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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (20 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—Pero ¿qué opinas? —preguntó Ellen, haciendo caso omiso del ruego.

—De acuerdo, voy a decirte lo que me parece, ya que me lo preguntas. Sé que mi opinión es minoritaria, pero es la verdad. Creo que lo escribió una persona muy ingenua, una mujer. Sí. Estoy casi seguro de que John Smith es una mujer. ¡Te apuesto cinco libras a que es una mujer! Si quieres, claro. Y no creo que el libro tenga intención de ser cruel ni calumnioso. Al contrario, creo que John Smith se sentó a escribir y le salió la novela con toda su buena fe, describiendo a la gente como la veía, sin adornos, con todos los detallitos tal como los veía.

—Pero ¿y la segunda parte? —objetó Ellen.

—En la segunda parte —dijo John riéndose— se le desmandó la historia, es obvio. De pronto la trama cogió las riendas por su cuenta y se lanzó a galope tendido con John Smith en el lomo, y lo único que ella pudo hacer fue echar el cuerpo hacia atrás, agarrarse bien fuerte, como a un clavo ardiendo, y dejarlo volar. Confieso que lo disfruté mucho, Ellen; sé que es una auténtica herejía en Silverstream, pero me divertí inmensamente. No me pareció una sátira ni encontré nada perverso. Se puede interpretar de las dos maneras, desde luego, sobre todo algunos párrafos, como las escenas de amor, pero tengo la certeza de que John Smith no lo hizo con mala intención. Te aseguro que no es más que una narración sencilla, escrita por una persona muy inocente que no sabe nada del mundo ni de los asuntos mundanos… Puede que incluso sea un poco corta.

—¿Y quién es? —preguntó ella pensativamente.

—Ahí me has pillado —reconoció el médico acariciándose la barbilla—. En ese aspecto estoy
in albis.
No tengo la más remota idea de quién pueda ser la autora, aunque está claro que sin duda la conozco de sobra.

—Tiene que ser vecina del pueblo —dijo Ellen aceptando la conclusión del médico respecto al sexo de la autora.

—No te quepa la menor duda. Solo puede ser alguien que nos conozca a todos íntimamente. Aunque, eso sí, cualquiera te dirá que hay muchos errores en el libro. La señora Carter dice que lo de su pelo no es cierto —puso como ejemplo el doctor con un guiño picarón—, y la señora Featherstone Hogg niega haber sido corista en toda su vida…

—¿Lo era? —preguntó Ellen conteniendo la respiración.

—Te aseguro que no lo sé, pero, aunque lo supiera, no te lo diría —respondió él enigmáticamente—. Bulmer afirma que es la amabilidad personificada, y la señora Dick niega que sus inquilinos tengan que comerse el almuerzo frío; y, por mi parte, te aseguro aquí y ahora que nunca receto aceite de ricino a los enfermos imaginarios: es más, me sé otro remedio que funciona mil veces mejor; de todas formas, estoy seguro de que John Smith nos conoce perfectamente a todos y, por lo tanto, nosotros conocemos a John Smith.

—Eso mismo le dije yo al señor Abbott —dijo Ellen King, dándole la razón.

John se dirigió a la puerta con la esperanza de que Ellen le dejara irse a comer, pues eran más de las dos de la tarde y notaba un gran agujero en el estómago; sin embargo, su amiga tenía algo más que decirle.

—En realidad lo de Angela no es para tanto, ¿verdad? —le preguntó, acompañándolo al recibidor.

—Si os vais, no —contestó él con firmeza—. Si os quedáis aquí, será para mucho. ¡Dios! Lo que daría yo por poder marcharme con Sarah lejos de este clima abominable… Tenéis suerte.

—No te parecería bien que Sarah nos acompañara, ¿eh? —sugirió Ellen, esperanzada.

—Muy amable por tu parte —contestó él mientras se embutía el abrigo y cogía el sombrero de la percha—, muy amable, de verdad, y por descontado que me parecería bien. Pero no creo que se anime. Convéncela si puedes. La echaría muchísimo de menos, hazte cargo, pero me parece estupendo, si es que lo consigues. Intenté mandarla a algún sitio cuando cayó enferma, pero, solo de pensarlo, se puso mucho peor…

—Sé que estabas muy preocupado por ella —dijo Ellen.

—¿Preocupado? Me volví loco —replicó el médico—. No deseo ese infierno a nadie, si puede evitarlo. Por eso os destierro a Egipto —ya estaba en el umbral de la casa, preparado para echar a correr… en cuanto su amiga se callara y se lo permitiera.

—¿Por qué no nos recetas un viaje a Samarcanda, ya de paso? —preguntó con una carcajada—. Creo que te has confabulado con esa tal John Smith.

El doctor Walker se despidió agitando el sombrero.

—¡Estupendo! ¡Espléndido! —exclamó—. ¡Así me gusta!… Esta actitud me recuerda más a mi querida amiga Ellen King, a la que conozco muy bien. Anuncia a bombo y platillo que te vas a Samarcanda con Angela… y, oye —añadió en voz baja y más confidencial—, que no se os olvide encargar unos pantalones de montar, ¿de acuerdo? Seguro que os sientan de miedo…

Capítulo 16
Reunión en casa de la señora Featherstone Hogg

B
arbara Buncle llegó un poco tarde a la reunión del jueves en casa de la señora Featherstone Hogg. Se había pasado la mañana trabajando en la novela nueva y después, precisamente cuando estaba a medio vestir, apareció Sally, con ganas de saber todo lo que había hecho en la ciudad y qué tal con Virginia y el vestuario nuevo. Barbara procuraba hablar y vestirse al mismo tiempo, pero no tenía costumbre de hacerlo porque era hija única y, por tanto, no había tenido hermanas que la iniciaran en el arte.

—Esta media está al revés —dijo Sally— y tiene un agujerito en el talón. Démela, que se la coso mientras se pone el sombrero.

Barbara obedeció sin rechistar; la ropa nueva no había llegado todavía, por lo que tendría que ponerse el sombrero viejo, el que le quedaba tan ridículo con la permanente.

—No puede ir así —dijo Sally con sinceridad—. ¿No tiene otro sombrero por ahí perdido?

—Ninguno que esté en condiciones —reconoció Barbara con desaliento.

Sally dejó la media, muy bien remendada, por cierto, y se puso a hurgar en el armario de Barbara. Rescató un gorrito negro de fieltro, bastante viejo, que Barbara pensaba regalar a Dorcas, lo retorció hábilmente hacia un lado y hacia el otro y finalmente se lo encasquetó en la cabeza desde la nuca hacia delante y le dijo que se fuera.

—Si no se da prisa, llegará tardísimo —dijo, como si ella no tuviera nada que ver con el retraso—. Mi abuela se puso en marcha hace horas. Quiero que escuche todo lo que digan y que me lo cuente después. Daría cualquier cosa por ir.

Barbara se lo prometió, cogió el paraguas y salió a toda prisa sin acordarse más del sombrero.

La señora Featherstone Hogg había dispuesto las sillas alrededor del salón, pegadas a las paredes, y estaban todas ocupadas. Ella se situó en el centro, detrás de una mesita de jugar a las cartas cubierta con un paño rojo y llena de material de escritorio. A su lado se encontraba el señor Bulmer con su expresión más lúgubre.

La expresión del señor Bulmer se debía, por una parte, a los contratiempos domésticos que habían surgido en ausencia de su mujer y, por otra, a la sensación que tenía de estar haciendo el bobo en una silla de dormitorio en medio del salón de la señora Featherstone Hogg. Había intentado sentarse discretamente en el sofá, al lado de la señora Goldsmith, pero la señora Featherstone Hogg se había abalanzado sobre él y se lo había llevado a su lado; y ahí estaba, delante de todo el mundo como una atracción de feria. Una atracción de segunda, por supuesto, porque la principal era la señora Featherstone Hogg, faltaría más.

Cuando Barbara llegó, todavía no habían empezado: así pues, a pesar de todo, no se retrasó tanto, o bien la reunión no había empezado con puntualidad. Con toda la discreción posible, se sentó al lado de Sarah Walker y echó una ojeada al salón.

La señorita King ocupaba el asiento de la ventana, a su lado estaba la señora Carter y, después, la señora Dick, flanqueada por dos caballeros, que eran sus huéspedes, el señor Fortnum y el señor Black. Este último era el amigo de Barbara que trabajaba en el banco, el joven desdeñoso. A continuación estaban los tres Snowdon, la señora Greensleeves, el capitán Sandeman y el señor Featherstone Hogg. La señora Goldsmith, sola en el sofá, ocupaba más de la mitad del sitio. Tenía una actitud muy solemne y grave con su capa negra ribeteada de astracán. El señor Durnet estaba cerca de la puerta, endomingado y evidentemente aturullado en el salón de Las Jarcias. «Cuánto me alegro de que Dorcas no haya venido», se dijo Barbara. A Dorcas también la habían invitado a la reunión, naturalmente, pero no dio muestras de querer asistir y Barbara no insistió. La verdad es que tenía la impresión de que superaría mejor la prueba si la criada se quedaba tranquilamente en casa.

Echó otro vistazo general a la sala. Todas sus marionetas, menos unas pocas, se habían reunido con la intención de vilipendiar a su creadora. Se preguntó si algún escritor habría tenido ocasión de ver alguna vez una cosa tan curiosa y entonces se le ocurrió que sería emocionante escribir una obra de teatro, ver a sus creaciones vestidas de seres mortales y oír en su boca las palabras que ella había escrito. Aunque seguro que una obra de teatro sería un poco ingrata, porque ningún actor puede satisfacer totalmente al autor: necesariamente habrá discrepancias entre la idea que el autor tiene de un personaje y la expresión que le da el actor. Esto era mucho mejor que una obra de teatro, porque los actores eran ellos mismos. No podían salirse del personaje aunque lo intentaran, porque eran los propios personajes, en carne y hueso y el doble de naturales.

Una neblina extraña le cubrió los ojos. ¿Estaba en Silverstream o en Copperfield? ¿Era la señora Horsley Downs o la señora Featherstone Hogg?

Sarah Walker la devolvió a la realidad.

—Bien pensado, yo no tendría que estar aquí, porque no salgo en el libro —susurró—. John vendrá más tarde, si puede escaparse. Esto es muy divertido, ¿verdad?

Barbara dijo que sí y se interesó por la salud de los gemelos.

—Ah, están mucho mejor, gracias —dijo su madre—. Hoy es el primer día que han salido. ¡Qué sombrero tan bonito, Barbara!

—¡Dios santo! —exclamó Barbara—. Se me había olvidado… No sé qué pinta tendré con esto en la cabeza…

—¡Silencio! —dijo la señora Featherstone Hogg en voz alta, golpeando enérgicamente la mesa con un martillo—. Damas y caballeros, son las cuatro menos diez y dos de… y dos de los nuestros no han llegado todavía. Faltan algunos más, desde luego, pero les ha sido inevitablemente… ejem… imposible asistir. Después daremos lectura a sus excusas, pero las otras dos personas a las que me refiero no han mandado ningún aviso; dijeron que vendrían y así lo espero. Son muy importantes para nuestra… para nuestra causa. Hablo, por supuesto, del coronel Weatherhead y de la señora Bold. ¿Alguien sabe por qué no han venido?

—Dorothea Bold ha ido a Londres a ver a su hermana —dijo Barbara en voz baja.

—¡Qué raro! —contestó la señora Featherstone Hogg—. Podía haberme avisado. El coronel Weatherhead me dijo que la avisaría él. Bien, en tal caso, solo esperaremos al coronel, pero lo que quiero decirles es si esperamos un poco más o empezamos sin él.

Inmediatamente se pusieron todos a hablar al mismo tiempo, unos con la persona de al lado, otros con la anfitriona; unos decían que era imprescindible esperar al coronel, y otros, que había que comenzar la reunión cuanto antes. Barbara, inmersa en Copperfield (la novela nueva también se desarrollaba en Copperfield, cómo no), contemplaba la escena con embeleso, como una esponja absorbiendo ambrosía.

La señora Featherstone Hogg consultó en voz baja al señor Bulmer y luego dio unos golpes en la mesilla. Al momento se impuso el silencio.

—El señor Bulmer opina que, para abrir la sesión, lo primero que hay que decir es que él es el presidente y yo, la presidenta —dijo en voz alta—. Aunque, naturalmente, todavía no la hemos abierto. Solo quería saber qué nos parece mejor a todos, si empezar sin el coronel Weatherhead o esperarlo un poco más.

—Eso es inconstitucional —manifestó el señor Bulmer en voz alta.

—Pero, oiga, señora —dijo el señor Black, el del banco—, oiga usted: le aseguro que no hace falta tener presidente y presidenta, es decir, no es normal. O preside la señora presidenta o preside el señor presidente, es decir…

La señora Featherstone Hogg hizo caso omiso de las objeciones y las interrupciones. La protesta del señor Black le pareció una memez. La reunión era cosa suya y haría lo que quisiera con los presidentes. Y, desde luego, no iba a ponerse a las órdenes del señor Black.

—El coronel Weatherhead es muy importante para nosotros —insistió, ateniéndose a la cuestión principal— y considero que debemos esperarlo.

—¿Por qué no lo llaman por teléfono? —propuso el capitán Sandeman con mucho sentido común—. Probablemente se le haya olvidado.

La presidenta reflexionó un momento, le pareció buena idea y mandó al señor Featherstone Hogg a llamar por teléfono para averiguar si el coronel ya había salido de casa.

Los asistentes aguardaron con paciencia, todos menos el señor Bulmer, que daba señales de nerviosismo. El coronel Weatherhead le parecía un inútil y, según él, el asunto del día podía resolverse con la misma eficacia sin su presencia. La verdad es que le sobraban las dos terceras partes de la concurrencia. Era ridículo, ¿qué pintaban allí el viejo Durnet y la señora Goldsmith? El primero le parecía prácticamente imbécil. En realidad, se lo parecía a mucha gente. Irritado, golpeteó la mesa con los dedos y cruzó y descruzó las piernas.

El señor Featherstone Hogg volvió al cabo de un rato y dijo, de parte de la centralita, que la Casa del Puente no contestaba al teléfono.

—Tenías que haber dicho que volvieran a intentarlo —dijo la señora Featherstone Hogg de mal humor.

—Se lo he dicho —contestó él.

No se podía hacer nada más y la señora Featherstone Hogg se vio obligada a comenzar la reunión sin el coronel. Se levantó de la silla y golpeó la mesa con el martillo.

—Damas y caballeros —dijo, consultando las notas que había redactado por la mañana—. Damas y caballeros, nos hemos reunido hoy aquí para hablar de este libro,
El perturbador de la paz,
que ha caído sobre nuestro pacífico pueblo como una bomba venenosa. Antes de que se publicara esta novela, convivíamos todos como una gran familia feliz, pero ahora se ha astillado el laúd
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y la música suena áspera y discordante. Todos hemos sufrido las consecuencias de este libro, unos de una manera y otros de otra. Hoy no tengo tiempo de ahondar en cada caso individual: baste decir que nos afecta a todos y que por eso estamos aquí. Libros como
El perturbador de la paz
son una amenaza mortal para la sociedad. Socavan los cimientos del estilo de vida inglés. La casa de un inglés es su castillo,
El perturbador de la paz
se ha colado en el recinto sagrado de ese castillo, ha destruido la fragancia del hogar y ha violado su intimidad. Nosotros, los vecinos de Silverstream, tenemos que ser los primeros, tenemos el derecho y el deber de enseñar a Inglaterra que nuestro hogar sigue siendo un lugar sagrado que no se puede violar impunemente.

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