El Lector de Julio Verne (44 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Me detuve al borde del camino, me doblé sobre mí mismo para recuperar el aliento, y después, al mirar hacia atrás, descubrí que también se puede arder de vergüenza a solas, sin testigos. Era de noche y no tenía linterna, pero reconocía cada piedra, cada mata, cada árbol, podría haberlos descrito con tanta seguridad como si fuera de día y Pepe el Portugués me estuviera esperando sentado en una peña. Ya no entendía qué podía haberme impulsado a correr de aquella manera sin haber visto nada peligroso, sin haber escuchado ningún sonido amenazador, sin haberme cruzado con nadie, ni conocido ni desconocido, pero hasta sin entenderlo, sabía que había llegado corriendo porque estaba muerto de miedo. En teoría, ya había contado con eso, pero nunca me habría atrevido a imaginar que la realidad desbordara de tal manera mis cálculos. Y sin embargo, en ese instante la vergüenza se transformó en aplomo, porque al fin y al cabo yo sólo era un niño, porque sólo tenía once años, porque acababa de comprobar en mí mismo, y más allá de mi propia astucia, hasta qué punto la noche, el silencio, la soledad, el monte, asustan a los niños de once años, que se ponen nerviosos, y se olvidan de lo que saben, y dudan, se confunden, se equivocan.

Mi madre me había pedido que no pensara, pero no había dejado de pensar desde que Michelín me pidió aquel favor que era una orden. Mi primera idea coincidía con las instrucciones que ella me había susurrado, dar una vuelta, esconderme, volver a casa sin avisar a nadie, pero enseguida me di cuenta de que no era buena. En una noche como aquella, todos los vecinos que tuvieran algún contacto con los de arriba estarían encerrados en casa, esperando con los dedos cruzados a que amaneciera, pero los demás, los que no supieran nada, harían su vida normal, y entre los adúlteros, los borrachos, los que no tenían a nadie esperándoles y los que tuvieran que hacer algo a escondidas, cualquiera podía verme y contarlo al día siguiente. Mi pueblo era pequeño. Los únicos escondrijos seguros que se me ocurrían estaban al borde del monte y no eran menos peligrosos que el cruce, pero además, si yo no veía a mi padre aquella noche, lo más lógico era que el teniente se enterara por él mismo cuando volviera al cuartel, y que todos, él, mi madre, mis hermanas y yo, pagáramos las consecuencias. Yo también conocía la ley 12 de 1940, nadie que viviera en una casa cuartel podía dejar de conocerla. Tampoco me gustaba la idea de que Paquito fuera contando por ahí que yo era un cobarde, pero, por encima de todo, si me quedaba en el pueblo, no podría hacer otra cosa que frustrar los planes del teniente.

Podía hacer mucho más, y ya lo había pensado antes de que mi madre me pidiera que no pensara, antes de acordarme de la solitaria hazaña de Jim Hawkins, antes de que al verme solo, a oscuras, lejos de la última casa, mis piernas decidieran prescindir de la teórica protección de Pepe el Portugués para echar a correr sin consultarme. Porque yo sí conocía el monte, y aunque no supiera por dónde quería marcharse Cencerro, sabía de sobra por dónde nunca se le ocurriría hacerlo, y cómo evitar un peligro que nos acechaba a todos por igual, a ellos, pero también a nosotros, porque si los guerrilleros lograban escapar sin tener ningún encuentro con la Guardia Civil, mi madre no tendría por qué recibir nunca una bandera, una pensión, una medalla.

—¡Padre! —y nadie diría nada, porque los niños de once años se ponen nerviosos, se asustan, se equivocan—. ¡Padre, no te preocupes, que soy yo!

—¿Nino? —vi cómo se movía la figura asociada a la brasa del pitillo.

—¡Sí, soy Nino! Voy para allá.

—¿Pero ha pasado algo? —entonces se encendió una linterna.

—No. Bueno, en casa no, ahora te lo cuento…

El ya había empezado a bajar cuando yo me puse en marcha, y nos encontramos a mitad de camino, antes de lo que había calculado.

—¿Pero qué haces tú aquí? —el haz de luz que dirigía con la mano derecha me alumbraba a mí, y sin embargo, su resplandor fue suficiente para descubrirme a un hombre casi tan asustado como había estado yo aquella noche.

—Me ha mandado el teniente.

—¿El teniente? —de pronto me abrazó, me besó en la mejilla como si acabara de darse cuenta de que se le había olvidado hacerlo antes, y me soltó enseguida—. ¿Y por qué?

—Bueno, es que parece… —hice una pausa—. No me he enterado muy bien, no creas, porque madre se ha puesto nerviosa y ha empezado a chillarle que no, que no, que yo no iba a ir a ninguna parte… —me echó un brazo sobre los hombros, empezamos a subir la cuesta y enseguida distinguí a Romero, que nos alumbraba con su propia linterna—. Se ha liado una buena, ¿sabes?, pero él me ha obligado a venir al final, porque por lo visto alguien ha ido al cuartel a denunciar, a avisar de que Cencerro se quería ir esta noche. Y como no tiene radio, no podía deciros nada. Y entonces…

—No me digas que, entonces, ha decidido que vinieras tú a buscarnos —Romero acabó la frase por mí y yo le di la razón con la cabeza—. ¡Qué hijo de puta!

No esperaba aquella reacción, pero el silencio de mi padre, concentrado y absorto, los ojos perdidos en el horizonte mientras me guiaba hasta su compañero como si llevara un fardo, un bulto ajeno, insensible, y no a su hijo, me sorprendió todavía más.

—Es increíble, desde luego —Romero seguía desmenuzando su asombro en voz alta cuando nos reunimos con él—. Mandar a un niño de once años y quedarse en el cuartel, tan fresco… ¿Qué te parece, Antonino?

Él apretó los dientes y no contestó. Siguió mirando a ninguna parte con una expresión neutral, imperturbable, hasta mucho después de que el padre de Paquito empezara a reaccionar.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que se van a ir por la cuesta de la Bicha —mentí sin dificultad, porque, total, entre Bizca y Bicha no hay más que dos letras, pero cortijos y cuestas había tantos—, para intentar subir por el camino viejo de Torredonjimeno.

—¿Qué? —Romero no se lo podía creer, y no me extrañó, porque el itinerario que me acababa de inventar era disparatado, mucho más inverosímil que el que se había tragado Michelín—. ¿Pero cómo van a ir por ahí? ¿Qué pretenden, cruzar la sierra por las crestas?

—Pues no lo sé, pero eso ha dicho.

—Y por el camino viejo de Torredonjimeno… ¿Adónde piensan llegar?

—A Jaén.

—¿A Jaén? ¿Por ahí? —y de repente se echó a reír—. Este se ha creído que Cencerro es tan tonto como él. ¿Has oído, Antonino?

Miré a mi padre, esperando a que hiciera cualquier gesto de asentimiento para equivocarme por última vez. Tenía pensado terminar diciéndoles que Michelín quería que avisaran por radio a los demás, que los recogieran para irse todos juntos a la cuesta de la Bicha, que estaba a bastantes kilómetros y en dirección opuesta a cualquier camino que llevara a Jaén, y que esperaran allí a recibir refuerzos. Al día siguiente, diría que me había hecho un lío, que con el susto se me había olvidado lo de la radio, que sólo me acordaba de la ruta que nos había contado el teniente y había confundido cortijo con cuesta, Bizca con Bicha, porque estaba muerto de miedo. Eso pensaba decir, pero no hizo falta, porque mi padre nunca llegó a asentir a la pregunta de Romero.

—No —esa fue su respuesta—. No lo he oído y no voy a oír nada más.

Entonces hizo una pausa, encendió un cigarrillo y siguió hablando en un tono sereno, casi pacífico, indiferente a la expectación, la inquietud con la que le escuchábamos.

—Dime una cosa, Paco. ¿Tú cuántos hijos tienes?

Me volví hacia él para mirarle con asombro, casi con miedo, porque aquella pregunta no tenía sentido. Él sabía perfectamente cuántos hijos tenía Romero, los había visto nacer, aprender a hablar, a andar, los seguía viendo por las mañanas, por las tardes, por las noches, todos los días. Y sin embargo, y aunque su compañero tenía que saber igual de perfectamente lo que mi padre sabía, vi cómo afirmaba con la cabeza antes de contestar.

—Los mismos que Sempere —tampoco entendí esa alusión—. Tres.

—Yo, dentro de nada, cuatro —el guardia Pérez seguía pareciendo tranquilo, un hombre cuerdo, seguro de lo que sabía, de lo que pensaba, de lo que decía—. ¿Y cuánto ganas tú, Paco?

—Lo mismo que tú —Romero sonrió—. Una puta mierda.

Mi padre se acercó a él, le encendió el pitillo que tenía entre los labios, y siguió hablando como si yo no estuviera delante.

—Y por una puta mierda… ¿vamos a dejar dos viudas y siete huérfanos, ahora que lo único que quieren es marcharse?

—Yo, desde luego, no —al escuchar eso, fue mi padre quien asintió con la cabeza—. Por mí, que se vayan y que les vaya bien, que lleguen muy lejos y que no vuelvan nunca.

—Y a ver si algún día podemos volver a vivir como personas.

—Todos.

—Sí. Ellos y nosotros.

Y sólo después de rematar aquella conversación inesperada y extraña, que acababa de reunirme con ellos en un punto al que jamás habría pensado que pudiéramos llegar juntos, mi padre dio una palmada en la espalda de su compañero y por fin se volvió hacia mí.

—Tú has llegado aquí pero no nos has visto. ¿De acuerdo?

Y de repente me abrazó, pero no como me había abrazado antes, como solía abrazarme siempre, sino como solía hacerlo mi madre, rodeándome del todo con los brazos, apretando bien las manos contra mí, hablando con los labios en mi pelo.

—Eso es lo que tienes que decir, que llegaste y no encontraste a nadie, sólo el jeep, y como estaba abierto, te metiste dentro porque hacía frío, y como nosotros no llegábamos, te tapaste con una manta y te quedaste frito, ¿entendido? —se separó de mí, cogió mi cabeza entre sus manos, me miró.

—Sí, padre.

—Muy bien —y mientras yo me dejaba invadir por una paz sigilosa y completa, muy parecida al cansancio, me besó en la cabeza—. Pues hala, a dormir.

Me acompañó hasta el jeep, me ayudó a acomodarme en el asiento trasero, me arropó con una manta y me dio las buenas noches, antes de encender la radio para contactar con Curro y preguntarle si no acababan de oír tiros en el monte. Recuerdo que al quedarme solo sentí que las piernas todavía me temblaban, y después de eso, nada hasta que me despertó el traqueteo del jeep en marcha. Cuando Romero lo aparcó en el patio del cuartel, le pregunté a mi padre qué hora era.

—Son las cinco y cuarto de la mañana —y sonrió—. A la cama, vamos.

Madre le advirtió que nunca le perdonaría por no haber encontrado una manera de avisarla durante las seis horas que yo había pasado fuera de casa, pero él volvió a sonreír, y al verle, ella dejó de abrazarme, de besarme como si fuera una máquina averiada, incapaz de hacer otra cosa, para ir hacia él, y besarle, y abrazarle con la misma intensidad, lo siento, Antonino, no debería haberte dicho eso, de verdad que lo siento, perdóname, pero es que he pasado tanto miedo, pero tanto, tanto miedo… Cuando él nos dejó solos para ir con Romero a ver al teniente, ella me abrazaba ya de otra manera, el ceño fruncido de preocupación, pero no le di la oportunidad de preguntar primero.

—¿Y el libro? —porque eso fue lo primero que pensé al volver a casa—. El libro que te di anoche, ¿lo has leído?

—¿Qué ha pasado, Nino?

—Que si has leído el libro, madre —insistí, porque más allá del miedo y de la rabia, latía mi propia preocupación por el destino del Portugués.

—Pues no —contestó al fin, y sonreí, aliviado—. ¿Cómo iba a ponerme yo a leer, hijo, con la que se me había venido encima?

En aquel momento, mi padre y Romero estaban declarando que unos minutos antes de las once habían escuchado un tiroteo, que les había parecido que provenía de las inmediaciones del alto del Moreno y que habían contactado por radio con Curro y Arranz, quienes al parecer no habían escuchado nada, pero les advirtieron que el viento estaba soplando en contra de su posición. Entonces, antes de que yo tuviera tiempo de llegar hasta el cruce, comunicaron a sus compañeros que iban a subir a investigar, y dejaron el jeep abierto porque a ninguno de los dos se le ocurrió sospechar que el otro no lo hubiera cerrado antes. Subieron hasta muy arriba sin ver nada extraño, y cuando ya estaban a punto de bajar, a Romero le pareció distinguir una sombra a su derecha, así que se entretuvieron en reconocer el terreno exhaustivamente, aunque sin resultado, pero si habían tardado tanto en volver, era porque no se habían dado cuenta de que yo estaba dormido dentro del jeep hasta que se quedaron sin tabaco, y cuando me despertaron, lo único que fui capaz de decirles fue que el teniente me había mandado a buscarles.

Michelín se puso como una fiera, insistió en que tenían orden terminante de no alejarse de la radio, les recordó que para ellos estaba vigente el estado de guerra que no se había hecho público para no alarmar a la población civil, les amenazó con un expediente disciplinario por abandono del puesto de combate y ellos lo aceptaron con mucha tranquilidad. Muy bien, dijo mi padre, que Izquierdo nos tome declaración cuando vuelva. E Izquierdo se la tomó, anotando con mucho cuidado que el teniente don Salvador Rodríguez Blanco, jefe del puesto de Fuensanta de Martos, de cuarenta y nueve años de edad, había decidido permanecer en el cuartel después de encomendar, en contra de la expresa voluntad de su madre y tutora, a un civil de once años de edad, el niño Antonino Pérez Ríos, la peligrosa labor de enlace con la posición de los agentes denunciados. Después, firmaron todos menos Michelín, que guardó aquella declaración en el mismo cajón donde el historial delictivo de Burropadre seguía durmiendo mucho tiempo después de que Elías y Filo posaran con su hijo en su casa de Toulouse.

El día que vi su foto, no habían pasado ni cinco meses desde aquella noche, y sin embargo todo era ya tan distinto como si Fuensanta de Martos no fuera mi pueblo, ni sus habitantes nosotros mismos. Aquella guerra que no iba a acabar nunca, se había acabado, y se había llevado tantas cosas consigo que apenas podíamos reconocernos. De momento, las redadas se habían terminado, se habían terminado los paseos de madrugada por el campo y el sueño ligero de quienes se despertaban cada vez que escuchaban pasos en la calle. Todos deberíamos celebrarlo, en el fondo yo estaba seguro de que todos lo celebrábamos, y sin embargo, en la taberna de Cuelloduro también se habían acabado los conciertos a dos voces y las rondas a cuenta de la casa. Cada uno pagaba lo suyo, Carmela ya no se apoyaba en el quicio de su puerta para vernos pasar, y nadie encerraba a sus hijos en casa sin dejarles salir ni al patio. La paz, esa paz que don Eusebio llevaba una década celebrando en vano y en ciertas fechas señaladas, había llegado por fin hasta nosotros. Todos deberíamos estar contentos y seguramente todos lo estábamos, pero quienes ahora tenían un hijo, un hermano, un padre, un amigo en Francia, antes tenían una esperanza, una luz frágil, pequeña, inservible y raquítica, pero una esperanza, y la habían perdido.

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