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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (30 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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La llave no estaba en su sitio. Por más que la busqué dentro y fuera de su agujero, no pude encontrarla. La puerta estaba cerrada, las contraventanas también, y sin embargo, cuando empecé a darle la vuelta a la casa, tuve la sensación de que pasaba algo extraño, algo distinto que no había percibido las otras dos veces. No tuve que esforzarme mucho para descubrirlo, porque enseguida vi el hilo de humo, muy débil ya, o todavía, que escapaba por la chimenea. Entonces, instintivamente, llamé a la puerta una vez, dos veces. En la tercera, el miedo paralizó mi brazo antes de que mi mano se posara en la madera. Salí corriendo sin saber por qué, y al doblar la esquina, me quedé pegado al muro, esperando, pero nadie salió a abrir. Sólo cuando me convencí de que la casa estaba vacía, me serené lo suficiente como para empezar a burlarme de mí mismo.

No tenía ningún motivo para comportarme igual que un niño pequeño, un niño tonto y cobarde, porque la dueña de aquella casa me había dado permiso para entrar allí, y las Rubias lo sabían, y tenía que haber sido alguna de ellas, y no precisamente Catalina, quien había encendido el fuego. Aquel edificio formaba parte de su cortijo, y habrían ido hasta allí para algo, para esconder un rollo de pleita o cocinar cualquier cosa, para estar a solas, lejos del barullo de la casa grande, o hasta para fumar, si la intrusa había sido Paula. Pensé en todo esto muy despacio, vi que ya no salía humo por la chimenea, y volví a la puerta, llamé con la mano y con la voz, pero nadie me abrió. Quien hubiera estado allí se había ido ya, y se había llevado la llave o la había dejado dentro, pero también se podía entrar por el ventanuco de la derecha, doña Elena me lo había dicho, que estaba estropeado y no cerraba bien.

Rodeé la casa para estudiar la fachada trasera y me pregunté cuál de los dos ventanucos habría querido señalar ella al identificarlo como el de la derecha. Entonces me acordé de haber visto otras veces, bajo el que en aquel momento estaba a mi izquierda, los restos de unos viejos travesaños de madera empotrados en la pared, que los Rubios habrían utilizado para subir la paja hasta el altillo en la época en la que el edificio se usó como granero. Pensé que lo más lógico era que doña Elena se refiriera a ese hueco, porque no había manera de llegar hasta el otro sin una escalera, y nunca había visto ninguna por allí. Tampoco tenía otra opción, así que me metí el libro dentro de la camisa y empecé a trepar.

Me costó mucho trabajo, porque ya era de noche, estaba lloviznando y no veía bien. Mis suelas de goma resbalaban continuamente sobre los peldaños húmedos, recubiertos de cal mojada, pero cuando llegué hasta arriba, me bastó con empujar el ventanuco para colarme dentro. La casa estaba caliente y en penumbra porque quien hubiera encendido el fuego, había prendido también dos velas que ardían en un candelabro, sobre la mesa, aunque su luz apenas me permitía identificar los contornos de los bultos que me rodeaban. Así, antes de disponer del tiempo suficiente para recuperarme del esfuerzo de haber llegado hasta allí, comprendí que mi escalada no iba a servirme de nada. En aquella penumbra, lo más fácil sería que me partiera una pierna antes de lograr llegar a la escalera y bajar por ella, pero recordé a tiempo que en alguna novela de Julio Verne había leído que los ojos se acostumbran a ver en la oscuridad, y decidí confiar en los míos. Con la espalda apoyada en la pared, las piernas extendidas entre algo que parecía un trillo y un bulto grande metido en un saco, esperé unos minutos, pero cuando creía estar empezando a distinguir los filos de las piedras clavadas de canto en la madera, escuché el ruido de una cerradura, el chirrido de las bisagras de la puerta que se abría y se cerraba a toda prisa, y enseguida vi a Filo con toda la potencia de la lámpara que acababa de encender.

Intenté echarme para atrás, pero ya estaba apoyado en la pared y no tenía margen para retroceder. Ahora lo veía todo muy bien, a mi izquierda la trilla, más allá unos baúles, cajas de madera al fondo, y a mi derecha, bajo una pila de sacos vacíos, un bulto muy grande, de forma más o menos cuadrada y paredes metálicas, que no supe identificar. Estaba casi seguro de que Filo no podía verme, porque desde abajo yo nunca había visto los sacos, ocultos por varias cajas de cartón con una bicicleta rota encima, pero de todas formas cogí el primero, dejando a la vista una palanca de metal con una empuñadura redonda de baquelita negra, y me lo eché por encima para poder mirar a Filo sin que ella me descubriera. Lo primero que vi, cuando se quitó el abrigo para mirarse en el espejo, fue que se había puesto muy guapa. Llevaba un vestido de lunares de colores sobre fondo blanco, escotado y con tirantes, un vestido de verano que le sentaba muy bien pero era completamente absurdo en una noche de lluvia de finales de noviembre, y se había adornado el pelo, largo y rizado, brillante, con una cinta verde. Estuvo mirándose un rato, se pellizcó las mejillas, se pintó los labios y, cuando empezó a tiritar, volvió a ponerse el abrigo y se sentó en una silla, cerca de las velas. Estaba esperando a alguien, y no hizo otra cosa durante cinco minutos, diez, más de un cuarto de hora, hasta que en el silencio absoluto que nos rodeaba, escuchó algo que yo no llegué a oír. Entonces, a toda prisa, volvió a pellizcarse las mejillas y empezó a hacer cosas raras con los labios, sumiéndolos hacia dentro para sacarlos después, como si quisiera besarse uno con otro, y la puerta se abrió, dejó ver el perfil de una figura oscura y presurosa, volvió a cerrarse. En ese instante, Filo se levantó y yo me quise morir.

—Te parecerá bonito —ella se quedó junto a la mesa, de espaldas a mí, y aunque no podía verle la cara, me di cuenta de que se estaba haciendo la ofendida—. Vine ayer, vine antesdeayer, y hoy estaba ya a punto de irme.

Elías el Regalito, que a pesar del flequillo se había convertido en un hombre maduro, grande y musculoso, como si hubiera crecido diez años en los dos que habían pasado desde que le vi por última vez, apoyó en la pared un fusil que me pareció más alto que yo, y se acercó a ella sonriendo, muy despacio.

—Eso, tú sigue metiéndote conmigo… —Filo se quitó el abrigo y lo dejó caer al suelo, para que él pudiera cogerla por la cintura cuando llegó a su lado—, que como se enteren arriba de que he bajado a verte, me fusilan.

Luego besó a la Rubia muchas veces, en el cuello, en el pelo, en la cara, por fin en la boca, y yo lo vi todo, porque tuvo el detalle de girarla para sentarla encima de la mesa y cuando se apretó contra ella, los dos estaban de perfil frente a mis ojos, pero esa fortuna se agotó muy pronto.

—Anda que… —Filo se separó un momento para mirarle—, menudo Cencerro estás tú hecho.

—Tolón, tolón —contestó él, recorriendo con las manos abiertas los pechos, las costillas, la cintura más deseada de Fuensanta de Martos, y mientras su propietaria se estaba riendo todavía, giró la cabeza y se quedó absorto un instante, antes de hablar como para sí mismo—. No sé si voy a saber hacerlo en una cama, a estas alturas.

—Pues sí que estamos bien —Filo le cogió la cabeza con las manos para obligarle a mirarla—. Si no vas a servir ni para eso…

Elías se echó a reír, la cogió en brazos, se la llevó a la cama, que estaba situada justo debajo del borde del altillo, y ya no vi nada más.

Siempre igual, pensé, mientras recordaba a Sanchís y a Pastora besándose en la verbena, mientras volvía a verlos en su casa, él pintándole de rojo las uñas de los pies, mientras imaginaba al Portugués reconciliándose con Paula delante de la puerta cerrada tras la que doña Elena me dictaba sin desmayo que don Wenceslao el quiropráctico había hecho una visita terapéutica a don Eustaquio, el otorrinolaringólogo, que se había roto el esternocleidomastoideo haciendo espeleología, siempre igual, siempre lo mismo, la misma suerte traidora que me llevaba hasta el borde del único pecado interesante para dejarme allí, colgado en el aire, abandonado a la condena de una curiosidad sin recompensa.

El vestido de Filo voló por el aire para caer en el suelo y empecé a oírles. Sus cuerpos hacían chirriar el colchón al rodar sobre la cama y los muelles crujían, el cabecero golpeaba la pared, yo escuchaba sus besos, sus palabras, sus risas, un escándalo que haría imposible que me oyeran, pensé, si me movía con cuidado, si me tumbaba boca abajo, si asomaba un poco, sólo un poco, la cabeza. Agarré aquella extraña palanca con mango de baquelita por la base, intenté moverla, y comprobé que estaba asegurada. No cedió mientras me apoyaba en ella para incorporarme con tanto sigilo que ni siquiera yo alcancé a oír mis propios movimientos, y cuando logré ponerme de rodillas, lo demás fue fácil. También inútil. Tendido boca abajo, con el saco sobre la cabeza y la nariz entre dos cajas de cartón, a unos pocos centímetros del borde del voladizo, lo único que pude ver fue una esquina de la colcha roja, luego un pie, después dos y al final ninguno, pero cuando el desaliento me impulsó a mover la cabeza de un lado a otro, lo que sí contemplé, con una abrumadora claridad, fue el fusil de Regalito apoyado en la pared.

En algún momento debía de haberme vuelto loco, y ni siquiera me había dado cuenta. Ni a un loco de atar se le habría ocurrido hacer lo que yo estaba haciendo, y al comprenderlo, empecé a sudar y sentí que me congelaba al mismo tiempo. Elías y Filo seguían a lo suyo, haciendo cada vez más ruido, y yo estaba donde no tenía que estar, porque si alguno de los dos me descubría, mi cadáver era el único que iban a encontrar en aquella casa. Eso pensé, y nada más, porque ya ni siquiera hizo falta que siguiera recomendándome precaución a mí mismo.

Mientras los amantes descansaban, y ronroneaban, y se reían, y empezaban a cansarse otra vez, no hice ruido ni ninguna otra cosa, apenas respirar. Tenía los ojos cerrados, los brazos pegados al cuerpo, las palmas de las manos me sudaban como si se me estuviera yendo la vida por ellas, me había vuelto loco, estaba haciendo algo que ni siquiera un loco de atar se habría atrevido a hacer, y pasaba el tiempo y no pasaba nada, y cada posibilidad que se me ocurría en aquella inmovilidad tan parecida a la muerte era peor que la anterior, porque ya serían las siete, y le había dicho a madre que iba a volver enseguida, y ya eran las siete y no había vuelto, y no faltaría mucho para que empezaran a buscarme, y cuando lo hicieran, el primer lugar donde me buscarían sería la casa de doña Elena, y allí me encontrarían, con Filo, con Regalito y con su fusil, y no iban a dejarle escapar, no querrían dejarle escapar ni intercambiar mi vida por la suya, nunca lo habían hecho cuando otros inocentes habían tenido la mala suerte de asomar la nariz donde nadie les esperaba, así que moriríamos todos, moriría yo, que me había jurado solemnemente a mí mismo que nunca jamás haría nada para buscarle una desgracia a nadie, y morirían ellos, el Cencerro de Fuensanta con su novia, una de las chicas más guapas de la comarca, parecía una novela, parecía una película, pero no lo era, porque todos íbamos a morir, los de dentro y quizás también los de fuera, quizás también mi madre, o mi padre, si era él quien subía a buscarme, porque Elías tenía un fusil y tendría que usarlo, yo podía comprender eso, podía comprenderlo todo, pero no podía hacer nada, nada, no podía avisarles, no podía escapar, no podía moverme, no podía salvarles ni salvarme con ellos, sólo seguir allí, boca abajo, imaginando mi propia muerte mientras escuchaba cómo se cansaban, cómo descansaban, cómo volvían a cansarse, hasta que en uno de los silencios que se abrieron después del estrépito, Elías se salvó la vida, y se la salvó a Filo, y me la salvó a mí en un solo instante.

—Tengo que irme —cuando le escuché, me entraron ganas de reírme y de llorar a la vez—. Ya deben ser más de las siete.

Si tardo, empezarán a preguntarse dónde me he metido, pensarán cosas raras y será peor. Arriba, andan las cosas muy revueltas.

—No te vayas, Elías, por favor —la voz de la Rubia, ronca y caliente, era difícil de resistir—. Todavía no, por favor…

—No me digas eso, no te pongas así, Filo… —pero él, por fortuna para todos, estaba decidido a marcharse—. Por mi gusto, me quedaría aquí toda la vida, ya lo sabes. ¿O no lo sabes?

Yo lo sabía, él lo sabía, ella también tenía que saberlo, pero así y todo, tardaron casi media hora en despedirse, y yo ya estaba más pendiente de los ruidos de fuera que de los de dentro, cuando los muelles del somier crujieron por última vez y pude ver de nuevo a Regalito, ya vestido, listo para marcharse.

—Espera… —Filo saltó desnuda de la cama, se abrazó a él, y yo nunca había visto a una mujer desnuda, quizás ninguna de las que podría llegar a ver en mi pueblo sería tan hermosa como ella, pero tenía tanto miedo que ni siquiera me fijé, la vi desnuda y no me fijé, estaba desnuda y yo nunca había visto a una mujer desnuda, pero la vi sin mirarla, sin darme cuenta de lo que estaba viendo, como si me estorbara, como si sobrara, porque en aquel momento no deseaba nada, no me importaba nada excepto verla vestida otra vez—. Me visto y salgo contigo.

—No —Elías la besó mientras se deshacía de su abrazo con delicadeza—. Conmigo no. Vístete tranquilamente y espera a oír un silbido. Cuando lo oigas, vete a tu casa derecha sin mirar para atrás, ¿de acuerdo?

Filo asintió con la cabeza, recogió su vestido del suelo y se quedó de pie mientras le veía marchar. Ya le había dado tiempo a vestirse y a calzarse, a ponerse el abrigo y a sentarse en una silla, a apoyar los codos en la mesa y la frente entre las manos como si estuviera a punto de echarse a llorar, cuando escuchamos un silbido agudo, potente y muy largo. En aquel instante se levantó, apagó las velas, giró el interruptor, salió y cerró la puerta con llave. Yo todavía conté hasta cien. Luego, volví a ponerme de rodillas, me agarré a la palanca con fuerza para levantarme, puse el saco en su sitio, abrí el ventanuco, lo cerré y bajé tan deprisa que me caí, pero no rompí las rodilleras. Había dejado de llover y me sentía tan bien, tan feliz de seguir vivo, de que todos siguiéramos vivos, que no dejé de correr hasta ver mi casa, y sólo entonces me di cuenta de cuánto me dolía la pierna derecha. Cuando me detuve para tomar aliento, el reloj de la iglesia dio las ocho en punto. No tenía tiempo que perder, pero me peiné un poco con los dedos, me saqué el libro de la camisa y entré en mi casa como si viniera de dar un paseo.

—¿De dónde sales tú con esa pinta? —mi hermana Dulce estaba sola, sentada a la mesa.

—¿Y madre? —allí no había nadie más, pero por gordo que fuera el castigo que iba a caerme, ya me daba igual que hubieran salido a buscarme—. ¿Y padre? ¿Dónde están?

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