Authors: Katherine Webb
Erica y Beth Calcott son hermanas, pero no es mucho lo que comparten: Erica, la menor, es una mujer de carácter, decidida a gobernar su pequeño mundo; Beth, en cambio, es un ser frágil que ya intentó una vez quitarse la vida y ahora lucha por recuperarse y cuidar de su hijo.
Las dos hermanas deciden pasar unas vacaciones de Navidad en la mansión de la familia. Es ahí, en ese caserón lleno de altillos y sótanos, donde la memoria de las hermanas se despierta, y poco a poco va revelándose una historia misteriosa que empezó hace casi cien años, cuando una mujer desesperada dejó las praderas americanas para volver a Inglaterra, llevando consigo algo más que unas maletas. Erica quiere saber, Beth quiere olvidar, y el aire se llena de imágenes lejanas que van tomando cuerpo hasta explicar lo que de verdad sucedió una tarde de verano, cuando las dos eran niñas.
Cabalgando entre el hoy y el ayer,
El legado
nos lleva a revisar nuestros recuerdos como si fueran juguetes antiguos y a mirar de otra manera un pasado que cargamos de culpas inútiles, sin saber que a veces la verdad puede devolvernos el placer de vivir.
Katherine Webb
EL Legado
ePUB v1.3
Fanhoe01.10.11
Agradecimientos a Leyendoaver, Ichirikki y Euriloco por la revisión del epub
Para mi madre y mi padre
Poco a poco Caroline volvió en sí. El aturdimiento que se había apoderado de su mente se disipó y la mujer tomó conciencia de un sinfín de pensamientos que salían disparados como pájaros de una jaula, demasiado veloces para que pudiera atraparlos. Se puso de pie tambaleándose. El niño seguía en la cama. Una marea de miedo le recorrió la columna vertebral. Una parte de ella había esperado no encontrarlo allí; que hubiera desaparecido de algún modo o, mejor aún, que nunca hubiera estado. Él se había desplazado hasta el otro lado de la cama, gateando con gran esfuerzo sobre la colcha suave y resbaladiza. La asía con sus fuertes puños y se movía como si cruzara lentamente a nado la extensión de seda azul verdosa. Se había vuelto grande y fuerte. En otro lugar, en otra vida, habría sido un guerrero. Tenía el cabello negro como la medianoche. Miró por encima de la cama y se volvió hacia Caroline. Soltó un único sonido, como un gorjeo; aunque carecía de sentido, ella supo que era una pregunta. Tenía los ojos anegados en lágrimas y las piernas amenazaban con fallarle de nuevo. Él era real; estaba allí, en su alcoba de Storton Manor, y se había vuelto lo bastante fuerte para interrogarla.
La vergüenza era una nube que no dejaba ver nada. Era como humo en el aire..., lo oscurecía todo haciendo imposible pensar. No sabía qué hacer. Transcurrieron unos minutos interminables, hasta que unos pasos sonaron en el pasillo. El corazón le dio un brinco. Lo único que sabía era que el bebé no podía quedarse allí. En la cama, en su alcoba, en la casa solariega. Sencillamente no podía, y ni su marido ni los criados debían enterarse de que había estado allí. Era posible que estos ya supieran de su existencia, que hubieran visto u oído algo mientras ella yacía inconsciente en el suelo. Solo podía rezar para que no se hubieran dado cuenta de nada. No tenía ni idea de cuánto tiempo había esperado, con la mente paralizada de dolor y pánico. No lo suficiente para que el niño se cansara de explorar la cama, de modo que tal vez no era demasiado tarde. Todavía estaba a tiempo de actuar y no tenía otra elección.
Enjugándose la cara, rodeó la cama y cogió al niño en brazos, demasiado avergonzada para mirarlo a los ojos. También eran negros, lo sabía. Tan negros e inescrutables como manchones de tinta. Pesaba mucho más de lo que recordaba. Lo tendió en la cama y le quitó toda la ropa, incluido el pañal, aunque estaba hecho de un tejido muy basto, por si podía delatarla. Lo tiró todo a la chimenea, donde se consumió entre humo y hedor sobre los rescoldos de la madrugada. Luego miró alrededor, momentáneamente perdida, hasta que reparó en la funda de la almohada de la cama. Tenía un primoroso bordado de unas flores amarillas semejantes a lazos. El lino era suave y resistente. Quitó la almohada y puso dentro al bebé, que forcejeaba. Lo hizo con manos tiernas, consciente del amor que sentía por el niño aunque no pudiera asimilarlo con la mente. Pero no lo envolvió en la funda, sino que la convirtió en un saco que se colgó al hombro como un cazador acarreando conejos. Tenía el rostro bañado en lágrimas que brotaban de lo más profundo de su ser. Sin embargo no quería detenerse, no podía permitirse volcar otra vez su amor en él.
Fuera llovía torrencialmente. Cruzó la extensión de césped con la espalda dolorida y un hormigueo en el cuero cabelludo, sintiendo los ojos de la casa clavados en ella. Una vez al amparo de los árboles trató de respirar con normalidad, con los nudillos blancos de tanto agarrar la funda con fuerza. El niño se sacudía y balbuceaba, pero no gritó. Ella tenía el cabello empapado por el agua de la lluvia que le goteaba por la barbilla. Nunca me lavará, se dijo con callada desesperación. Había un estanque, lo sabía. Un estanque artificial al otro lado de los jardines donde la finca se unía a las onduladas colinas de las que brotaba el río que cruzaba el pueblo. Era profundo, manso, umbrío; el agua se vería oscura en un día tan nublado, turbia con la lluvia que caía, lista para ocultar los secretos que arrojaran en ella. Contuvo la respiración al asaltarle ese pensamiento. Se quedó helada. No, no puedo hacerlo, suplicó en silencio. No puedo. Ya había recibido demasiado de él.
Siguió andando, no en dirección al estanque sino alejándose aún más de la casa, rezando para que se presentara otra opción. Cuando finalmente lo vio, se tambaleó de tanto alivio. En un claro verde en medio del bosque había un carromato. Un poni blanco y negro, con la grupa encorvada por el frío, estaba atado a su lado, y de un tubo metálico del techo se elevaban finas madejas de humo. Gitanos, pensó con un estallido de esperanza desesperada en el pecho. Ellos lo encontrarían, lo recogerían y se lo llevarían lejos. Ella no tendría que volver a verlo, no tendría que enfrentarse de nuevo a él. Pero estaría bien atendido. Tendría una vida.
El niño se puso a llorar cuando la lluvia caló la funda y lo mojó. Caroline se apresuró a echárselo de nuevo al hombro y se abrió paso entre los árboles hacia el otro extremo del claro, alejándose aún más de la casa para que su rastro no señalara en esa dirección. Confió en que pareciera que quien había dejado allí al niño llegaba del sur. Lo puso entre las raíces enmarañadas de una gran haya, en un lugar más o menos seco, y cuando el llanto se hizo más fuerte e insistente, volvió sobre sus pasos. Cogedlo y marchaos, imploró en silencio.
Se adentró de nuevo en el bosque lo más rápida y sigilosamente posible, y los gritos del bebé la siguieron un rato. Cuando por fin dejaron de oírse vaciló. Se detuvo tambaleándose, dividida entre seguir adelante o regresar a buscarlo. Nunca volveré a oírlo, se dijo. Pero no había alivio en ello. No podía ser de otra manera, aunque un frío helado le recorrió el corazón, sólido y crudo como el hielo, porque no habría modo de escapar de lo que había hecho, lo supo entonces; no habría olvido. Lo que acababa de hacer se alojó en su interior como un cáncer, y del mismo modo que ya no habría vuelta atrás, no estuvo segura de si podría seguir adelante. Finalmente regresó despacio hacia la casa, donde demasiado tarde cayó en la cuenta de que, después de haber desnudado con cuidado al bebé, lo había dejado envuelto en la fina funda bordada. Apretó la cara en la almohada desnuda y trató de borrar al niño de su memoria...
¡Es tan tranquilo! Tanto, que perturba
e importuna el pensamiento con su extraño
y profundo silencio.
SAMUEL TAYLOR COLERIDGE,
«Frost at Midnight»
Por suerte es invierno. Veníamos aquí solo en verano, así que la casa no parece la misma. No resulta tan insoportablemente familiar, ni tan apabullante. Storton Manor, lúgubre e imponente, del color del cielo bajo que hoy se extiende sobre nuestras cabezas. Una mole neogótica victoriana con parteluces de piedra y carpintería desconchada cubierta de liquen. Contra las paredes se amontonan las hojas muertas y por detrás de ellas se eleva el musgo, alcanzando los alféizares del primer piso. Al bajar del coche respiro hondo. Ha sido un invierno muy inglés hasta ahora. Lluvioso y embarrado. Los setos vivos parecen moretones borrosos a lo lejos. Hoy voy vestida con los vivos colores de las piedras preciosas, desafiando el lugar, su austeridad y su peso en mi memoria. De pronto me siento ridícula, como un payaso.
A través del parabrisas de mi destartalado Golf blanco veo las manos de Beth sobre su regazo y las deshilachadas puntas de su pelo largo. También serpentea algún que otro mechón gris, y parece muy prematuro, demasiado. Se moría por llegar, pero se ha quedado en el coche, inmóvil como una estatua. Esas manos pálidas y delgadas lánguidamente entrelazadas en su regazo, esperando pasivas. Cuando éramos pequeñas nos brillaba mucho el pelo. Era del rubio casi blanco de los ángeles o de los jóvenes vikingos, un color puro que se ha ido apagando con los años hasta convertirse en este castaño parduzco poco seductor. Yo me lo tiño ahora para darle vida. Cada vez nos parecemos menos. Recuerdo a Beth y Dinny con las cabezas juntas, conspirando entre susurros; el pelo de él tan oscuro, el de ella tan rubio. Entonces me moría de celos, y ahora, con la imaginación, veo sus cabezas como el
yin
y el
yang
. Inseparables.
En las ventanas vacías de la casa se ve el oscuro reflejo de los árboles pelados que hay alrededor. Estos árboles parecen más altos ahora, se inclinan demasiado cerca. Hay que podarlos. ¿Estoy pensando en tareas que hacer, en cosas que mejorar? ¿Me estoy imaginando que vivo aquí? La casa es nuestra ahora, las doce habitaciones, los techos altos, la majestuosa escalera, las habitaciones del sótano con las losas del suelo gastadas por pies serviles. Todo es nuestro, pero solo si nos quedamos a vivir aquí. Eso fue lo que Meredith siempre quiso. Meredith, nuestra abuela, con su resentimiento y las manos cerradas en puños huesudos. Quiso que nuestra madre se trasladara aquí con nosotras hace años y la viéramos morir. Cuando nuestra madre se negó, la desheredó, y nosotros seguimos llevando nuestra feliz vida burguesa en Reading. Si no nos mudamos aquí, ahora la venderán y el dinero irá a parar a una buena causa. Meredith, convertida perversamente en filántropa justo al morir. De modo que ahora es nuestra casa, pero solo por un tiempo, porque no creo que aguantáramos una vida aquí.
Hay una razón. Si trato de examinarla de cerca se escabulle como el vapor. Solo sale un nombre a la superficie: Henry. El niño que desapareció, que dejó de estar allí. Lo que pienso ahora, al levantar la vista hacia las altas ramas, es que lo sé. Sé por qué no podemos vivir aquí y por qué es extraordinario que hayamos venido. Lo sé. Sé por qué Beth no quiere bajar siquiera del coche. Me pregunto si tendré que persuadirla para que lo haga, como he de persuadirla para que coma. En el tramo entre el coche y la casa no crece ni una sola planta; está demasiado en la sombra. O tal vez el suelo esté envenenado. Huele a tierra, a hongos aterciopelados y podridos. Acude a mi mente esa palabra de las clases de ciencias de años atrás, «humus». Un millar de bocas de insectos minúsculos que muerden, trabajan y digieren la tierra. Sigue un momento de calma. El silencio del motor, el silencio de los árboles y de la casa, y de todos los espacios intermedios. Vuelvo a subirme torpemente al coche.