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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (17 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—¿Y salgo yo?

—No encontré ningún personaje que se pareciera a ti ni remotamente. Ninguna de las mujeres era la mitad de bonita y encantadora, dulce y delicada que tú —respondió el coronel con galantería. Simmons había servido el café y no volvería más, por lo que no había peligro.

Dorothea se rió con picardía.

El coronel se inclinó y le besó la mano.

Se sonrieron mirándose a los ojos.

—Hemos desperdiciado unos años —dijo el coronel Weatherhead suspirando—. Unos cuantos años. Uno, dos, tres, cuatro —continuó contándolos por los dedos de Dorothea.

Dorothea no supo qué decir. En su fuero interno pensaba que Robert tenía razón, pero que la culpa la tenía él, no ella, y por eso no dijo nada.

Pero el coronel no lo decía por decir. Le rondaba una idea por la cabeza, aunque no sabía cómo sacarla a colación. No veía la forma de planteársela a su amor. Tal vez fuera mejor plantearla desde otra perspectiva.

—Los desagües de tu casa huelen fatal —dijo, pensativo.

Dorothea retiró la mano (téngase en cuenta que el coronel había contado los años con sus dedos), un poco molesta por la forma despectiva de aludir a sus desagües. Pasar de los años perdidos a los desagües era rebajar terriblemente la categoría de la conversación.

—Los desagües siempre huelen muy mal cuando se atascan. Le pasa a todo el mundo —replicó ella secamente.

—Sí, claro, por supuesto —atajó él sin pérdida de tiempo—. Lo que quiero decir es que no es saludable para ti. Sería horrible que cayeras enferma o algo parecido. Lo he pensado detenidamente mientras hablábamos. Los desagües están obturados, hace un tiempo espantoso, no hace más que llover, y, por este año, he terminado con mi padrastro. Espero haber fulminado a esa bestia para siempre, aunque, por supuesto, no estaré seguro hasta la próxima primavera. Por lo tanto, que yo sepa, nada nos retiene aquí, nada en absoluto.

—¿Nada nos retiene aquí? —preguntó Dorothea, considerablemente confundida por la relación entre el mal tiempo, los desagües y el padrastro del coronel. ¿Quién era el padrastro del coronel? ¿Sería un pariente problemático al que había que tener en cuenta? ¿El segundo marido de su madre o un tío segundo, quizá? Nunca le había oído hablar de tíos ni de padrastros.

—Dorothea —dijo el coronel, cansado de andarse con rodeos inútilmente—. Dorothea, quiero casarme contigo.

La mujercita no entendía nada. Ya había dado al coronel Weatherhead, bueno, a Robert, como lo llamaba ahora, su palabra de matrimonio. Tenía motivos para pensar, con buen criterio, que todo estaba decidido.

—Lo sé, Robert —dijo débilmente.

—Quiero casarme ya, cuanto antes —dijo él con apremio—. ¿No ves que todo nos lleva a la boda sin perder un día más? El mal tiempo, mi padrastro, tus desagües, ¡todo! Vamos el lunes a la ciudad, nos casamos discretamente, sin alboroto de ninguna clase, y pasamos las Navidades en Montecarlo. Di que sí, querida Dorothea.

—¡Robert! —exclamó ella con asombro.

—¿Por qué no? —replicó él con un persuasivo tono de voz—. Nada nos lo impide y todo nos… nos… ya me entiendes, no me sale la palabra. En fin, esto es pura intervención de la Providencia. El tiempo está tan asqueroso como tus desagües y ya he terminado con mi padrastro…

—¿Quién es tu padrastro? —interrumpió Dorothea, más irritada de lo normal, para una persona de natural tan dulce—. ¿Quién diantres es tu padrastro? Llevas siglos hablando de él y todavía no sé qué tiene que ver con nuestra boda…

El coronel Weatherhead estalló en carcajadas.

—¡Cielo santo! Creía que todo el pueblo conocía a mi padrastro, aunque ya veo que, después de todo, no soy tan pesado y charlatán. ¿Nunca te he contado los combates que libro con esa fiera todos los otoños?

—Nunca —contestó Dorothea con remilgo—, y, la verdad, no creo que esté bien hablar así de un padrastro, querido Robert. Aunque a veces sea una carga muy pesada, porque estoy segura de que es así, no podemos olvidar que se trata de un familiar allegado… que merece la debida consideración… —divagó Dorothea—, y por tanto…

—¡Es una hierba invasora! —dijo el coronel casi sin aliento, entre espasmos de risa—. ¡La hierbabuena de burro! Quiere colonizar mi seto… tiene unas raíces como un pulpo…

Dorothea no se reía. ¿Cómo iba ella a saber que se refería a las malas hierbas? No le veía la gracia al malentendido por ninguna parte.

El coronel Weatherhead sacó un gran pañuelo blanco de seda y se secó los ojos. Después de enjugarse la película de humedad, se quedó horrorizado al descubrir que su amada se había ofendido. Estaba muy erguida en la silla, mirando fijamente por encima de su hombro el retrato al óleo del abuelo del coronel, que adornaba la pared del comedor.

—Nada, nada. Esa estúpida mala hierba no tiene la menor importancia —se apresuró a decir—. No es más que una broma tonta de las mías, un maldito chiste malo, no te preocupes. No sé por qué, la verdad, pero es que me gusta mucho luchar contra el padrastro. Es la única lucha que puede permitirse ya un antiguo soldado que disfruta en la batalla. Vamos al salón, si te parece.

Dorothea se calmó inmediatamente. Entraron del brazo en el salón. Simmons había encendido un fuego de llamas alarmantemente altas; se había formado en el ejército, por supuesto, y allí el carbón era gratuito. A Dorothea le pareció una extravagancia, sin duda, pero creaba un ambiente muy acogedor en una noche tan fría. Se calentaron los pies, hablaron de sí mismos y pasaron un buen rato.

El coronel acompañó a su invitada a casa. Seguía lloviendo y estaba todo empapado; casi se cayeron en el hoyo del camino de entrada, pues la agradable velada se lo había borrado de la memoria.

—¿Qué me dices del lunes? —susurró el coronel.

—El lunes no —le suplicó.

—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo el lunes? —preguntó él audazmente.

—Es muy precipitado. No me da tiempo a preparar los trajes.

—Pasamos por París y compramos todos los trajes que haga falta —dijo él con diabólica astucia—. Oye, Dorothea. No tenemos por qué buscarnos líos y molestias en Silverstream. Librémonos del pueblo, desaparezcamos sigilosamente. Ya se lo contaremos todo cuando esté hecho. Podemos mandar postales desde París y Montecarlo, así tendrán tiempo de sobra para comentarlo antes de que volvamos a casa. ¿Qué te parece?

Dorothea tenía tan pocas ganas de escándalo como él. Casi oía los chismorreos: «¡Hay que ver! Les ha costado cuatro años. Me gustaría saber cómo se las ha compuesto para pescarlo al final. Supongo que el coronel ya chochea». Eso es lo que diría todo el mundo en cuanto se enterase del compromiso, y eso pensarían cuando la felicitasen, estaba segura.

—Bien —dijo ella, titubeando.

—¡Te parece bien! —exclamó él, alborozado—. ¡Hurra!

La verdad es que era como un niño y estar comprometida con él era mucho más emocionante de lo que esperaba. ¡Figúrate qué plan, ir a Montecarlo a pasar la Navidad! ¡Quién se habría imaginado que sería capaz de tener una idea tan audaz! Además de audaz, también era bastante apetecible; sería delicioso alejarse una temporada de Silverstream y disfrutar del sol. Robert era un verdadero encanto, lo amaba. Hacía años que lo quería y casi había perdido la esperanza. Siempre la había tratado con cordialidad, como un buen vecino, siempre dispuesto a ayudarla y aconsejarla en cualquier emergencia que requiriese ayuda y consejo masculino. Por ejemplo, cuando se partió el árbol, fue el coronel Weatherhead quien se entendió con el leñador para que lo talara. De todos modos, nunca había dado la menor señal de querer casarse con ella, hasta la noche anterior. «¿Qué lo habrá despertado de repente?», se preguntó mientras cerraba la puerta principal y echaba el cerrojo. Subió lenta y pensativamente las escaleras hacia su dormitorio.

Encendió la estufa de gas del cuarto y, sentada en una silla baja, mientras se calentaba las rodillas, pensó en esas cosas. No tenía a quién consultar a propósito de la boda, era independiente y contaba con sus propios recursos. Sus dos hermanas estaban casadas. Una vivía en Londres, y la otra, en una parroquia rural. Las cogería por sorpresa, naturalmente, puede que incluso les hiciera gracia, porque ambas eran menores que ella y auténticas matronas perfectamente casadas, pero sabía que reaccionarían con amabilidad. «Podría quedarme con Alice mientras Robert se ocupa de los preparativos», pensó. Alice siempre la recibía muy bien y le reservaba la habitación de invitados cuando quería pasar unos días con ella.

Tomó la determinación de seguir la corriente al capricho infantil de Robert, no había obstáculos que se opusieran. «¿Cuántos años tendrá? —se preguntó—. Puede que ronde los sesenta, aunque no los aparenta; de todas formas, lo mismo da. Ya no soy tan joven como antes y Robert es encantador. El salón de la Casa del Puente es bastante soso —reflexionó—, pero podría alegrarlo con algunas cosas mías. Si Robert abriera una ventana salediza en la pared sur, mejoraría bastante.»

Al cabo de un rato se levantó y empezó a abrir cajones y a hurgar entre el papel de seda. «Solo me llevaré cuatro trapitos —pensó—. Será divertido comprar cosas en París, cosas preciosas. ¡Qué gracia que se le haya ocurrido una cosa así!»

Hizo una breve pausa con un pañuelo de seda entre las manos. Daba la sensación de que… de que el coronel sabía mucho de mujeres. Se le veía tan desenvuelto… ¿Habría ido a París con otras mujeres a comprar ropa? «Bueno, eso ya no tiene remedio —se dijo tajantemente—, y además ¿qué más da? Tú, a lo tuyo, Dorothea.»

Y siguió con lo suyo.

Capítulo 14
Domingo y lunes

E
l día siguiente era domingo. La pareja de recién prometidos prefirió ir a la iglesia por separado, sentarse en bancos aparte y comportarse como si no hubiera pasado nada. Era muy divertido engañar a Silverstream; el pueblo se llevaría una gran sorpresa cuando recibiera postales de París.

Dorothea andaba lentamente por la calle con la mayor compostura. Hacía una mañana preciosa, las nubes habían desaparecido y el sol brillaba alegremente entre las ramas desnudas de los árboles. No sabía si Robert iría delante o detrás de ella. Los relojes de su casa marcaban una hora distinta cada uno; eran unos objetos misteriosos que nunca funcionaban bien en casa de una mujer y necesitaban una mano masculina que los metiera en cintura. Primero pensó que Robert iba delante y se apresuró; luego, convencida de que iba detrás, aminoró el paso.

Al llegar a la altura de la casa de Barbara Buncle, ésta salía por la cancela y fueron andando juntas, hablando del sol y del tiempo, tan agradable y cálido, para el mes de diciembre. Apreciaba a Barbara y lamentó para sí que se vistiera tan mal. Seguro que vivía con estrecheces, aunque, de todos modos, ¿no podía arreglarse mejor? Lo cierto es que con el vestuario de diario no tenía ese aspecto tan deplorable, porque consistía en faldas de cheviot y jerséis. Los domingos, en cambio, parecía un adefesio con ese sombrero espantoso.

—¿Por qué no se compra un sombrero nuevo, Barbara? —preguntó de pronto.

—Sí, lo he pensado, pero éste todavía está en buen uso —contestó.

—Déselo a Dorcas y cómprese otro —le dijo Dorothea con atrevimiento.

—Puede que sí —dijo Barbara.

«¿Por qué no? —pensó—. ¿Por qué no me compro un poco de ropa bonita, ahora que puedo permitírmelo? Lo que pasa es que no sé elegir, me parece. Cuando estreno algo, tengo la impresión de estar como un fantoche. ¡Qué guapa está hoy Dorothea!»

—¡Qué guapa está hoy, Dorothea! —exclamó.

—¿De verdad?

—Sí. Siempre lo está, por supuesto, pero hoy la encuentro más favorecida.

—¡Ay, qué aduladora! —dijo Dorothea.

El coronel Weatherhead las adelantó y las saludó con una inclinación de cabeza.

—Una mañana muy agradable, después de tanta lluvia, señora Bold —comentó al pasar.

Dorothea se rió para sus adentros. ¡Qué niño tan travieso! Barbara recogió la frase para la nueva novela. «Una mañana muy agradable, después de tanta lluvia» era exactamente lo que habría dicho el comandante Waterfoot, pero no a la señora Mildmay, por supuesto, porque ahora ya estaban casados y casi seguro que ningún hombre casado hacía un comentario así a su mujer. De todos modos, el comandante Waterfoot podía decírselo a otra persona; no había que desperdiciar frases tan acertadas.

Había empezado a escribir otra novela y se le hacía cuesta arriba. La inspiración no llegaba, pero ella se esforzaba honradamente, aunque, de momento, en vano. «La nueva no podrá ser tan buena como
El perturbador de la paz
», pensaba.

Entraron los tres a la vez en Santa Mónica, cada cual con sus pensamientos secretos, tan diferentes. La señora Carter y Sally los siguieron a poca distancia. La señora Greensleeves ya estaba en su banco. La señora King y Angela Pretty venían deprisa por el camino; detrás iban la señora Goldsmith y su familia. Los Bulmer ya habían llegado, y también los Snowdon y los Featherstone Hogg; esa mañana habían ido a la iglesia incluso los dos jóvenes realquilados de la señora Dick. Después de tanta lluvia, el sol era un aliciente para salir. De todos nuestros amigos de Silverstream solo faltaban los Walker. El médico casi nunca iba a la iglesia y Sarah se había quedado en casa porque los gemelos estaban resfriados y con fiebre.

La señora Carter se sentó en el mismo banco que Barbara Buncle. Normalmente ocupaban un extremo del banco cada una, dejando cuatro asientos vacíos en el centro, pero hoy estaba Sally también y ocupó uno de los sitios vacantes. Durante el oficio religioso, Barbara advirtió sin proponérselo que Sally estaba un poco distraída, parecía que no supiera cuándo tenía que levantarse o arrodillarse y pasaba las hojas del devocionario al buen tuntún, sin saber por dónde abrirlo. Barbara dedujo que Sally no iba a la iglesia a menudo.

Durante el sermón, le puso un papelito en la mano. Decía: «Hoy voy a tomar el té con usted». Barbara la miró, asintió y sonrió; le complacía y emocionaba que la joven fuera a tomar el té con ella, se alegró mucho de que quisiera ir. A lo mejor tenía ganas de hablar de
El perturbador de la paz,
y le gustaban sus comentarios. La señora Featherstone Hogg había convocado una reunión en su casa el jueves para hablar del libro y había invitado a Barbara. «Después tomaremos el té», le había dicho. Barbara no quería ir a la reunión a oírlas hablar de
El perturbador de la paz.
Sabía exactamente lo que dirían. El té tampoco era una tentación para quienes conocían los que daba la señora Featherstone Hogg. Había aguantado muchos tés en Las Jarcias y sabía exactamente cómo sería el del jueves: tazas mediadas de un líquido tibio y grisáceo y un sándwich de crema de plátano o de anchoas, nunca se sabía de qué sería hasta que se probaba. «De todos modos, les extrañará que falte», pensó.

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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