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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (8 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Para entonces, ya habían dado las dos de la tarde y a alguien se le ocurrió que habría que convocar también a las fuerzas vivas de los pueblos de los alrededores. A los de Valdepeñas, Alcaudete y Alcalá la Real, les tocó ir a Castillo de Locubín. Los de Torredonjimeno, Los Villares y Fuensanta, tendrían que ir a Martos, y era una orden. Cuando mi padre se enteró, no me había dado tiempo ni a acabarme la sopa.

—¡Antonino! —al verle entrar en casa, mi madre se levantó con tanto ímpetu que tiró la silla al suelo y ni siquiera se paró a levantarla—. Gracias a Dios…

Pero él apenas le devolvió el abrazo. Tenía la cara desencajada, los labios apretados y una mirada extraña, turbia, casi líquida. Y tenía mucha prisa.

—Fuera de aquí todo el mundo —murmuró mientras nos miraba por turnos, primero a mi hermana mayor, luego a mí, por fin a la pequeña—. Largaos ahora mismo. Dulce, tú vete a casa de Encarnita, que a nadie le extrañará, porque no sales de allí. Y tú, Nino, te llevas a Pepa.

—¿Pero adónde? —pregunté, tan estupefacto como si en aquel momento la Tierra hubiera decidido empezar a girar en sentido contrario.

—Yo qué sé, al molino, al río, a casa del maestro, a donde sea, ahora mismo, vamos.

—Pero, padre, si no he acabado de comer, y tengo mucha hambre…

Hasta aquel momento, no me lo había tomado en serio, no había podido, porque aquella escena no era sólo insólita, sino también estrictamente opuesta a la que se había repetido tantas veces sin ninguna variación, ningún cambio. Entonces recordé que no era la primera vez que mi padre desobedecía una orden.

Hacía poco más de un año que a Romero y a él les habían asignado un servicio de cuatro días, cuatro noches durmiendo fuera de casa, en los cortijos más alejados del pueblo, un destino rutinario, también el más peligroso que podía encomendarse a una pareja en aquella época, en aquel lugar. Pero ellos no podían elegir y les había tocado, así que cuando me levanté, estaban ya preparados para salir, con sus morrales, sus cantimploras y unos bocadillos para el viaje. Tenían que llevar también, aunque yo no lo vi, un formulario oficial que los cortijeros, obligados a alojarles y a darles de comer durante el servicio, debían completar con su firma, la fecha y la hora, para justificar su estancia en todos los puntos del itinerario. Aquel día era lunes. Lo sé porque, antes de marcharse, padre me dio un beso y se despidió de mí hasta el viernes. Lo que no sé, porque nadie me lo contó, fue cómo lo hicieron, pero cuando volví de la escuela, a la hora de comer, me lo encontré escondido en su dormitorio, con todas las persianas bajadas. Madre me dijo que como se me ocurriera abrir la boca, me echaba de la casa para siempre y se hacía a la idea de que no me había parido. Yo me asusté porque nunca la había oído hablar así, y le prometí que no iba a decir nada. Ni a Paquito, insistió ella. Ni a Paquito, respondí yo, pero ¿y su padre? Su padre está igual que el tuyo, así que punto en boca, ¿entendido? Y no pasó nada más hasta que el viernes, de madrugada, padre se vistió, se puso el tricornio, la capa, cogió el morral y el fusil, y se fue de casa a las seis de la mañana. A las nueve menos cinco, cuando Paquito y yo salimos de la casa cuartel para ir juntos a la escuela, nos los encontramos en la puerta, con la capa perdida de polvo, y mientras nos besaban, nos dijeron que estaban bien, pero muy cansados.

Aquello había ocurrido más de un año antes, en una temporada de calma, de esas en las que a los guerrilleros no se les ocurría dar señales de vida, y yo había guardado el secreto tan bien que hasta se me había olvidado, quizás porque quedarse en casa, con todas las persianas echadas, no representaba mucho en comparación con los tiroteos que arruinaban mi cena, los chillidos que me habían desvelado tantas, demasiadas veces. En las novelas del oeste, los pistoleros que se escondían en el dormitorio de alguna de las chicas que bailaban can-can en el Saloon, no eran cobardes, sólo astutos, y mucho mejores que los que disparaban a la gente por la espalda. Pero el día que Cencerro se mató, en el instante que tardé en soltar la cuchara y ponerme de pie, recordé de golpe aquella misteriosa insubordinación de mi padre y me di cuenta de que todo era distinto.

En mi pueblo, cuando algo se movía en el monte, por muy lejos que empezara el movimiento, las mujeres buscaban a sus hijos, los encerraban en casa y no los dejaban salir ni al patio hasta que hubiera transcurrido, al menos, un día entero de normalidad. En todas las casas sucedía lo mismo, en las de los falangistas y en las de los comunistas, siempre igual, los niños encerrados sin salir, por lo que pudiera pasar, porque aquello era una guerra que no se iba a acabar nunca. Madre nunca nos había dado explicaciones, y sin embargo, aquella vez su marido habló, y lo hizo en serio.

—No os pueden encontrar aquí. Por vuestro propio bien. ¿Está claro?

Le miré a los ojos y encontré en ellos una pesadumbre desconocida no sólo por su intensidad, sino también por su naturaleza confusa, híbrida de tristeza, de rabia, de vergüenza. Mi padre nunca me había parecido tan pequeño, y nunca tan grande, nunca tan humillado, ni tan orgulloso, y jamás había ejercido una autoridad semejante a la que aquella tarde me arrancó al mismo tiempo, ni un segundo, la curiosidad de los labios y el cuerpo de la silla.

—Por la puerta no podéis salir, mejor por la ventana. Voy a ver si hay alguien fuera.

Cuando le vi entrar en su dormitorio, cogí a Pepa de la mano y me acerqué a madre, le tiré de la manga, me puse de puntillas para hablarle al oído, e improvisé con cautela un acento cómplice para avanzar una hipótesis descabellada, que sin embargo era la única que me ayudaba a comprender lo que estaba pasando.

—¿Es que padre es rojo, madre?

Ella, distraída hasta entonces de puro asustada, se volvió deprisa, abrió mucho los ojos, levantó la mano en el aire, como si fuera a darme un cachete, y me habló en un susurro brusco y frenético, sin levantar la voz.

—¡No digas tonterías, Nino! ¿Cómo va a ser rojo padre, si es guardia civil?

Aquella idea absurda, que durante un instante había iluminado mi entendimiento con un resplandor temible y salvaje, se desvaneció tan deprisa como había nacido, aunque aquella tarde escapamos de nuestra casa como si fuéramos los hijos de un rojo, por la única ventana que no daba al patio común, sino al trasero. Allí estaban el almacén y los corrales, a los que sólo se podía acceder a través de un portillo que comunicaba con el patio grande, y de dos ventanas. Una pertenecía a la vivienda contigua a la nuestra y estaba en un cuarto que Curro apenas usaba. Padre nos ayudó a saltar por la otra desde su dormitorio, y luego salió con nosotros, para abrir con su llave la puerta que daba a la calle.

—¿Y eso? —cuando me dio un beso para despedirse de mí, se fijó en la cesta que llevaba en la mano.

—Es del Portugués —le contesté—. Me la dio el otro día, con unas brevas para madre, y tengo que devolvérsela.

—Pues si alguien te pregunta, se lo dices. Cuida de tu hermana, y no os mováis hasta que vayamos a buscaros.

—¿Y si Pepe no está en casa?

—Os quedáis allí de todas formas.

La cuesta del molino viejo nunca me pareció tan empinada como aquella tarde. Pepa, que sólo tenía cuatro años, andaba muy despacio y se paraba para quejarse a cada rato, pero no era sólo eso. La muerte de Cencerro, que en aquel momento me parecía el fin del mundo, el final de la vida que había vivido, de cuantas cosas había conocido, me pesaba más que el cuerpo de mi hermana, que a mitad de camino se plantó para obligarme a llevarla en brazos, pero no tanto como el enigmático comportamiento de mi padre que, rojo o no, actuaba como si se hubiera vuelto loco, y ni siquiera eso era lo peor. Hacía mucho calor, el sol hervía sobre mi cabeza y mis tripas hacían ruido, tenía hambre, y sed, Pepa lloriqueaba y se removía entre mis brazos porque no sabía adónde íbamos, no entendía lo que pasaba, y sin embargo, nada era tan pesado, nada tan oscuro, tan terrible como el presentimiento de que no encontraríamos a Pepe el Portugués al final del camino.

—¿Nino? —al escuchar su voz, dejé a mi hermana en el suelo, sonreí y cerré los ojos—. Nino, ¿eres tú?

—¡Sí, soy yo!

Apareció en lo alto de la cuesta, con la escopeta entre las manos, y ya no entendí por qué había dudado, por qué había temido por él. Quizás porque era forastero, porque vivía solo, porque no tenía las mismas raíces que nosotros, aunque eso tampoco significaba nada. En ese mismo momento, en casas viejas de familias numerosas, en mi pueblo y en los pueblos vecinos, habría gente, sobre todo hombres pero también alguna mujer, recogiendo cuatro cosas, una muda limpia, algo para comer, una foto o un libro. Algunos, los que más miedo tuvieran, aprovecharían quizás el sopor de la siesta, las calles desiertas, el sol hirviendo, furioso, sobre las puertas y las ventanas cerradas. Otros esperarían a que atardeciera, pero por la noche, cuando fueran a buscarlos, no encontrarían a ninguno en su casa.

Siempre era así, siempre igual, el monte y el llano respiraban a la vez, un solo aire, y cuando las cosas se torcían arriba, los de abajo pagaban las consecuencias si no eran lo bastante rápidos, lo bastante audaces y valientes como para subir una cuesta que ya nunca volverían a bajar. La vida en el monte era dura, pero en el llano podía ser peor o dejar de ser en cualquier momento, porque los que huían todavía no eran guerrilleros, pero los guerrilleros no podían vivir sin ellos y los guardias lo sabían, sabían que les daban comida, cobijo, medicinas, y por eso iban a buscarlos de noche, les decían que sólo los llevaban a declarar, y luego les animaban a adelantarse, a alejarse unos pasos, ya puedes irte pero echa por ahí, que te veamos bien, y entonces los mataban por la espalda, y al día siguiente decían que habían intentado escaparse. Yo sabía todo eso, como lo sabía Paquito, como lo sabía Miguel, y sus padres, y sus madres, sus hermanos, sus vecinos, todos lo sabíamos, todos hacíamos como que no sabíamos nada y yo el que más, pero lo sabíamos todo, también que aquella noche habría redada, que al día siguiente la guerrilla tendría algunos apoyos menos en el llano y, a cambio, algunos hombres más en el monte. Sin saber por qué, yo temía que Pepe el Portugués fuera uno de ellos, y sin embargo estaba en su molino, y muy contento de vernos.

—¿Y esta niña tan guapa? —vino a nuestro encuentro con las manos vacías, y cogió a Pepa en brazos para subir el último tramo de la cuesta.

—Es mi hermana pequeña. Mi padre me ha obligado a traerla.

—¿Sí? —volvió la cabeza para mirarme con el ceño fruncido—. ¿Y por qué?

—Pues no sé… Él tenía que ir a Martos pero no quería que nos quedáramos en el cuartel. Sabes lo de Cencerro, ¿no?

Pepe estaba en su casa, tan tranquilo, con mi hermana en brazos, pero de todas formas le miré con atención y vi que en su cara no se movía ni un músculo más de los imprescindibles para contestarme.

—Que lo han matado en Valdepeñas. Sí, ya me he enterado.

—No lo han matado —cuando le corregí, fue el Portugués quien me miró con atención—. Se ha matado él, que no es lo mismo.

Se quedó un momento callado, estudiando mi cara como si no la conociera, en la suya una expresión que estaba a punto de ser risueña aunque sus labios ni siquiera llegaron a curvarse.

—Eso lo has dicho tú.

Entonces, mi hermana se quejó de que tenía mucha hambre, y no tuve tiempo de añadir que sí, que lo había dicho yo, y que volvería a decirlo todas las veces que hiciera falta, que Cencerro había muerto igual que había vivido, con más cojones que Dios y que el Diablo juntos. Seguramente, luego me habría arrepentido, porque todas las palabras que estuve a punto de decir cuando Pepa me interrumpió, las escuché algunas veces, y las imaginé muchas más, al pasar por delante de la taberna de Cuelloduro. De todas formas, aquella tarde me faltaron ánimos para insistir, porque yo también estaba muerto de hambre.

—¿No habéis comido? Yo tampoco. Ahí dentro tengo un pan y una ristra de chorizos. Podemos asarlos aquí fuera, si queréis. Creo que alcanzarán para los tres.

Luego, muchos años después, comprendí que pretendía provocar exactamente lo que estaba a punto de ocurrir, pero en aquel momento, y aunque me di cuenta de que antes de encender el fuego quitaba de la cuerda una manta roja que no pintaba nada tendida a secar a mediados de julio, sólo pensé que el Portugués era el único al que podía habérsele ocurrido una idea tan estupenda. Cuando entré en la despensa a buscar leña, vi que tenía patatas, un poco de tocino y, sobre la mesa de la cocina, aliñada ya, una fuente de pipirrana que él mismo sacó enseguida, para compartirla con nosotros mientras el fuego se convertía en brasas. Nos la ventilamos tan deprisa, que aún tuvimos que esperar un buen rato hasta que la primera tanda de chorizos estuvo a punto. Cuando íbamos a empezar con la segunda, escuchamos el ruido de un motor que se acercaba, y un grito.

—¡A ver! —un capitán del Ejército de Tierra nos apuntaba con una pistola—. ¿Qué está pasando aquí?

Bajó el arma al calibrar el enemigo con quien se enfrentaba, un hombre desarmado y dos niños que comían chorizos asados con pan.

—Nada —Pepe se levantó, se acercó a él—. Bueno, estamos asando…

—Chorizos, ya lo veo —enfundó el arma y empezó a refunfuñar—. Pues ya podrían estar comiendo otra cosa, porque hoy no es día para hacer hogueritas. Les hemos tomado por bandoleros.

—Lo siento, yo… No se me ha ocurrido —el Portugués parecía la imagen misma de la inocencia—. Los niños tenían hambre, yo no había preparado nada, y…

—¿Son hijos suyos?

—No, son de un amigo, Antonino Pérez, que es guardia civil, del cuartel de Fuensanta. Han venido a pasar el día. Este sitio es muy tranquilo, y ahí abajo hay unas pozas muy buenas para bañarse.

El capitán se nos quedó mirando y volvió a gritar.

—¡Sempere, ven un momento!

El único camino por el que un coche podía llegar hasta allí terminaba abruptamente al otro lado de un repecho. Por él apareció un guardia de Castillo de Locubín al que yo no recordaba haber visto nada más que una vez, pero que me sonrió como si me hubiera visto muchas más.

—A sus órdenes, mi capitán.

—¿Tú conoces a estos niños?

—Claro, son los hijos de Antonino…

—Muy bien —el capitán levantó la mano para mandar callar a Sempere y se dirigió a Pepe en un tono distinto, casi amable—. Pues nada, a seguir comiendo, pero no me vuelva a hacer esto, ¿de acuerdo? Si la cosa está tranquila, no pasa nada, pero cuando se tuerce, si vemos humo en el monte, aunque sea tan abajo, nos ponemos muy nerviosos. Yo he preguntado pero, a lo peor, el próximo no pregunta.

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