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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (40 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Al día siguiente, a madre hasta le pareció buena idea que le hiciera una visita a Pepe el Portugués al salir de la escuela, y me dio cuatro limones para que se los llevara a cambio de todos sus regalos. Dile que se haga un zumo, me dijo, que le sentará bien. Cuando empecé a subir la cuesta, pensé que aquella tarde sería fácil encontrar a Elena en el cortijo, porque a ella también le habría afectado la resaca de los dos entierros sucesivos, pero ni siquiera sentí la tentación de cambiar de rumbo, porque había decidido servir a otro amor, y en aquel momento comprendí que era más fuerte. El Portugués estaba en su casa, sentado a la izquierda del muelle que sobresalía del centro del sofá, y seguía teniendo muy mala cara, peor quizás que la del día anterior.

—Mi madre me ha dado unos limones —anuncié, sacándomelos de los bolsillos—, para que te hagas zumo.

—Qué bien —pero su acento desmintió esa fingida alegría—. Llévalos a la cocina, y luego…

—No —dejé los limones en la mesa y me senté en el sofá, al otro lado del muelle—. No he venido por eso. Yo…

Me callé de pronto, pero no porque tuviera miedo, ni porque me costara arrancar, escoger las palabras justas para reventar un secreto que tanto esfuerzo, tanta rabia, tanto dolor había causado ya, sino más bien por lo contrario, porque me asombró estar tan tranquilo, no tener la boca seca, no escuchar los latidos de mi corazón, no dudar ni por un momento de lo que iba a hacer, ni de que era exactamente lo que tenía que hacer.

—Juan el Pirulete era un traidor —y Pepe, que estaba derrumbado sobre el respaldo, mirando a la pared como si allí hubiera algo que ver, se enderezó de repente para volverse hacia mí, con los ojos muy grandes, la boca abierta—. El martes, a las tres de la mañana, Sanchís y Curro estaban patrullando cerca de aquí, y se les presentó diciendo que quería hacer un trato. Les dijo que los del monte se iban a Francia, y que estaba dispuesto a contárselo todo a cambio de quedarse en España y de que le dejaran en paz, pero Sanchís no le dejó hablar. Le metió un tiro entre las cejas y le dijo a Curro que aquí abajo estaba él solo, pero que arriba había muchos más. Después gritó viva el Partido Comunista y viva la República, y se suicidó.

Dije todo eso de un tirón, con los ojos fijos en el Portugués, que ya no me miraba. Inclinado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y las manos sobre la cara, como si yo no hubiera hablado, como si él no me hubiera oído, como si se le hubiera olvidado que yo estaba allí, hablando a su lado, no quiso acusar mi pausa ni las palabras que la sucedieron, y me dejó seguir hasta el final. Sólo entonces, cuando ya conocía la historia completa con su colofón de mentiras y silencios oficiales, se destapó la cara muy despacio, se echó para atrás con tanto esfuerzo como si tuviera que obligar a su espalda a ponerse derecha, y me dirigió una mirada turbia, empañada por unas lágrimas que nunca llegarían a rebasar la frontera de los párpados, antes de hacerme la pregunta que yo esperaba desde el principio.

—¿Y por qué me cuentas todo esto? —en su voz comprendí que estaba emocionado.

—Porque yo no puedo escribir a Pastora —yo también me emocioné al verle, al escucharle, pero había preparado muy bien aquella respuesta—. Porque tengo once años, porque soy hijo de un guardia civil, porque vivo en una casa cuartel y no puedo mandarle una carta, pero alguien tiene que hacerlo, alguien tiene que contarle la verdad, ¿no lo entiendes? —asintió con la cabeza varias veces, pero aún no quiso decir nada más—. Sanchís le pidió a Curro antes de morir que le dijera que la que ría muchísimo, más que a su vida. Le dijo que él no lo entendería pero que ella sí lo iba a entender, y nadie se lo ha dicho. Pastora no lo sabe, y no sabe cómo murió su marido, por qué murió, y cuando la vi en el entierro… Yo creo que no hay derecho, que no tienen derecho a hacer lo que han hecho. No está bien, no me parece justo, pero yo no puedo decírselo. Tú sí, tú puedes, Pepe, y por eso… —me saqué del bolsillo de la camisa la tira de papel que le faltaría para siempre a uno de los dos únicos libros que había tenido en mi vida—. Mira, esta es su dirección. Se ha ido a vivir a Madrid, a casa de su hermana, Carmen Bueno Carbonero se llama, ella se apellidará igual, digo yo, vive en la calle Buenavista número 16, Madrid. Arranz, que ha vivido allí, dice que está por Lavapiés, pero no creo que eso haga falta ponerlo…

Le tendí el papel y él lo cogió con cuidado, lo leyó, volvió a doblarlo, se lo guardó en un bolsillo y no me atreví a decirle que, si no sabía escribir, podía escribirle la carta yo en un momento, porque los dos acabábamos de traspasar esa línea, yo con mis palabras, él con su silencio, y los dos nos habíamos dado cuenta al mismo tiempo. Por eso, no me costó trabajo seguir hablando.

—Lo que no puedes hacer, Pepe, es hablar a las Rubias, ni contarle a Carmela que Sanchís sabía que Saltacharquitos estaba en su casa la noche que fue a detener a Fernanda y todo eso, porque entonces sabrían que he hablado yo. Bueno, podría haber sido la mujer de otro guardia, pero de todas formas…

—No te preocupes —me interrumpió, y sonrió para volver a ser el de siempre, el mismo que había sido desde que llegó a Fuensanta de Martos al molino, a mi vida—. Aparte de Pastora, nadie se va a enterar de nada. Te lo prometo.

Luego se levantó, se estiró, se sacudió los pantalones con las manos como si así pudiera desprenderse también del momento que acabábamos de vivir, y cuando me miró estaba sonriendo, enseñándome todos los dientes, una paleta partida, quebrada en diagonal como un cuchillo.

—Bueno, pues vamos a hacer limonada, ¿no?

—Claro —yo también sonreí, y le seguí hasta la cocina para decirle lo único que aún no sabía—. Mi padre está seguro de que Sanchís no trabajaba solo, de que tenía que tener un enlace con su partido.

El dejó de mover el limón a un lado y al otro sobre el exprimidor de vidrio y se quedó quieto, los ojos clavados en la corteza de la fruta.

—Pero dice que no puede vivir aquí, en este pueblo, porque sería demasiado peligroso. Está seguro de que vivirá en otra parte, en Martos, dijo, o en Los Villares.

Su mano volvió a estrujar, muy lentamente, medio limón en el que ya no quedaba ni una gota, y cogió la otra mitad para volver a empezar, más deprisa.

—Dijo que igual ni se veían, que lo más fácil era que tuvieran un sistema para comunicarse sin llegar a verse, pero no tiene ni idea. Vete a saber, eso fue lo que le dijo a Curro, que fuera a saber… —e hice una pausa antes de dar el paso definitivo—. Yo creo que él ni siquiera sabe cuánto le gustaba la miel a Pastora.

El Portugués recopiló todas las cortezas, las colocó una dentro de otra como si quisiera hacer una torre, las tiró a la basura, sirvió el zumo en dos vasos, los rellenó con agua fría, y por fin se volvió a mirarme.

—¿Quieres azúcar? —sonreía.

—Sí, por favor —yo también sonreí.

—¿Tres cucharadas? —me dijo mientras las ponía en mi vaso.

—O cuatro, me gusta muy dulce.

—Es fatal para los dientes, ¿sabes? —y los dos nos echamos a reír.

Después, como si no hubiera pasado nada, salimos al porche y nos tomamos el zumo al sol. Me preguntó si había visto a Elena últimamente, en qué había quedado con su abuela, y le conté que ella me había dicho que no me preocupara, que ya encontraríamos una manera de seguir con las clases, y que no le importaba no cobrar, aunque después de la marcha de Filo, las cosas en el cortijo habían cambiado. Ahora, Chica hacía la recova, Paula seguía ocupándose del esparto, Manoli se había convertido en la encargada del huerto, y ella iba a tener que echarle una mano a quien la necesitara. La primavera es mala fecha, me había dicho, pero después del verano, ya hablaremos.

—De todas formas, subo a verla de vez en cuando, para charlar un rato y para coger libros, aunque de Julio Verne ya no puedo, porque me los he leído todos —le devolví el vaso y me puse el jersey, el sol ya se había escondido—. Tengo que irme, Pepe. Gracias por el zumo.

—No —él se acercó a mí y me abrazó, apretándome fuerte con las dos manos—. Gracias a ti, Nino. Muchas gracias por todo.

Asentí con la cabeza, le miré y no le dije nada. Al volver al pueblo, lo encontré todo muy tranquilo, poca gente en las calles y nadie en las puertas de las tabernas, tampoco en el patio de la casa cuartel. Todos necesitábamos descansar, y eso hicimos, porque Pepe el Portugués cumplió todas sus promesas con una sola excepción. Al día siguiente, cuando subí a la casilla vieja por la tarde, me di cuenta de que a Paula sí le había revelado nuestro secreto, pero aunque estuvo todo el tiempo con nosotros, mirándome con unos ojos distintos, casi dulces, comprendí que ella tampoco me traicionaría nunca.

Sin embargo, la paz duró poco tiempo, ni una semana. A mediados de abril, Michelín recibió una comunicación oficial que anulaba las anteriores, dejando sin efecto los ascensos prometidos. El documento, que no daba explicaciones, se limitaba a anunciar la llegada de un nuevo sargento, José Luis Mariñas, para restablecer la cadena de mando del puesto de Fuensanta de Martos, a cuya cabeza seguiría estando él, con el empleo de teniente, hasta nueva orden. No figuraba la menor alusión al carácter extraordinario de su cargo, ni a su provisionalidad, ni a su condición de responsable de un área a la que también pertenecían los cuarteles de Los Villares y Valdepeñas de Jaén, y por primera vez sus superiores se dirigían a él como teniente de la Guardia Civil, y no del Ejército de Tierra en comisión de servicio.

Era una represalia tan previsible como injusta, porque Miguel Sanchís era un héroe de guerra, porque había llegado al pueblo con esa intocable aureola, porque no había sido Michelín quien le había condecorado, quien le había distinguido y mimado, quien no había recelado de que solicitara un puesto tan humilde, tan insignificante en relación con sus posibilidades, quien había interpretado aquel aparente sacrificio como una muestra excelsa de su valor y su patriotismo. El jefe del puesto de Fuensanta no era más responsable de la traición de Sanchís que los hombres que acababan de arruinar su carrera, pero, como dijo mi padre, así son las cosas y así van a seguir siendo. Eso mismo pensaron Carmona, cuando se enteró de que no iba a ser cabo, e Izquierdo, al saber que tampoco llegaría a sargento, pero ninguno de los dos tenía en casa a doña Concha, abanicándose como una fiera de la mañana a la noche, sus mujeres no les llamaban fracasados a todas horas, no les acusaban de haber convertido su vida en un infierno ni les obligaban a dormir en un sofá. Y sin embargo, ni siquiera eso bastó para explicar el acceso de furia que convirtió a aquel hombre generalmente tranquilo, resignado a la tiranía de su mujer, en el monstruo que desató una violencia indiscriminada, brutal, que Fuensanta de Martos no había conocido jamás, ni siquiera en vida del primer Cencerro.

—Ha enloquecido —dijo mi padre cuando vino a cenar, después de haber contribuido a llenar los calabozos, repletos como nunca habían estado—. Se ha vuelto loco, no hay otra explicación. Le ha dado un ataque de algo raro, una locura transitoria de esas. Y esto no va a servir de nada, de nada, sólo para que las cosas se pongan peor de lo que están, para que bajen una noche los del monte y nos maten a todos…

—¡Ay, Antonino, no digas eso, por Dios!

—¿Y qué quieres que te diga, Mercedes? Que no me esperes despierta.

El 19 de abril, doce días antes de que el sargento Mariñas se incorporara a su nuevo destino, Salvador Michelín ordenó la detención de todos los vecinos del pueblo, hombres, mujeres, ancianos, adolescentes, que hubieran estado relacionados por cualquier motivo y en cualquier momento con la partida de los dos Cencerros, el viejo o el nuevo. Aquella misma mañana había recibido la visita del jefe del puesto de Los Villares, que ya no tenía muy claro si el teniente seguía siendo su superior o había dejado de serlo, pero en cualquier caso prefirió traer las malas noticias en persona.

Aniceto Gómez Gutiérrez, más conocido como Burropadre porque, aparte de la apicultura, se ganaba la vida con dos asnos sementales a los que los dueños de yeguas de toda la provincia solían acudir para que las cubrieran y criaran mulos, había fallecido de muerte natural a mediados de marzo. Por eso había faltado a su cita con Pepe el Portugués, quien se presentó voluntariamente en la casa cuartel para hacer la declaración que desencadenaría la redada que pretendía evitar. Antes vino a casa a buscarme y me pidió que cogiera mi cazamariposas nuevo. ¿Vamos al río?, le pregunté. Sí, bueno, ya veremos, ahora lo primero es ir a ver al teniente, me contestó. Y entonces, ¿para qué quiero esto? Le enseñé el cazamariposas levantándolo en el aire, y ni siquiera lo miró.

—Es que yo no me doy mucha maña con las colmenas silvestres, ¿sabe, teniente?, y como por aquí no hay nadie que se dedique a eso, el sargento me dijo que ya había hablado él con ese hombre, y que ya vendría por el molino a venderme la miel a mí, porque entre su mote y el oficio que tenía… Porque, anda que el tío, también, menudo trabajito. Por lo visto, cuando los burros no atinaban solos, él los ayudaba con la mano, así que…

Al entrar, me había dejado plantado en la puerta de la oficina, como si pretendiera que contemplara desde allí, sin intervenir para nada en aquella escena, cómo le largaba a Michelín aquel discurso de un tirón, con su mejor cara de tonto y esa vocecilla de jilguero desorientado que hacía brotar de su garganta a su antojo. Sin embargo, en aquel momento, se volvió a mirarme y bajó la voz.

—Ya sabe usted a lo que se dedicaba el pájaro, ¿no? Es que hablar de esto con el niño ahí delante… —el teniente asintió con la cabeza sin mirarme—. Total, que a la que le gustaba la miel era a la señora del sargento, pero él no quería que ella tratara directamente con él, que es natural, ¿no?, y como además me dijo que era una mala persona, un delincuente con quien prefería que tampoco le vieran los vecinos… Yo le dije que bueno, porque a mí me daba igual, la verdad, a mí, aquí, como estoy soltero y a mi familia no la conoce nadie… —y se encogió de hombros antes de arriesgar su verdadera apuesta—. Total, que el mes pasado quedamos para vernos antesdeayer, y no vino a la cita. Hoy tampoco ha venido, y como el guardia Carmona me dijo que les informara por favor de cualquier novedad o cosa rara que pudiera estar relacionada con el sargento Sanchís, que era muy importante, pues… Se me ocurrió que a lo mejor él… No digo yo que lo matara, ni nada, válgame Dios, pero… Como el pobre sargento, que en gloria esté, decía siempre que era un indeseable, un canalla, será una tontería, pero se me ha ocurrido… Es una tontería, ¿verdad? —y en ese instante se levantó, muy apesadumbrado, y echó a andar hacia mí, pero se dio la vuelta antes de alcanzarme—. Perdóneme, teniente, que con todas las cosas importantes que tendrá usted que hacer, no tendría que haber venido yo a molestarle con esto. Lo siento mucho.

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