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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (42 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Griffin se quedó inmóvil, en estado de alerta, observando. Jac podía percibir la tensión y la concentración de él. El arqueólogo miró hacia el público con atención, y ella también, buscando a alguien que pudiera tener a Robbie en el punto de mira, o incluso a ellos.

Si alguien había descubierto su plan, esa persona seguro que actuaría con mucha precaución. Pero era imposible que alguien estuviera al corriente, ¿verdad? De hecho, ni siquiera Robbie había conocido la hora y el lugar del encuentro hasta aquella misma mañana.

El Dalai Lama dedicó al menos treinta segundos al primer dibujo. Se acercó mucho, y después se apartó. Gesticulando, señaló la esquina superior izquierda y dijo algo a uno de sus acompañantes. Su Santidad irradiaba un placer tan puro, que desde el lado opuesto de la sala Jac lo percibió, y por unos instantes llegó a pensar que todo saldría bien, a fin de cuentas.

Miró con disimulo a Robbie, que le sonrió. También él lo sentía.

El monje del centro budista había dado instrucciones sencillas a Jac y Griffin:

«Esperen a que Su Santidad haya acabado de mirar las pinturas y empiece a hablar con los visitantes. Entonces, indíquenle a su hermano que se acerque y le diga su nombre a Su Santidad. El Dalai Lama y sus guardianes Dhob-Dhob ya estarán informados, y sabrán que Robbie tiene un regalo que hacerle. Lo cogerá uno de los guardianes».

El religioso, de edad avanzada pero gran vitalidad, siguió su recorrido por la sala, examinando las obras de arte y deleitándose en ellas. Su estado de ánimo era tan contagioso, que la mayoría del público sonreía al mirarle. Jac solo observó una nota discordante entre el grupo de calígrafos asiáticos: dos de los chicos estaban ceñudos, y una de las chicas parecía horrorizada. El hombre mayor junto a Xie Ping dedicaba al Dalai Lama una mirada reverente.

Finalizada la inspección de las obras de arte, Su Santidad se colocó en el centro de la sala, y ahí, de cara al público, juntó las manos e hizo una reverencia. Después se irguió, sonrió y se acercó a la primera persona de la sala por la derecha: una mujer paralizada por la impresión.

—No muerdo —le dijo el Dalai Lama en francés, y se rió al tender los brazos y cogerle las manos.

Después se acercó al siguiente visitante, entre dos guardaespaldas que no se apartaban de su lado. Otros tres le cubrían la espalda. El resto miraba en varias direcciones, vigilando la sala.

Mientras el Dalai Lama seguía circulando entre el público, pasaron dos cosas simultáneamente.

Robbie salió de donde estaba, en el lado izquierdo de la sala, y Xie se destacó del grupo de estudiantes del centro. Ambos se acercaron al Dalai Lama, cada uno por su lado. Los movimientos de Xie eran vacilantes; los de Robbie, más seguros.

Los guardianes estaban pendientes de los dos.

—Pasa algo raro —le dijo Jac a Griffin.

—¿Por qué lo dices?

—No lo sé. Huelo algo.

Miró a su alrededor, buscando entre el público.

La pareja estaba cerca, detrás de un robusto cincuentón. Jac tardó un segundo en cerciorarse. Él llevaba una cazadora y una gorra de Disney con visera. Ella era menuda, con pantalones negros y un impermeable amarillo, y le colgaba una cámara del cuello, como a una turista cualquiera. Su abundante y lustroso pelo negro le llegaba por debajo de los hombros; unos hombros rígidos, como si le doliera algo. Jac percibió el olor de su piel. Lo conocía de algo. Reconoció el toque a especias. El pelo brillaba demasiado. Era una peluca. Eran Ani y el intruso, a quienes Jac había visto por última vez dentro de un pozo de las catacumbas.

Tocó a Griffin con el codo y continuó mirando. Él siguió la dirección de su mirada.

—Voy a dar la vuelta para ver si puedo cortarles el paso por el otro lado —susurró Griffin—. Tú quédate aquí para que no se note que sabemos dónde están.

Y dicho esto se fue. Jac no aguantaba observar sin hacer nada. ¿Y si Ani y su compañero reparaban en Griffin? ¿Y si uno de los dos salía en su persecución, mientras el otro trataba de interceptar a Robbie?

Intentó abrirse paso entre la multitud. Había una pareja que no la dejaba pasar. Les pidió que se apartasen: primero en francés, y al ver que no la entendían, en inglés, pero seguían sin dar muestras de comprenderla. Los apartó y fue hacia su hermano. Caminaba todo lo despacio que podía para no llamar la atención.

—¿Robbie?

Él se giró.

—¿Qué ha…?

Jac le interrumpió.

—Ani y aquel hombre. Están aquí. Seguro que les ha seguido alguien por el túnel y les ha sacado. Griffin intentará evitar que lleguen hasta ti, pero no podemos arriesgarnos. Voy a tropezar. Tú cógeme y haz como si me ayudaras. Luego pásame la cerámica. Nadie verá lo que haces. Deprisa se la llevaré yo, te lo prometo.

Se dejó caer. Robbie la sujetó antes de que llegara al suelo, pasó un brazo por su espalda y le metió la bolsa en el bolsillo de los pantalones.

—Ahora, vete —le susurró ella—. Apártate del Dalai Lama.

Jac dio un paso hacia Su Santidad, mientras Robbie se marchaba en dirección contraria. Su hermana no vio hacia dónde iba. Le tenía a sus espaldas. Jac dio otro paso. ¿Le dejarían hablar los guardianes con el Dalai Lama?

Vio acercarse por la derecha al chico asiático. Los guardianes le observaban, pero sin recelo, como si le esperasen.

«Quizá si…» Más deprisa… «Quizá si…»

Jac chocó con Xie Ping.


Je m’excuse
—dijo, a la vez que deslizaba la cerámica en su bolsillo.

La mirada del joven era honda y penetrante, como si viera a Jac por dentro y reconociese algo en su interior.


Pour le Dalai Lama, s’il vous plaît.
Déselo a Su Santidad, por favor —suplicó en voz baja Jac.

No sabía si el joven hablaba francés. ¿E inglés? Él, sin embargo, cerró los ojos y los abrió rápidamente, como si fuera una respuesta.

Jac estaba bastante cerca para percibir su olor, un aroma tan familiar… Como si ya lo hubiera olido antes, en sueños. Ahora se mezclaba con los que desprendía la cerámica.

El aire cargado de olores temblaba y rompía contra ella.

A través de las sombras, vio que Xie llegaba hasta el Dalai Lama, hacía una reverencia y susurraba algo. Su Santidad levantó un brazo y cogió a Xie. Los guardaespaldas avanzaron de inmediato y les rodearon, ocultando de la vista al anciano y al joven artista.

Dos brazos fuertes sujetaron a Jac por detrás.

—Dámelo —le dijo Ani al oído, mientras le clavaba una pistola en las costillas.

Jac sacudió la cabeza.

—No lo tengo.

—¡Que me lo des!

De pronto, alguien empujó con tal violencia a Jac que la soltó e hizo que se cayera al suelo. Jac olió a cordita, al mismo tiempo que oía la pistola. Era un olor amargo y frío, que se mezcló a los que tenía aún en la memoria: el de Xie y el del antiguo perfume. Después se sobrepuso a ambos el espeso y dulce aroma de la sangre.

56

Xie inclinó la cabeza y susurró su nombre al Dalai Lama. Sintió la mano del venerable personaje bajo la barbilla. El Dalai Lama levantó la cara de Xie, sonrió con gran alegría y le pasó un brazo por el hombro. Su Santidad se giró y susurró algo al guardián que tenía más cerca. En cuestión de segundos, todo el cuadro de vigilantes cerró filas.

De pronto explotó toda la sala. Empezó con un sonido seco, no muy fuerte, pero sí desagradable. Después, gritos. Los guardaespaldas se cerraron todavía más. Xie oyó gritar su nombre. Al mirar por un resquicio del escudo humano, vio que Lan corría hacia él. Al principio pensó que estaba preocupada. Después vio brillar en su mano un cuchillo de cerámica que blandía para abrirse paso por la multitud.

Se produjo un gran tumulto. El público chillaba. Los guardias de seguridad del museo daban órdenes a voz en grito, levantando sus pistolas y tratando de controlar la histeria y mantener al público alejado de los guardianes del Dalai Lama.

Xie vio que Ru, el alumno de quien había sospechado que le espiaba, cogía a Lan del pelo y la derribaba de un solo movimiento de artes marciales, ejecutado con pericia.

Mientras los guardianes Dhob empujaban a Xie y al Dalai Lama en dirección a la salida, Xie logró mirar una vez más hacia atrás. Entre los estudiantes con quienes viajaba había miradas de estupefacción y de horror. Solo el profesor Wu observaba la escena con ecuanimidad, impasible, con la única excepción de una lágrima en su ajada mejilla.

Una vez fuera, le hicieron subir a una limusina con el Dalai Lama, y desde el asiento trasero, por la ventanilla, vio a la mujer de pelo oscuro y ojos muy verdes que había hablado con él. Tenía una mancha roja en su blusa blanca, y más salpicaduras rojas (el color de la tinta que usaba Xie en sus sellos y caligrafía) alrededor del cuello, en la bufanda. Su piel estaba igual de blanca que la tela. Se movía como en trance, con paso fantasmal, siguiendo una camilla.

No lloraba, pero el dolor hacía estragos en su cara.

Xie tuvo ganas de bajar del coche y hablar con ella, por si la podía ayudar y consolar. Después se acordó del paquete, y de la súplica desesperada.

«Déselo a Su Santidad, por favor.»

Tuvo una sensación extraña, pero no de dolor, ni confusión, ni miedo. Era como si pudiera ver más lejos y más profundamente que nunca desde su niñez, la época en que había recordado cosas que no le habían ocurrido como Xie, sino antes de esa vida, cuando era un monje de noventa años que vivía junto a una cascada, a los pies de una alta montaña. Y del hombre que había sido previamente. Recuerdos de todo un mundo onírico de seres, de encarnaciones pasadas.

La reencarnación era inseparable de las enseñanzas que había recibido, pero no era lo mismo aprender que hacer, ni imaginar que conocer.

En el momento en que arrancaba el coche, el Dalai Lama cogió en sus manos las de Xie y le dijo lo contento que estaba de haber recuperado a su hijo espiritual.

—Cuánto tiempo… y cuánto has sufrido. Pero has sido valiente, y lo has hecho bien. Estamos muy orgullosos de ti.

Xie estaba demasiado emocionado para hablar.

—La última vez que te vi tenías seis años. —Su Santidad sonrió—. Un niño muy impetuoso, con el alma de un hombre mucho más instruido que yo.

—Eso no puede ser.

—Yo creo que sí. —La sonrisa del religioso era muy expansiva—. ¿Tienes algo que darme?

Xie asintió con la cabeza y se sacó el paquete del bolsillo.

—En el museo había una mujer que me ha pedido que os diera esto.

El Dalai Lama lo miró.

—¡Qué contento estoy de que hayan triunfado los dos esfuerzos!

—¿Qué es?

—Creo que ya lo sabes. Lo veo en tus ojos.

—¿Algo que ayuda a recordar?

—Eso dicen. Tú estás recordando, ¿verdad?

Xie, que por primera vez en veinte años no tenía que esconder lo que sabía, sentía y veía, asintió.

—¿Y vos?

—No —respondió el Dalai Lama—, pero tampoco me preocupa mucho. Uno de los dos se está acordando: tú. Y contigo basta.

57

Sábado, 19.00 h

Jac no se esperaba tantos tubos y vendas. Aferrada al marco de la puerta, obligó a sus rodillas a que la siguieran sosteniendo, y se forzó a asumir lo peor.

A sus espaldas Robbie emitió un grito de asombro.

—¡Oh, no!

Lo primero que la tranquilizó fue que el pecho de Griffin subiera y bajara un poco bajo la fina sábana blanca, y lo segundo, sentir en su mano la de su hermano. Cruzaron juntos el umbral y entraron en la habitación del hospital.

Se sentaron cada uno a un lado de la cama, en una silla, y empezaron a velar.

La bala que el camarada de Ani reservaba para Jac la había recibido Griffin en la zona carnosa de la parte superior del brazo, y pese a cierta pérdida de sangre, los médicos habían podido extraerla sin problemas. No era una herida que pusiera su vida en peligro.

La caída sí.

La fuerza del disparo había hecho que Griffin se tambaleara de tal modo hasta impactar con el cráneo en una escultura de bronce. Las últimas seis horas habían sido una pesadilla de información superficial, consultas a médicos, cirugía para remediar parcialmente la inflamación del cerebro, grapas para que no se abriera el cráneo y, por último, un coma inducido por fármacos.

Mientras Griffin estaba en el quirófano, el inspector Marcher había llegado al hospital, había interrogado a Robbie y les había tomado declaración a él y a Jac. Les había dicho que pondrían en marcha una investigación oficial, pero que Robbie ya no era sospechoso de homicidio. Estaba claro que sus actos habían sido en defensa propia. Ani Lodro, también conocida como Valentine Lee, y su compañero, conocido como William Leclerc, se encontraban bajo arresto, identificados como miembros de la mafia china, al igual que el falso periodista hallado muerto seis días antes, François Lee. Habían sido contratados para evitar que la cerámica llegase a manos del Dalai Lama.

Jac y Robbie se quedaron sentados en silencio. La luz de la habitación era tenue, marcada por el parpadeo rojo y verde de las máquinas, que pitaban y zumbaban. Todo eran olores médicos, limpios y secos como la ropa de cama.

—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó finalmente Jac a su hermano.

—Esperar.

—Me acuerdo de cuando Griffin me contó que había visto el ajuar de la tumba de Tutankamón: lo monumental que era el sarcófago, la cantidad de oro utilizada, lo mucho que brillaba… Dijo que al ver la momia propiamente dicha, ya no se acordaba de que el rey fuera un ser humano.

La bisagra hidráulica silbó al abrirse la puerta. Se giraron. Era Malachai, con una enfermera que les informó de que solo podía haber dos visitantes a la vez. Robbie se brindó a salir en busca de café.

Al principio, Malachai no se sentó; se colocó detrás de Jac y miró a Griffin.

—¿Cómo está?

—Aún es pronto.

Después miró a Jac.

—¿Y tú cómo estás?

Ella se encogió de hombros.

Malachai movió la silla para sentarse enfrente de Jac, no al otro lado de la cama.

—¿Qué ha pasado en el museo?

Durante unos minutos, Jac narró lo ocurrido durante aquella media hora llena de tensión que había cambiado sus vidas. Mientras tanto, los dos miraron el cuerpo que yacía inmóvil en la estrecha cama.

Jac intentó discernir el olor de Griffin por encima de los del antiséptico, pero no lo consiguió. Era la primera vez en quince años, desde que le conocía, que no podía olerlo.

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