Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
—Si no le importa me quedaré un poco más con ella, doctor —dijo Doris Green.
Treinta horas antes de la gran inauguración, la tumba de Senef parecía un panal de avispas enfadadas, pero el enjambre ya no estaba formado de simples conservadores, electricistas, carpinteros y técnicos. Ahora había un nuevo componente en el cóctel. Al acercarse a la Sala de los Carros por el Segundo Tránsito del Dios, Nora topó con focos de televisión y con un grupo de hombres que instalaban cámaras y micros al fondo de la sala.
—¡Por aquí, joven! ¡Por aquí!
En un lado había un hombre delgado y de nalgas prietas, con una cazadora de pelo de camello y una pajarita amarilla con puntitos; sus manos esbeltas gesticulaban como locas en dirección a un corpulento técnico de sonido. Nora pensó que debía de ser el director de cine Randall Loftus, de quien Menzies le había hablado hacía poco. Tras el sonado éxito de su serie de documentales
The Last Cowboy on Earth,
Loftus había producido diversos documentales para la televisión pública, todos premiados.
Al acercarse, el guirigay de voces se hizo más estridente.
—Sí... Sí... Uno... Dos...
—¡Buf! ¡Esto tiene una acústica pésima!
Loftus y su equipo lo estaban preparando todo para retransmitir el estreno del espectáculo de luz y sonido la noche de la inauguración. La emisora local de la PBS, la red pública de televisión, cuyos planes eran cubrir la inauguración en directo, había puesto un gran empeño en la distribución del programa con el objetivo de que se emitiera no solo en la mayoría de las cadenas afiliadas a la red en todo el país, sino por la BBC y la CBC. El responsable de aquel éxito de relaciones públicas, previa inversión de considerable energía, era el propio Menzies. Nora comprendía que la atención internacional podía significar un gran paso en la recuperación de prestigio del museo, pero el resultado era un caos total y absoluto en el momento más inoportuno. Todo el suelo estaba lleno de cables en los que tropezaban los ayudantes encargados del transporte de antigüedades egipcias de valor incalculable. Los focos, con su gran intensidad, no hacían más que agravar el calentamiento de los aparatos electrónicos y de las decenas de personas que corrían frenéticamente de un lado para otro como si estuvieran dominadas por una especie de pánico controlado. Los tubos del aire acondicionado zumbaban en un vano esfuerzo por disminuir la temperatura de la exposición.
—En aquel rincón quiero dos Mole Baby de quince centímetros y un kilovatio —dijo Loftus—. ¡A ver si cambia alguien ese jarrón de sitio!
Nora se acercó a paso veloz.
—¿El señor Loftus?
Él se giró, forzando la vista por encima de las lentes de sus gafas John Mitchell.
—Sí.
Nora le tendió animosamente la mano.
—Soy la doctora Kelly, la comisaria de la exposición.
—¡Ah! Claro, claro. Randall Loftus. Encantado.
Loftus ya empezaba a girarse.
—Perdone, señor Loftus, pero ha dicho algo sobre mover un jarrón. Supongo que entiende que los únicos autorizados para mover o tocar algo son los empleados del museo.
—¿Que no se puede mover nada? Entonces, ¿cómo monto todo esto?
—Pues me temo que tendrá que aprovechar los huecos.
—¡Aprovechar los huecos! Nunca me habían pedido trabajar en estas condiciones. Esta tumba es como una camisa de fuerza. No puedo conseguir ángulos buenos o distancia. ¡Es imposible!
Nora le obsequió con una sonrisa luminosa.
—Con su talento, estoy segura de que encontrará la manera de que salga bien.
La sonrisa no surtió ningún efecto, pero al oír la palabra «talento» Loftus dio muestras de reflexionar.
—Soy una gran admiradora de sus películas —insistió Nora, percibiendo un flanco débil—. Personalmente estoy encantada de que haya aceptado dirigir el programa. Y sé que si hay alguien capaz de conseguir que salga bien es usted.
Loftus se tocó la pajarita.
—Muchísimas gracias. Con halagos se consigue todo.
—Quería presentarme y ofrecerle mi ayuda.
Loftus se giró bruscamente hacia un rincón en penumbra para gritar a alguien que se tambaleaba sobre una escalera.
—¡No, esa luz no, la otra, el foco LTM Pepper! Lo quiero montado en el raíl del techo, con giro completo.
Se volvió de nuevo hacia Nora.
—Es usted un encanto, pero no tenemos más remedio que mover de sitio el jarrón.
—Lo siento —dijo ella—, pero aunque quisiéramos no hay tiempo para mover nada. El jarrón es de hace tres mil años y tiene un valor incalculable. No se puede mover como si fuera cualquier cosa. Hacen falta determinados instrumentos, conservadores especializados... Ya se lo he dicho. Tendrá que amoldarse a lo que hay. Yo le ayudaré en todo lo que pueda, pero esto no puedo hacerlo. Lo siento.
Loftus respiró hondo.
—No puedo trabajar a su alrededor. Es un jarrón tan gordo y tan horrible.
Como Nora no contestaba, el director hizo un gesto con la mano.
—Se lo comentaré a Menzies. Así no hay quien pueda, la verdad.
—Bueno, me voy, seguro que tiene tanto trabajo como yo —respondió ella—. Le repito que si necesita algo solo tiene que decírmelo.
Loftus se giró inmediatamente para cebarse en otro pobre ayudante de producción que trabajaba medio a oscuras.
—El trípode va donde está la cinta. En el suelo. ¡Cuidado, la estás pisando! ¡Mira hacia abajo! Pero ¡por Dios, la tienes entre las piernas!
Nora salió de la Sala de los Carros en dirección a la cámara sepulcral y dejó atrás a Loftus con sus gesticulaciones. Los conservadores ya habían acabado de colocar todas las piezas en la cámara, que era el último pulso. Nora quería comparar el texto de los rótulos con el original. Había un grupo de técnicos trabajando en las máquinas de niebla, dentro del gran sarcófago de piedra. Durante el día habían hecho un ensayo general de todo el espectáculo de luz y sonido, y Nora tenía que reconocer que estaba muy bien. Wicherly podía ser un desgraciado, y probablemente un perturbado, pero también era un egiptólogo brillante a la par que un magnífico escritor. El guión era un
tour de forcé
espectacular. El final, cuando Senef resucitaba de repente saliendo de la niebla, no había quedado nada cutre. Wicherly había conseguido incluir bastante información en el espectáculo. Además de divertirse, la gente saldría más instruida.
Hizo una pausa. Qué raro que un arqueólogo tan competente pudiera trastornarse en un momento... Se frotó inconscientemente el cuello, que aún estaba amoratado y dolorido. Después de aquella escena seguía incomodándola volver a su laboratorio. Era algo extraño, trágico, inexplicable... Ya lo digeriría después de la inauguración.
Sintió que le tocaban suavemente el hombro.
—La doctora Kelly, supongo.
Era una voz un poco ronca, de contralto, con un acento inglés de clase alta.
Al girarse se encontró cara a cara con una mujer alta, con un largo y brillante pelo negro, pantalones viejos de loneta, zapatillas deportivas y una camisa de trabajo manchada de polvo. Evidentemente era del grupo de los operadores, pero Nora nunca la había visto. Con ese físico se habría acordado. Sin embargo, al mirarla tuvo la impresión de que la conocía.
—Sí, soy yo —dijo Nora—. ¿Y usted...?
—Viola Maskelene. Soy egiptóloga, la nueva conservadora temporal de la exposición.
La mujer tendió la mano, y al coger la de Nora la estrechó con gran vigor. Fue el musculoso apretón de una mano un poco encallecida, cuya dueña —si no mentían el color moreno de su piel, ni su aspecto espigado, por no decir curtido— pasaba mucho tiempo al aire libre.
—Encantada de conocerla —dijo Nora—. No la esperaba tan pronto.
—Para mí es un gran placer —dijo Maskelene—. Teniendo en cuenta los elogios del doctor Menzies, y lo encantados que están todos con usted... Ahora mismo el doctor Menzies está muy ocupado, pero me apetecía bajar a conocerla. ¡Y a ver esta maravillosa exposición!
—Ya ve que trabajamos contra reloj.
—Seguro que lo tiene todo controlado. —Maskelene miró a su alrededor con cara de satisfacción—. Me sorprendió tanto recibir la invitación del museo... No imagina lo feliz que estoy de haber venido. Las tumbas de la XIX dinastía son mi especialidad. Aunque parezca mentira, la de Senef nunca ha sido estudiada ni publicada, y eso que parece que contiene uno de los textos más completos del Libro de los muertos de que se tiene constancia. ¡De hecho la mayoría de los expertos ni siquiera saben que existe! Yo siempre había creído que era un simple rumor, una leyenda urbana como el de los cocodrilos en las alcantarillas. Es una oportunidad increíble.
Nora sonrió y asintió con la cabeza, observando atentamente a la egiptóloga. Estaba sorprendida por la rapidez con la que habían sustituido a Wicherly —a los pocos días de su fallecimiento—, aunque bien pensado, con la inauguración en ciernes, para el museo era una necesidad perentoria disponer de un egiptólogo durante toda la exposición.
Viola miraba la tumba con asombro, ajena al ruido y al caos.
—¡Qué tesoro!
Su actitud animosa agradó a Nora. Aquél entusiasmo abierto y franco era mil veces preferible a oír pontificar a un típico y vetusto profesor.
—Acabo de revisar la colocación de las piezas y de hacer las últimas comprobaciones del texto de los rótulos —dijo Nora—. ¿Le apetece acompañarme? Quizá vea algún error...
—Encantada —dijo Viola con efusividad—, pero si lo hizo Adrian seguro que está todo bien.
Nora se giró.
—¿Se conocían?
La expresión de Viola se entristeció.
—Los egiptólogos formamos un club bastante reducido. Ya me ha contado el doctor Menzies lo que pasó. No lo entiendo. ¡Qué susto debió de llevarse!
Nora se limitó a asentir.
—A Adrian lo conocía profesionalmente —dijo Viola, moderando su tono—. Como egiptólogo era muy bueno, aunque se las daba de gran seductor. Pero nunca se me habría pasado por la cabeza... Qué experiencia tan horrible...
Se calló.
Por unos instantes reinó un silencio incómodo, hasta que Nora hizo el esfuerzo de seguir hablando.
—Lo que ha dejado es muy valioso —dijo—. Me refiero a su trabajo para la exposición. Por otro lado, aunque suene cruel, el espectáculo debe seguir.
—Supongo —contestó Viola. Se animó un poco—. Me han dicho que el espectáculo de luz y sonido es sensacional.
—Hay prácticamente de todo, hasta una momia que habla.
Viola se rió.
—¡Parece genial!
Mientras seguían caminando, Nora aprovechó las consultas al portapapeles para observar de reojo a Viola Maskelene, que estaba muy atenta a las vitrinas llenas de piezas arqueológicas.
Se detuvieron delante de un canope espectacular.
—Me temo que esto pertenece a la XVIII dinastía —dijo Viola—. Un poco anacrónico en comparación con el resto de las piezas.
Nora sonrió.
—Ya lo sé. Como no teníamos todas las piezas de la XIX dinastía que necesitábamos, nos permitimos la licencia de ampliar un poco el marco temporal. Adrian nos explicó que en muchas tumbas se incluían piezas antiguas, incluso en la época de los faraones.
—¡Sí, es verdad! Perdone el comentario. Es que soy un poco maniática con los detalles.
—Pues es justo lo que necesitamos, alguien maniático con los detalles.
Dieron toda la vuelta por la cámara sepulcral. Mientras Nora tachaba entradas en su lista, Viola analizaba la rotulación y examinaba los objetos.
—¿Sabe leer los jeroglíficos? —preguntó Nora.
Viola asintió con la cabeza.
—¿Cómo interpreta la maldición de encima de la puerta, la del Ojo de Horus?
Una risa.
—Es de las más desagradables que he visto.
—Ah, ¿sí? Creía que lo eran todas.
—Al contrario. Muchas tumbas egipcias ni siquiera están protegidas con maldiciones. No hacía falta, puesto que todo el mundo sabía que saquear la tumba de un faraón era robar a los propios dioses.
—Entonces, ¿por qué en esta tumba pusieron una maldición?
—Supongo que porque Senef, a diferencia de los faraones, no era un dios, y es posible que le pareciera necesario reforzar la protección con un conjuro. Esa imagen de Ammut... ¡Buf! —Viola se estremeció—. Ni Goya lo habría hecho mejor.
Nora echó un vistazo a la pintura y asintió muy seria.
—Me han dicho que ya se ha corrido la voz sobre la maldición —dijo Viola.
—Sí, empezaron los vigilantes y ahora en el museo no se habla de otra cosa. Hasta hay algunos empleados de mantenimiento que se niegan rotundamente a entrar en la tumba a determinadas horas.
Al rodear una pilastra se encontraron a una mujer vestida con un traje gris arrodillada en el suelo de piedra, rascando el polvo de una grieta para meterlo en un tubo de ensayo. Cerca había un hombre con bata blanca organizando algo que parecían muestras en un laboratorio químico portátil.
—Pero ¿qué hace esta mujer? —susurró Viola.
Nora nunca la había visto. En todo caso no parecía una empleada del museo, sino una policía.
—Vamos a averiguarlo. —Se acercó—. Hola. Soy Nora Kelly, la comisaria de la exposición.La mujer se levantó.
—Yo soy Susan Lombardi, de la Dirección de Seguridad y Salud Laboral.
—¿Podría decirme qué están haciendo?
—Pruebas, por si hay algún riesgo ambiental. Toxinas, microbios... Ya sabe.
—¿En serio? ¿Es necesario?
Lombardi se encogió de hombros.
—Lo único que sé es que lo ha pedido la policía de Nueva York y que es urgente.
—Ya. Gracias.
Nora se giró y la dejó seguir con su trabajo.
—Qué raro... —dijo Viola—. ¿De qué tienen miedo, de que haya alguna enfermedad infecciosa que pueda ser endémica a la tumba en sí? Se sabe que algunas tumbas egipcias han albergado antiguos virus y esporas de hongos.
—Supongo que sí. Lo raro es que no me lo hayan dicho.
Viola, sin embargo, ya le había dado la espalda.
—¡Mire, mire! ¡Qué maravilla de recipiente para ungüento! ¡Es mejor que todo lo que hay en el British Museum! —Corrió hacia una vitrina grande que contenía una pieza tallada en alabastro blanco, adornada con pinturas y con un león agazapado en la tapa—. Pero ¡si lleva el cartucho del mismísimo Tutmosis!
Empezó a examinarlo de rodillas, absorta.
Viola Maskelene tenía un toque de espontaneidad y hasta de rebeldía que eran refrescantes. Fijándose en sus pantalones viejos de loneta, en su cara sin maquillar y en su camisa de trabajo llena de polvo, Nora se preguntó si pensaba usarlos como uniforme de diario en el museo. Su imagen estaba en el extremo opuesto de la del típico arqueólogo británico estirado.