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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (35 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—¿Creen que usted es John Smith? —preguntó Dorothea, desconcertada—. ¿Quién diantres es John Smith?

—Eso es lo que quieren saber… o al menos querían, hasta que me pusieron la etiqueta a mí.

—Pero ¿quién es ese individuo? ¿Qué ha hecho?

—¡No me diga que no ha leído el libro! —exclamó Sarah, estupefacta—. Creía que lo había leído el mundo entero…
El perturbador de la paz,
de John Smith —añadió, viendo que su anfitriona no tenía ni idea de a qué se refería—. Usted sí lo ha leído, ¿verdad, coronel?

—¡Ah! ¡Ahora caigo! —exclamó Dorothea—. Es ese libro que dio un disgusto muy grande a la señora Featherstone Hogg. Robert lo leyó justo antes de marcharnos al extranjero, pero, según él, no valía mucho la pena… ¿No es así, Robert?

—No, no mucho —dijo Robert, incómodo.

—Lo compré en Londres para llevármelo en el viaje —prosiguió Dorothea—, pero lo raro es que desapareció… así que al final no llegué a leerlo.

—¿Desapareció? —preguntó Sarah con interés.

—Sí, se evaporó sin dejar rastro. Lo puse en la cesta de la comida, arriba del todo, para leerlo en el tren, y cuando la abrí no estaba. ¡Qué raro! ¿Verdad?

—Muy raro, en efecto —contestó Sarah—, pero, yo que usted, no me preocuparía más. Como dice tan acertadamente el coronel, no vale mucho la pena.

El coronel Weatherhead la miró con agradecimiento. ¡Qué mujer tan sensatísima, encantadora y agradable era la señora Walker! La amiga perfecta para su querida Dolly… la amiga que él mismo le habría elegido.

Barbara dio por concluida la visita temprano. Esperaba a Arthur para cenar y le emocionaba la perspectiva de verlo otra vez. Hacía casi una semana que no se veían, porque estaba muy ocupado resolviendo y ordenando asuntos para poder tomarse unas largas vacaciones con la conciencia tranquila. Además del placer de volver a encontrarse con él, esa noche esperaba otro regalo y tenía muchísimas ganas de tocarlo con las manos: Arthur había prometido llevarle un ejemplar de prueba de
Más poderosa es la pluma…
El libro iba a publicarse muy pronto, en cuanto se cumplieran algunos trámites de importancia.

Volvió a casa pensando con satisfacción en los Weatherhead. Era evidente que el matrimonio había salido bien, los dos parecían muy felices. La unión de los Weatherhead era su mayor proeza, aunque sería más exacto decir la mayor proeza de
El perturbador de la paz.
Habían hecho exactamente lo que decía el libro… ¡y sin escándalos! Sentía por ellos un interés como si fuera su propietaria.

Por orden de mérito, después de los Weatherhead venían la señorita King y la señorita Pretty. Se habían ido a Samarcanda después de Año Nuevo. O eso fue lo que dijeron, aunque Barbara tenía sus dudas, porque no sabía si el vuelo hacia el sur terminaría realmente en Samarcanda; las postales, que llegaron a su debido tiempo y estaban expuestas en las repisas de las chimeneas de Silverstream, eran vistas de las pirámides y de alguna que otra esfinge, pero, según tenía entendido de toda la vida, o eso le habían hecho creer, esos monumentos tan interesantes de la antigüedad se hallaban exclusivamente en Egipto.

Margaret Bulmer era otra de las grandes proezas atribuibles a
El perturbador de la paz,
pero de una forma muy distinta. Cuando Margaret volvió de la larga estancia con sus padres parecía diez años más joven y se encontró con un marido mucho más amable y considerado. Lo cierto es que Stephen la había echado de menos, la casa no era tan cómoda si no estaba Margaret para engrasar la maquinaria doméstica. Stephen no quería correr riesgos y se dispuso a ser agradable con su mujer. Además, transformó un viejo cobertizo que había al fondo del jardín en un estudio muy confortable; de este modo, podía dedicarse a sus investigaciones del carácter y las conquistas de Enrique IV sin que le molestara el ruido de los niños y demás habitantes de la casa. Como ya no había necesidad de imponer un silencio completo y absoluto en la casa, todo el mundo estaba más a gusto. Y resultó que el estudio del señor Bulmer se hizo imprescindible, porque, durante la larga estancia con los abuelos, éstos habían malcriado concienzudamente a los pequeños. Ahora eran un par de niños normales, ruidosos y saludables, y no unos ratoncitos blancos. Todo eso podía atribuirse directamente a
El perturbador de la paz
; por lo tanto, aunque Margaret no había cumplido el destino prescrito, es decir, no se había fugado a medianoche por la ventana de su dormitorio con Harry Carter, a la autora le parecía que el caso podía considerarse otro éxito muy justificadamente.

Por último, el señor Featherstone Hogg. Barbara se puso muy contenta al enterarse de que el buen hombre se divertía de verdad. Apreciaba al señor Featherstone Hogg, siempre la había tratado con amabilidad y a ella le gustaba pagar con buen trato a quien la trataba bien; por eso lo había favorecido tanto en
Más poderosa es la pluma…
A Barbara se le ocurrió la mejor manera de que el señor Featherstone Hogg se lo pasara bien gracias a un comentario casual que le hizo la anciana señora Carter sobre su desafortunada afición al teatro; ese detalle, sumado a su propia experiencia en The Berkeley, le había servido de inspiración. Tal vez no tuviera imaginación, pero, desde luego, era ingeniosa. Por lo visto había dado en el clavo, porque, en la novela, el hombre se divertía exactamente como le gustaba en la vida real. Barbara se alegró mucho.

Capítulo 27
El secreto de Sally

A
l día siguiente hacía una mañana agradable y soleada. Sally entró en casa de Barbara bailoteando con un ejemplar de la
Daily Gazette
en la mano.

—¡Fíjese! —exclamó—. ¡Mire, Barbara! John Smith ha escrito otro libro. Sale la semana que viene. ¡Ay, qué impaciente estoy! ¿Usted no, Barbara? Tengo ganas de saber lo que cuenta esta vez. Se titula
Más poderosa es la pluma…
; suena emocionante, ¿verdad? No hay pluma más poderosa que la de John Smith, ¿a que no?

Barbara hizo un gran esfuerzo por poner cara de asombro, pero comprobó que no había nacido para actriz. Afortunadamente, Sally estaba tan entusiasmada con la gran noticia que no se percató del disimulo. Tampoco esperó a que su amiga contestara la serie de preguntas que acababa de hacerle, como de costumbre, pero Barbara ya la conocía lo suficiente para no molestarse en responder. Por lo general, cuando se disponía a darle una respuesta, Sally ya estaba preguntando una cosa completamente distinta.

—Abue llamó a la señora Featherstone Hogg —continuó Sally hablando con fruición—. Cerró la puerta de la biblioteca para que no oyera lo que decía, pero estaba tan nerviosa y hablaba tan alto que lo oí todo desde el vestíbulo. Han encargado un ejemplar cada una y quieren que se lo manden en cuanto salgan a la venta. Creen que van a encontrar alguna pista de la identidad de John Smith. ¿Ya lo ha encargado, Barbara? Le recomiendo que lo haga cuanto antes. La primera edición se va a agotar nada más salir. ¿Verdad que me lo prestará, si abue esconde el suyo? ¡Ay, de verdad, John Smith me parece maravilloso!

—Va a casarse con él, ¿no? —preguntó Barbara con picardía.

—¡Bah, eso era solo una tontería mía! —dijo Sally, aunque se ruborizó—. No se tome al pie de la letra todo lo que digo, querida Barbara. Cuando me pongo contenta, me acelero y digo todas las tonterías que se me pasan por la cabeza. ¿Cómo voy a querer casarme con un desconocido?

—Parece imposible, desde luego, aunque usted lo conoce muy bien y eso lo cambia todo, porque es un hombre alto y fuerte, ¿no? Tiene la boca graciosa, los ojos penetrantes, el pelo largo y alborotado…

—¡Se burla de mí! ¡Qué malísima es usted! Ande, sea buena, Barbara, y le cuento un secreto, una cosa muy, pero que muy importante. Estoy enamorada.

—¡No me diga! ¿Y no es de John Smith?

—En serio, boba. Nos hemos comprometido —dijo Sally. Rebuscó en el bolsillo del jersey y le enseñó una sortija de diamantes—. ¿Me cree ahora?

Con una prueba tan contundente, Barbara no tuvo más remedio que creerlo y reaccionar en consecuencia.

—Nos casaremos en cuanto reciba noticias de mi padre. Se lo he contado todo en una carta. ¡Ah, Barbara, es un hombre maravilloso!

—Lo sé. Siempre lo ha dicho.

—No, mi padre no, aunque también es maravilloso, desde luego. Me refiero a Ernest… el señor Hathaway, ya sabe. Es maravilloso, Barbara, es un amor tan grande que no hay palabras para expresarlo. Lo adoro. No es la primera vez que me enamoro, no crea —continuó, dándoselas de sabia y experta—, pero ahora es completamente distinto… Esto es amor verdadero. Solo estamos esperando la carta de mi padre, luego nos casaremos y seremos felices para siempre.

Barbara la miró con preocupación.

—Sally, querida —le dijo, consternada—. No creo que su padre consienta que se case con el señor Hathaway. Es muy buena persona, desde luego, pero el pobre vive en la mayor miseria… ¿Cómo van a mantener una casa?

—Eso es lo más fantástico, querida. No es pobre, ni muchísimo menos. Ha escrito a mi padre y le ha contado exactamente todo lo que posee, que es muchísimo —dijo Sally con los ojos abiertos como platos—. Donó toda su renta, renunció a todo, pero solo por un año, porque quería saber lo que significa ser pobre. ¡Es que es tan bueno, Barbara! Tiene unos ideales maravillosos. Nunca estaré a la altura de sus ideales.

—Claro que sí, si lo intenta.

—Bueno, a lo mejor —convino Sally—, si me esfuerzo mucho… pero ¿no es fantástico, Barbara? ¿No parece de novela enamorarse de un hombre pobre y luego descubrir que es más rico de lo que una podría soñar?

Barbara le dio la razón, la abrazó y le dijo que se alegraba inmensamente.

Sally era muy joven, desde luego, pero tenía más experiencia de la vida que muchos adultos y sabía organizarse perfectamente. En cuanto al señor Hathaway, siempre le había parecido un joven simpático, muy serio, tal vez, pero Sally le daría vitalidad. Formaban una buena pareja y Barbara pensó que su amiguita sería feliz. La situación mental en la que se encontraba la inclinaba a ver en el matrimonio un estado deseable.

—Vendrá a la boda, ¿verdad, Barbara? —dijo Sally mientras se deshacía del abrazo de Barbara.

—Si todavía existe Barbara Buncle, allí estará como un clavo —respondió.

«¡Qué buena respuesta! —se dijo— porque ya no seré Barbara Buncle, sino Barbara Abbott. Es una lástima perderme esa boda, desde luego, pero, como no es posible, no merece la pena darle más vueltas.»

Lo de Sally era asombroso de verdad, casi no podía creer que fuera cierto. Le habría gustado saberlo antes y poder aprovecharlo en
Más poderosa es la pluma…
Si el señor Shakeshaft se hubiera casado con su alumna, su personaje sería mucho más interesante… «como Swift y Stella», pensó lamentándolo. Incluso podría haber habido boda doble en Santa Ágata. No, la boda era de Elizabeth y solo de Elizabeth. No quería robarle ni un ápice de gloria. De todas formas, la mayor pérdida para
Más poderosa es la pluma…
era el giro que daba el personaje del señor Shakeshaft, que en realidad era rico, como un príncipe de incógnito. «¿Por qué no se me habría ocurrido? —suspiró—. Es que no tengo nada de imaginación. El señor Shakeshaft habría disfrutado de un final feliz y la señora Myrtle Coates se habría hundido más en el ridículo. Como tenía que haber sido, obviamente, pero estoy tan ciega y soy tan boba que no supe verlo.»

—¿En qué está pensando, Barbara?

—Me gustaría mucho tener un poco de imaginación —contestó Barbara, tan sinceramente como siempre que era posible.

—¡No se preocupe, amiga mía! No todos podemos ser John Smith —dijo Sally, apretándole el brazo cariñosamente.

Capítulo 28
John Smith

M
ás poderosa es la pluma…
llegó a Silverstream. Por lo visto, prácticamente todo el mundo había encargado un ejemplar. A las doce en punto la señora Featherstone Hogg estaba al teléfono movilizando a sus tropas.

—Es Barbara Buncle, por supuesto —le dijo al señor Bulmer—. ¿Quién podía imaginar que esa mosquita muerta tuviera la audacia de escribir libros tan infames? Supongo que habrá leído el nuevo. ¡Es peor!

—Le he echado una ojeada… un vistazo por encima, nada más —contestó el señor Bulmer, aunque no había despegado la nariz del libro desde el momento en que lo recibió—. No vale la pena leerlo.

—Y que usted lo diga —convino la señora Featherstone Hogg—. Yo también le he echado una ojeada, pero solo para ver si encontraba alguna pista de la identidad de John Smith y, en efecto, ahora ya no me cabe la menor duda.

El señor Bulmer le dio la razón.

—Paso a recogerlo en el Daimler dentro de diez minutos —añadió la señora Featherstone Hogg—. Supongo que no podemos hacer nada contra ella, pero sí podemos ir a la Casita de Tanglewood y ponerle las peras a cuarto.

El señor Bulmer se avino con presteza.

La señora Featherstone Hogg llamó a Vivian Greensleeves y quedó en recogerla al pasar por su casa; invitó también a los Weatherhead, pero rehusaron; la señora Carter dijo que se reuniría con ellos en la cerca, y los Snowdon también.

No sabía a quién más avisar, no quería que fueran la señora Dick ni la señora Goldsmith, porque no hacían más que complicar las cosas. En la reunión anterior, la de su casa, había cometido el error de invitar a demasiada gente y no tenía la menor intención de reincidir. Por supuesto, era una verdadera lástima que no estuviera Ellen King.

La señora Carter salió por la cancela de su casa justo cuando el Daimler se detenía en la Casita de Tanglewood y descargaba el pasaje.

—¡Es horroroso! ¿Verdad? —exclamó la señora Carter acercándose a los demás a toda prisa—. ¡Qué espanto, por Dios, pensar que lo tenía aquí mismo, en la casa de al lado!… ¡Bueno, que la tenía… es decir, a John Smith! Jamás me había equivocado tanto con nadie. Eso únicamente demuestra lo retorcida que es.

—Barbara Buncle siempre me pareció medio idiota —manifestó la señora Featherstone Hogg.

—Los libros no desmienten esa opinión suya, a la vista está —dijo la señorita Snowdon respirando entrecortadamente, pues acababa de llegar, casi sin aliento, remolcando a su padre y a su hermana.

—Es lo que me parece a mí —opinó el señor Bulmer—. Esos libros no tienen pies ni cabeza.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Vivian Greensleeves, que había ido a echar un vistazo por los alrededores mientras los demás hablaban—. Fíjense en esto. ¿Qué significa? —Señaló un gran cartel blanco que estaba clavado firmemente en un árbol cerca de la cancela de la casa. Fueron todos a mirar y vieron que era un anuncio que, en letras negras recién escritas, decía:

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