a tu edad, eso vaya a servir de mucho, pero los títulos nunca estorban. Así, tu padre estará contento, comprobará que te he enseñado bien, y yo me podré ir tranquila.

—¿Adónde?

—A Oviedo —y sus labios se fruncieron en una mueca que no pude interpretar, un gesto complejo de tristeza y de fastidio, de deber y de resignación—. Tengo una hija allí, ya lo sabes, y cuatro nietos, nada menos, a los que no conozco. Mi nieta tampoco conoce a sus primos, así que… Antes o después, teníamos que ir, porque yo soy su madre, siempre seré su madre, y… Tú ya sabes cómo son las cosas que pasan cuando se cruza la guerra con las familias, ¿no?

Asentí con la cabeza, pero no perdí ni un segundo en decir lo que sabía, porque en aquel momento, ni siquiera mi propia tragedia familiar me angustiaba tanto como la posibilidad de perder a doña Elena.

—Pero, entonces… —sus libros, sus clases, sus historias—. ¿Se va a ir a vivir a Asturias?

—No, no —y se echó a reír, como si hubiera algo divertido en todo aquello—. Como mucho, voy a estar allí un mes, nada más. Mi hija quería que me quedara a pasar la Navidad con ellos, pero… —y se puso seria para decir algo que me conmovió más de lo que habría podido calcular—. No lo voy a hacer. A principios de diciembre quiero estar de vuelta. Yo ya soy de aquí. Ahora, vosotros sois mi familia.

En aquel pronombre personal cabían tantas cosas que después de escucharlo sentí que no podía defraudarla. El diploma me importaba todavía menos que a ella, y sin embargo, preparé el examen lo mejor que pude, me aprendí de memoria la ortografía de una lista larguísima de palabras difíciles, y me esforcé por aplicar todos los recursos mnemotécnicos que me fue enseñando mientras hacíamos dictado tras dictado. Doña Elena no quiso acompañarme a Jaén. Me dijo que sería mejor que me llevara mi padre, y la eché tanto de menos al enfrentarme a una prueba mucho más sencilla de lo que esperaba que, apenas volví al pueblo, subí corriendo a la casilla vieja para contárselo.

—Ya está. Me han corregido el examen sobre la marcha y me han dicho que he aprobado con buena nota. La verdad es que ha sido muy fácil.

—¡Qué bien, Nino! —abandonó sobre la cama una maleta a medio hacer para abrir una botella de vino de Málaga que tenía preparada en una bandeja, con dos copitas y una fuente de pestiños de Manoli—. Eso hay que celebrarlo.

Me sirvió un dedo escaso de vino, para brindar es más que suficiente, dijo, y lo equilibró con tres pestiños dorados, crujientes.

—Se va usted mañana temprano, ¿verdad? —me limpió con una servilleta las comisuras de la boca, nevadas de azúcar, mientras asentía con la cabeza—. Y le importaría mucho… ¿Puedo llevarme unos pocos libros para leer este mes, hasta que vuelva? Todavía no he terminado
Escuela de Robinsones
, pero…

—¡Claro que puedes llevártelos! Los que tú quieras, aunque… Tampoco hace falta. Ven, voy a enseñarte un secreto.

Se levantó para dar la merienda por terminada y la seguí en silencio hasta el exterior de su casa, pero no entendí qué estaba haciendo mientras la veía acariciar con el dedo índice, muy despacio, el contorno del marco de la ventana más próxima a la puerta.

—Mira, fíjate bien, ¿lo ves? —entonces se volvió para enseñarme un trocito del revoco de la fachada cuya ausencia revelaba un hueco entre la madera y la pared—. Aquí siempre hay una llave. Ven, trae el dedo… —volvió a componer el muro y guió mi índice con el suyo hasta que noté una pequeña protuberancia de la que pude tirar sin dificultad—. ¿Lo notas? A ver, hazlo tú solo —y volví a tapar y a destapar el escondrijo, a coger y a dejar la llave sin su ayuda—. Muy bien. Cuando me vaya, esta llave se quedará aquí. Así que, cuando te acabes el libro, vienes, la coges, entras, te llevas el que quieras, cierras la puerta, eso sí, y vuelves a dejar la llave en el agujero, ¿de acuerdo? También podrías colarte por el ventanuco de la derecha, que no cierra bien, pero ¿para qué vas a trepar, pudiendo entrar andando, como las personas?

De todas formas, antes de despedirme, me llevé
Un capitán de quince años
. Creí que sería suficiente para llenar su ausencia, pero me equivoqué. Aquel noviembre, frío y lluvioso, se me hizo mucho más largo de lo que había calculado. El río se helaba cada noche para convertir sus riberas en un lodazal donde no se podía andar sin hundirse en el barro hasta las rodillas, y cuando salíamos de la escuela, apenas había luz suficiente para jugar en la calle. Poco después, empezaba a llover y ya no se podía hacer nada, sólo terminar los deberes y leer, o jugar a las cartas con Paquito y Alfredo y leer, o pegar cromos en el álbum de Pepa y leer. Por eso aprovechaba los días secos para ir al molino, a ver al Portugués, y hasta cuando no le encontraba, volvía a casa contento de haber hecho por lo menos eso. También subí a la casilla vieja un par de veces, la primera para dejar
Escuela de Robinsones
en su lugar de la estantería, y la segunda para nada, sólo por dar una vuelta y mirar los libros que aún no había leído. La casa estaba helada y el frío me echó enseguida. Me habría gustado coger otro tomo de los
Episodios Nacionales
, porque estaba ya cansado de mares, de navíos y de islas que parecían desiertas y no lo estaban nunca en realidad, pero me dio miedo llevarme sin permiso un libro tan caro, y me conformé con
Miguel Strogoff
, cuyo argumento, al menos, no sucedía en un barco.

Quizás por eso me gustó tanto la historia del correo del Zar, un relato interior de estepas inmensas y heladas salvajes, donde las traiciones y las lealtades, los caballos y sus jinetes, dibujaban un paisaje que me resultaba mucho más familiar, más verosímil que aquellas fantásticas travesías que no podía comparar con nada que hubiera vivido. Quizás por eso me lo leí en cuatro días, y faltaban más de siete para que doña Elena volviera de Oviedo cuando lo terminé. Al día siguiente, al salir de la escuela, me encontré con que ya estaba chispeando, pero me dio lo mismo. Le dije a mi madre que don Eusebio me había mandado mirar un montón de palabras en una enciclopedia, que doña Elena tenía una en su casa, que Filo me estaba esperando para acompañarme arriba y que volvería enseguida, y subí a la casilla con la conciencia tranquila porque, con la única excepción de la compañía de Filo, lo que le había dicho era casi verdad. Necesitaba un libro de doña Elena con urgencia porque no podía estar una semana entera metido en casa sin nada que leer. Además, y aunque yo todavía no lo supiera, Filo también iba a hacerme compañía aquella tarde.

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