El libro de los muertos (29 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Treinta y seis

La capitana Hayward miró el charco de sangre que había en el suelo de linóleo del despacho, sangre dispersa durante los frenéticos e inútiles esfuerzos del equipo de urgencias por que siguiera latiendo un corazón destrozado por una bala de nueve milímetros lanzada a bocajarro desde una Browning Hi. En ese momento, las brigadas forenses y toda una serie de investigadores especializados de la policía científica sometían el lugar a una atenta inspección, clasificando, etiquetando y guardando cosas en frascos.

Salió del despacho para dejar que los expertos encontraran la lógica de un acto a todas luces sin sentido y trágico. Tenía otra misión: hablar con la víctima de la agresión antes de que se la llevaran al hospital.

Encontró a Nora Kelly en la zona de descanso para los empleados, acompañada por su marido, Bill Smithback; el director del departamento de antropología, Hugo Menzies, y varios técnicos de urgencias, policías y vigilantes del museo. Los de urgencias estaban discutiendo con Nora sobre la conveniencia de ir al hospital a someterse a un chequeo y a algunas curas.

—Quiero que los vigilantes y el personal del museo salgan —dijo Hayward—. Excepto los doctores Kelly y Menzies.

—Yo no me voy —dijo Smithback—. No estoy dispuesto a separarme de mi mujer.

—Bueno, pues quédese —dijo Hayward.

Uno de los técnicos de urgencias, que había estado discutiendo un buen rato con Nora, se inclinó hacia ella para hacer un último intento.

—Oiga, señorita, tiene heridas en el cuello y podría haber sufrido una conmoción. A veces los efectos tardan en manifestarse. Nos la tenemos que llevar para hacerle unas pruebas.

—No me llame señorita, soy doctora.

—El paramédico tiene razón —intervino Smithback—. Tienes que ir, aunque solo sea para un examen rápido.

—¿Rápido? Me pasaría todo el día en urgencias. ¡Ya conoces St. Luke’s!

—Nora, por hoy podemos prescindir de ti —dijo Menzies—. Te has llevado un terrible susto.

—Con todo el respeto, Hugo, sabe tan bien como yo que el doctor Wicherly... ¡Por Dios, pero qué horror!

Nora se atragantó. Hayward aprovechó el silencio para hablar.

—Ya sé que es mal momento, doctora Kelly, pero ¿puedo hacerle unas preguntas?

Nora se secó los ojos.

—Adelante.

—¿Podría explicarme qué ha pasado justo antes del ataque?

Nora respiró profundamente para serenarse y procedió a contar lo sucedido en su despacho diez minutos antes, así como los avances de Wicherly de hacía unos días. Hayward escuchaba sin interrumpirla, al igual que el marido de Nora, Smithback, cada vez más serio.

—Cabrón...—murmuró Smithback.

Nora le hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Hoy le ha pasado algo. No era la misma persona. Parecía que le hubiera dado... una especie de ataque.

—¿Usted qué hacía en el museo tan temprano? —preguntó Hayward.

—Tenía... tengo un día de mucho trabajo.

—¿Y Wicherly?

—Tengo entendido que ha llegado a las tres de la madrugada.

Hayward estaba sorprendida.

—¿Para qué?

—No tengo ni idea.

—¿Ha entrado en la tumba?

Quien respondió fue Menzies.

—Sí. Según el registro de seguridad, ha entrado en la tumba justo después de las tres, se ha quedado media hora y se ha ido. Lo que no sabemos es dónde ha estado entre ese momento y el ataque. Yo he estado buscándolo por todas partes.

—Supongo que antes de contratarlo consultó su currículo. ¿Tenía antecedentes penales? ¿Algún historial de agresiones?

Menzies negó con la cabeza.

—Absolutamente nada.

Hayward miró a su alrededor y comprobó aliviada que habían mandado a Visconti. Le hizo señas de que se acercase.

—Quiero que tomes declaración al doctor Menzies y al vigilante que le ha pegado un tiro a Wicherly —dijo—. A la doctora Kelly ya se la tomaremos cuando vuelva del hospital.

—Ni hablar —dijo Nora—. Estoy preparada para declarar ahora mismo.

Hayward no le hizo caso.

—¿Y el forense?

—Se ha ido al hospital con el cadáver.

—Pásamelo por la radio.

Al cabo de un momento Visconti le dio una radio a Hayward y se llevó a Menzies para tomarle declaración.

—¿Doctor? —dijo Hayward por la radio—. Necesito la autopsia lo antes posible. Quiero que busquen lesiones en el lóbulo temporal del cerebro, especialmente en el córtex frontal ventromedial. No, no soy neurocirujana. Ya se lo explicaré.

Devolvió la radio a Visconti y miró firmemente a Nora.

—Usted se va ahora mismo al hospital. —Le hizo una señal al técnico de urgencias—. Ayúdela a levantarse y vayanse.

Acto seguido se giró hacia Smithback.

—Con usted quiero hablar en privado en el vestíbulo.

—Es que me gustaría acompañar a mi mujer...

—Cuando hayamos hablado lo llevará un coche patrulla con la sirena puesta y todo. Llegará al mismo tiempo que la ambulancia.

Después de decirle unas palabras a Nora, y de darle unas palmadas tranquilizadoras en la espalda, la capitana le hizo una señal con la cabeza a Smithback, invitándolo a salir con ella al vestíbulo. Encontraron un rincón tranquilo, donde Hayward se encaró al periodista.

—Ya hace días que no hablamos —dijo—. Esperaba que tuviera algo que contarme.

Sus palabras parecieron incomodar a Smithback.

—Publiqué el artículo que comentamos, no uno sino dos, pero no he conseguido que aparezca ninguna nueva pista, al menos que yo sepa.

Hayward asintió con la cabeza, esperando. Smithback la miró y desvió la vista.

—He seguido varios rastros, pero como no llevaban a nada... visité la casa.

—¿La casa?

—Sí, la de... él, donde tenía secuestrada a Viola Maskelene.

—¿Entró a hurtadillas? No sabía que hubieran acabado la investigación. ¿Cuándo la desprecintaron?

Smithback cada vez estaba más incómodo.

—Aún estaba precintada.

—¿Qué? —Hayward levantó la voz—. ¿Ha entrado sin permiso en el escenario de un crimen mientras lo investigaban?

—¡Bueno, tampoco es que lo investigaran mucho! —se apresuró a decir Smithback—. ¡En todo el rato que estuve en la casa solo vi a un policía!

—No siga, señor Smithback. No puedo ni quiero permitirle que actúe fuera de la legalidad.

—Pues lo que he descubierto estaba dentro de la casa.

Hayward se quedó callada, mirándolo.

—Bueno, no es nada que pueda probar. En el fondo solo es una teoría. Al principio me pareció algo importante, pero luego... En fin, que por eso no la he llamado.

—Hable.

—Encontré varios abrigos de Diógenes en un armario.

Hayward esperó con los brazos cruzados.

—Había tres que eran de cachemir o de pelo de camello, abrigos caros y elegantes de diseño italiano. Luego había un par de americanas de tweed de esas grandes y pesadas que pican, también caras pero de otro estilo totalmente diferente; como las que llevaría el típico profesor inglés, sabe, ¿no?

—¿Y?

—Ya sé que parece raro, pero las americanas de tweed tenían algo... Digamos que casi parecían disfraces. Como si Diógenes...

—Tuviera un álter ego —dijo Hayward.

Su interés se avivó de golpe al comprender por dónde iban los tiros.

—Exacto. Y ¿qué tipo de álter ego llevaría ropa de tweed? Un profesor.

—O un conservador de museo —dijo Hayward.

—Exactamente. Llegué a la conclusión de que probablemente trabaja de conservador en el museo. Como todo el mundo dice que los diamantes solo se podían robar con ayuda desde dentro... Y Diógenes no tenía ningún cómplice. Por tanto, es posible que el infiltrado fuera él mismo. Ya sé que parece un poco descabellado...

Dejó la frase a medias por inseguridad.

Hayward lo miró con atención.

—Personalmente me parece cualquier cosa menos descabellado.

Smithback la miró con cara de sorpresa.

—Ah, ¿sí?

—Rotundamente sí. Cuadra más con los hechos que cualquier otra teoría que me hayan propuesto. Diógenes es conservador en este museo.

—Pero no tiene sentido... ¿Para qué robó los diamantes... si luego los redujo a polvo y los envió aquí?

—Quizá esté resentido con el museo por motivos personales. Solo lo sabremos cuando le hayamos echado el guante. Felicidades, señor Smithback. Solo una cosa más.

Smithback entornó los ojos.

—Deje que lo adivine.

—Exacto. Esta conversación nunca ha existido. Y mientras yo no diga la contrario, las teorías no pasarán de aquí. No se las cuente ni a su mujer. Y muchísimo menos a
The New York Times.
¿Está claro?

Smithback suspiró y asintió con la cabeza.

—Me alegro. Ahora tengo que encontrar a Manetti, pero antes pediré un coche patrulla para que lo lleve al hospital. —Hayward sonrió—. Se lo ha ganado.

Treinta y siete

Todo estaba en silencio en el gran despacho revestido de madera de Frederick Watson Collopy, el director del Museo de Historia Natural de Nueva York. Ya habían llegado todos: Beryl Darling, la abogada del museo; Carla Rocco, la directora de relaciones públicas, y Hugo Menzies. Eran los únicos que le merecían plena confianza. Todos estaban sentados, mirándolo en espera de que comenzase.

Collopy apoyó una mano en el cuero de la mesa y miró a su alrededor.

—En toda su larga historia —dijo—, el museo nunca había tenido que enfrentarse a una crisis de esta magnitud. Nunca.

Les dejó tiempo para asimilarlo. Su público mantuvo el silencio y la inmovilidad.

—Hemos recibido varios golpes muy seguidos, cada uno de los cuales podría dejar malparada a una institución como la nuestra. El robo y destrucción de la colección de diamantes; el asesinato de Theodore DeMeo; la inexplicable agresión a la doctora Kelly, con la posterior muerte del agresor, el distinguidísimo doctor Adrian Wicherly, del British Museum, a cargo de un vigilante de gatillo fácil...

Una pausa.

—Todo ello cuando faltan cuatro días para una de las inauguraciones más sonadas de la historia del museo, justamente la inauguración con la que se proponía hacer olvidar el robo de los diamantes. La pregunta que les hago es la siguiente: ¿cómo debemos reaccionar? ¿Posponiendo la inauguración? ¿Ofreciendo una rueda de prensa? Esta mañana ya me han llamado veinte miembros del consejo de administración, todos con una opinión distinta, y dentro de diez minutos recibiré la visita de una capitana de Homicidios, una tal Hayward, que estoy convencido de que exigirá que se retrase la inauguración. Lo que debemos hacer nosotros cuatro, aquí y ahora, es definir una estrategia y no desviarnos de ella.

Juntó las manos encima de la mesa.

—¿Tú qué opinas, Beryl?

Collopy sabía que Beryl Darling, la abogada del museo, se expresaría con su habitual claridad.

Darling se inclinó con el lápiz en la mano.

—Yo, Frederick, lo primero que haría es desarmar a todos los vigilantes del museo.

—Ya está hecho.

Darling hizo un gesto de satisfacción con la cabeza.

—Luego, en vez de una rueda de prensa, que se nos podría ir de las manos, haría pública inmediatamente una declaración.

—¿Diciendo qué?

—Haría una exposición pura y dura de los hechos seguida por un mea culpa y unas palabras de profunda compasión hacia las familias de las víctimas: DeMeo, Lipper y Wicherly.

—Perdona... ¿Víctimas, Lipper y Wicherly?

—La expresión de nuestro dolor será estrictamente neutral. El museo no quiere entrar en quién tiene la culpa y quién no. Los hechos debe interpretarlos la policía.

Un silencio gélido.

—¿Y la inauguración? —preguntó Collopy.

—Cancélala. Cierra dos días el museo. Y asegúrate de que ningún trabajador, y digo ninguno, hable con la prensa.

Collopy esperó un momento antes de dirigirse a Carla Rocco, la directora de relaciones públicas.

—Tus comentarios.

—Estoy de acuerdo con la señora Darling. Hay que hacer que la gente se dé cuenta de que es una situación excepcional.

—Gracias. —Collopy se giró hacia Menzies—. ¿Tiene algo que añadir, doctor Menzies?

La serenidad y compostura de Menzies lo impresionaron vivamente. ¡Cuánto le habría gustado tener su sangre fría!

Menzies señaló a Darling y a Rocco con la cabeza.

—Deseó felicitar a las señoras Darling y Rocco por ser tan ponderadas en sus comentarios, los cuales, en cualquier otra circunstancia, serían excelentes consejos.

—Pero usted no está de acuerdo.

—No, en absoluto.

Los ojos azules de Menzies, tan llenos de calma y de seguridad, causaron un gran efecto en Collopy.

—Adelante, pues.

—Me resisto a contradecir a mis colegas, cuyos conocimientos y experiencia son en este aspecto superiores a los míos.

Menzies miró humildemente a su alrededor.

—Le he pedido que se exprese con franqueza.

—De acuerdo. Hace seis semanas robaron y destruyeron la colección de diamantes del museo. Ahora un miembro de una empresa subcontratada, que no un empleado del museo, ha matado a un colaborador, y un asesor de nuestra institución, cuyo contrato solo era temporal, ha atacado a una de nuestras mejores conservadoras y ha sido abatido por un vigilante durante la refriega. Y yo les hago una pregunta: ¿qué tienen estos hechos en común?

Menzies miró inquisitivamente a los demás.

Nadie respondió.

—¿Señora Darling?—insistió él.

—Pues... nada.

—Exacto. En Nueva York, durante el mismo período de seis semanas, se han producido sesenta y un homicidios, quinientas agresiones e infinidad de delitos y faltas. ¿El alcalde ha cerrado la ciudad? No. ¿Qué ha hecho? Dar una buena noticia: ¡que el índice de criminalidad ha bajado un cuatro por ciento respecto al año pasado!

—¿Y usted qué «buena noticia» daría, doctor Menzies? —dijo Darling, arrastrando las palabras.

—Que a pesar de los últimos acontecimientos la gran inauguración de la tumba de Senef sigue en el programa y no habrá cambio de planes.

—¿Así, como si no hubiera pasado nada?

—No, claro que no. Hagan una declaración pública, pero no olviden señalar que estamos en Nueva York y que el museo es tan grande que ocupa más de once hectáreas de Manhattan, con dos mil empleados y cinco millones de visitantes anuales, circunstancias en las que lo sorprendente es que no se produzcan más crímenes. No dejen de subrayar bajo ningún concepto este último punto: que no son crímenes relacionados entre sí, sino aleatorios, y que todos están resueltos. Los culpables están detenidos. Ha sido una simple mala racha.

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