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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (41 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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—¿Querían algo?

Lo dijo en un tono casi brusco. Parecía que se contuviese, por si eran clientes extraviados.

—Acabamos de hacer una entrega —improvisó Jac— y nos hemos despistado. ¿Por dónde se sale?

Siguiendo las indicaciones de la gobernanta, salieron del hotel por la rue Boissy d’Anglas, una calle tranquila, a la vuelta de la esquina del ajetreo de la place de la Concorde.

Pese a estar casi seguros de que nadie había previsto que salieran por ahí, se encaminaron con cautela a la rue St.-Honoré, y con el mismo paso de quien mira escaparates, llegaron a la siguiente esquina, donde torcieron a la derecha por la rue Royale y regresaron a la rue de Rivoli. Al llegar a la altura de la librería WHSmith, atravesaron el paso de peatones y entraron en el jardín de las Tullerías. Desde ahí solo se tardaban unos minutos a pie hasta el Orangerie, donde se incorporaron a la breve cola de entrada al museo. No estaba Robbie, ni tampoco Malachai. Aún no habían llegado. A menos que ya estuvieran dentro…

Según el plan, a las once y media ya tenían que haber llegado todos. Solo eran las once y cuarto.

La cola avanzaba despacio. Los sábados eran días de gran afluencia a los museos. Siete minutos después estaban en otra cola, esta vez para comprar las entradas.

Jac había visitado muchas veces aquel museo con su madre, gran admiradora de los Monet. Desde su última visita, sin embargo, lo habían renovado, y en vez de un interior oscuro y algo destartalado, se encontró una entrada inundada de luz matinal. La diferencia era desconcertante. El corazón de Jac golpeaba contra su caja torácica. Se tapó la cara con la bufanda blanca que se había puesto esa mañana alrededor del cuello, rociándola con el perfume de su madre: quería tenerla cerca en un día tan difícil.

También aquella cola avanzaba despacio. Miró a su alrededor. Seguía sin verse ni rastro de Robbie ni de Malachai.

—¿Dónde están? —preguntó.

Griffin le pasó un brazo por los hombros.

—Todo irá bien.

Sin embargo, no podía dejar de preocuparse.

—¿Y si reconocen a Robbie antes de que llegue?

—Todo irá como una seda.

—No puedes saberlo.

Griffin sacudió la cabeza.

—Sí, sí que puedo. Tu hermano ha demostrado ser un hombre de recursos. Ha conseguido organizar todo esto a treinta metros bajo tierra.

Por fin llegó su turno. Solo tenían delante a una mujer con dos hijas adolescentes, que hablaban en holandés. Jac inclinó la cabeza y aspiró el olor que impregnaba su bufanda.

Tal vez fuera preferible que la policía encontrase a Robbie y le detuviese; al menos así no correría peligro.

—Aquí no pasa nada. ¿Si esperasen al Dalai Lama no habría más vigilantes de servicio, o alguna señal de la visita de un vip?

—Supongo que habrá mucha seguridad de paisano.

Compraron las entradas y fueron a la primera sala, cruzando un control de seguridad no muy exhaustivo.

Jac miró a su alrededor, buscando a Robbie y Malachai entre la multitud.

—Aquí no están —dijo.

—Ya lo sé, Jac, no te preocupes.

—¡Qué gracia! —dijo—. Imposible y gracioso.

Consultó su reloj.

—No hagas eso —dijo él.

—¿El qué?

—Estamos en un museo. En los museos la gente no suele estar nerviosa. Relájate y mira las pinturas.

Jac se crispó y empezó a discutir.

—Respira hondo. —Griffin la cogió por el brazo—. Mira las pinturas, son preciosas. Saldrá todo bien.

Dieron la vuelta lentamente a la sala. Jac trataba de hacer caso a Griffin y examinar los murales. A decir verdad, los colores de Monet tenían efectos calmantes.

Pasaron junto a un grupo de colegialas que miraban la última pintura antes de la salida. Hablaban de zapatos, no de las volutas azules y verdes realzadas con violetas.

Un vigilante las observaba con media sonrisa, meciéndose sobre sus pies.

Rodearon a las colegialas por iniciativa de Griffin, y salieron por la puerta. En ese momento, sin querer, Jac miró al vigilante, que se dio cuenta y la siguió con la vista.

54

10.49 h

El chófer se encontró con Malachai en la puerta principal de la mansión, y levantó el paraguas para proteger al psicólogo de la llovizna. Al cubrir los pocos pasos que llevaban de la calle al coche, Leo inclinó hacia delante el paraguas negro de seda, convirtiéndolo en un escudo.

—El inspector ha insistido en esperarle dentro del coche —susurró—. No he tenido alternativa.

Malachai se deslizó en el blando asiento de cuero, fingiendo sorpresa al ver a Marcher. Aquel encuentro era una posibilidad con la que contaba desde su llegada a París; y aunque hubiera esperado contra todo pronóstico poder evitarlo, le sorprendía un poco que las autoridades francesas hubieran tardado tanto tiempo en tenderle una emboscada.

—Inspector Marcher… Normalmente a quien visita es a Jac. ¿A qué debo el placer de su compañía?

—Buenos días, doctor Samuels —dijo el inspector en un inglés con acento—. Esperaba darle alcance. Le he pedido a su chófer que nos lleve a mi oficina.

—Me pilla en mal momento. Tenía una cita —dijo Malachai—. ¿Es oficial?

El inspector evitó contestar a la pregunta.

—Pues entonces, le pido disculpas de antemano. Es posible que llegue con algo de retraso.

Malachai quiso protestar, pero le interrumpió el teléfono del inspector, que lo sacó de su bolsillo y miró el número.

—Perdone, pero tengo que contestar.

Empezó a llover más fuerte. El tráfico se colapsó. Malachai miraba por la ventanilla, mientras escuchaba al inspector e intentaba traducir sus palabras. Tuvo claro que la policía había encontrado a una testigo de un delito en el Marais. Lo que ya le pareció más dudoso fue que la mujer en cuestión estuviera pidiendo que le comprasen un mono a cambio de colaborar. A pesar de todo, el estropicio de la traducción le hizo reír entre dientes.

Las gruesas gotas que impactaban en la ventanilla emborronaron el paisaje.

El inspector colgó y se encogió de hombros.

—Perdone, pero es que la llamada reclama un seguimiento. Dentro de un momento estoy por usted.

Mientras Marcher marcaba el número, Malachai echó un vistazo al reloj del salpicadero. Se habían desviado cinco minutos, y estaban en un embotellamiento. Era un desastre. Según el plan que él, Jac y Griffin habían trazado por la noche, Malachai tenía que llegar al museo a las once y cuarto. Sería su última oportunidad para convencer a L’Etoile de que le vendiera a él los instrumentos en vez de dárselos al Dalai Lama.

Si llegaba tarde, perdería otra oportunidad de hacerse con el premio. ¿Cuántas le quedarían?

Se estaba dejando llevar por los nervios. Sacó unas cartas del bolsillo de su americana y las barajó. Aunque valieran miles de dólares, estaban hechas para jugar, ser valoradas y disfrutadas. El movimiento hizo brillar sus cantos dorados.

Volvió a mirar el salpicadero. Había pasado otro minuto y el tráfico seguía tan congestionado como antes. El inspector no paraba de parlotear.

El reencarnacionista contuvo un suspiro. Ya estaba cansado de gendarmes, inspectores de la Interpol, agentes del FBI, detectives de Delitos Artísticos y la policía de Nueva York. Desde 2007 había recibido una atención exagerada por parte de las autoridades; por desgracia, una vez que te tenían en el radar, no había escapatoria.

Apoderarse de uno de los instrumentos de memoria supondría la culminación de su carrera; por eso seguía a donde fuera los rumores cada vez que aparecía algún objeto que pudiera serlo, y aunque él no fuera el único que codiciase esas antigüedades, se encontraba una y otra vez en el centro de incidentes e investigaciones internacionales. No podía reprocharles ser a menudo el primer sospechoso, y el último en ser absuelto.

Comprobó una vez más el reloj del tablero. Habían pasado dos minutos. Solo le quedaban diez para llegar al Orangerie. ¿Cuánto durarían las preguntas de Marcher? ¿Cuántas cosas podía preguntarle? Él no había hecho nada ilegal desde que estaba en París, ni había visto a nadie excepto a Jac y Griffin (y Leo, el chófer). Que él supiera, desde su llegada no se había cometido ningún delito. La noche de la desaparición de Robbie, y del asesinato, él estaba en Nueva York.

Por una vez, casi agradecía que el FBI tuviera vigilados su domicilio y su oficina, porque probablemente ya hubieran confirmado que hasta hacía cuarenta horas estaba tranquilamente en su piso, sin haber salido de Estados Unidos.

Controló la hora, mientras Leo se abría paso por un tráfico lento. ¿Y si abría la puerta y se iba corriendo? Dejar al tonto del inspector en el Mercedes, y coger un taxi… No, con lluvia no había taxis. ¿Podía llegar caminando al Orangerie?

Fuera, el cielo se oscureció. El gris oscuro de las nubes se volvió más denso. La poca luz diurna que quedaba desapareció, dejando paso a una oscuridad de mal agüero.

Leo dobló por una esquina. Los edificios de piedra de la callejuela estaban en penumbra. Un trueno. El techo del coche recibió un chaparrón que resonó por todo el interior.

Incluso Malachai, con su fe en lo imposible, se dio cuenta de que estaba demasiado lejos, sin tiempo para llegar puntualmente al museo.

El inspector cerró su teléfono.

—Visto que no hemos podido hablar en absoluto, le agradecería que subiera conmigo.

—¿Tengo elección? Es que esta mañana no tenía apuntado en la agenda hablar con la policía.

—Sí, ya me ha dicho que tenía que estar en otro sitio. ¿Puede decirme dónde está citado?

—Estaba. Dónde estaba. Ahora ya no llego a tiempo.

—¿Dónde había quedado?

—Es un asunto privado.

Las cejas de Marcher se arquearon.

—Dicho así, suena sospechoso.

—No, suena privado. Ni soy ciudadano francés ni he participado en ningún delito cometido desde que estoy en París; al menos que me conste. ¿O me equivoco?

—Está en París por la desaparición de Robbie L’Etoile, ¿correcto?

—Sí, porque tanto él como su hermana son amigos míos, y quería ofrecerles mi ayuda.

—Robbie L’Etoile es uno de los principales sospechosos de un asesinato.

—Eso fue días antes de mi llegada.

El chófer avanzaba con gran lentitud.

—Tendré que insistir en que suba conmigo.

—¿Aunque acabe de decirle que he venido a París para ofrecer mi apoyo a una amiga muy querida?

—Estoy seguro de que su apoyo es muy valioso para mademoiselle L’Etoile, pero el asesinato se produjo de resultas de un intento de robo que sí guarda relación con usted.

—Me parece que se equivoca.

—Los fragmentos de cerámica egipcia antigua que han desaparecido al mismo tiempo que monsieur L’Etoile llevan inscripciones poéticas que hacen referencia a la reencarnación.

—Pura coincidencia —dijo Malachai, sonriendo con tristeza.

Que se lo creyera el inspector. Malachai sabía que no, que no existían las coincidencias.

55

11.21 h

Jac vio a su hermano en la segunda de las salas de Monet, frente a uno de los murales azules y verdes. Estaba escribiendo en una libreta. Se había aseado y llevaba la ropa que le habían dado ella y Griffin a primera hora; lo que no había podido disimular eran los morados de la mejilla.

Dada la necesidad de aparentar que solo visitaban el museo, Jac trató de concentrarse en la pintura que estudiaba Robbie, pero su mirada no fue más allá de la cabeza inclinada de su hermano, el cual seguía con sus anotaciones. Aparte de ellos, en la sala había unas veinte personas: algunas verdaderamente absortas en las obras de arte, y otras que pasaban de largo con una simple ojeada.

No había nadie con aspecto sospechoso que pareciera vigilarles a ella o a Robbie. En cuanto a Malachai, no se le veía por ninguna parte.

Robbie se guardó el bolígrafo y la libreta en el bolsillo. Después se giró y salió de la sala.

Sesenta segundos más tarde le siguieron Jac y Griffin.

Le encontraron en el nivel inferior, en las salas de exposiciones temporales. Allí, los rótulos estaban en francés y en chino. Jac se los tradujo a Griffin.

—«Nuevos maestros del antiguo arte de la caligrafía.»

Los dibujos, predominantemente en blanco y negro, y hechos con pluma y tinta, contrastaban al máximo con los azules, verdes, lavandas, rosas y limones de las obras maestras impresionistas del piso de arriba, tan relajantes.

Tampoco allí estaba Malachai. ¿Dónde se había metido? ¿Podrían orquestarlo todo sin él? El plan era ser tres, para ayudar al hermano de Jac a hacer su donativo sin que interviniera la policía ni nadie más.

Mientras esperaban, Jac miró las obras de caligrafía, examinando los caracteres extranjeros; e incluso en su estado de nerviosismo reconoció la belleza del trazo y la elegancia de la distribución. Daba igual que no entendiera las palabras; sabía que eran poesía, y le dieron un respiro.

Levantó la vista al sentirse observada.

Al otro lado de la sala había un grupo de siete u ocho jóvenes asiáticos de ambos sexos, ninguno de los cuales, curiosamente, examinaba las obras de arte. Todos observaban al público. ¿Quiénes eran? ¿Por qué estaban allí? No podían haber venido para conocer al Dalai Lama, puesto que su visita no era pública… Uno del grupo la miraba.

El joven inclinó la cabeza. Su mirada iba y venía desde Jac al dibujo en el que se había detenido ella. Sonrió. Su expresión exudaba tal alegría inocente, que Jac no tuvo dudas de que era el autor. Se fijó en el texto de debajo del marco, y leyó su nombre:

«Xie Ping

Nanjing, China»

Volvió a fijarse en Xie. Ya no la miraba a ella, sino a algo situado a sus espaldas. La alegría de su rostro se había convertido en inquietud. Jac sintió un escalofrío.

Al girarse, vio entrar a una docena de hombres en formación cerrada, todos con el mismo tipo de uniforme oscuro. No eran visitantes. Inexpresivos y cautos, pero con la situación muy controlada, hicieron un barrido visual de la sala sin pasar nada por alto.

Griffin, junto a Jac, también les observaba. Jac miró hacia el otro lado de la sala. Todos estaban concentrados en la aproximación de la falange, incluido su hermano.

Al entrar en la sala, el círculo se dividió, y en el interior del espacio que protegían apareció un hombre calvo, con gafas y una túnica de color azafrán. Antes de examinar cualquier obra de arte, Su Santidad se inclinó ante el público, sin perder la sonrisa. Acto seguido, procedió al escrutinio de la exposición, empezando por la primera obra.

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