Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
Había estado a punto de matarlo. Dos veces. Si hubiera tenido otra pistola... y mejor puntería... Si hubiera tardado una milésima de segundo menos con el escalpelo... Ya estaría muerto.
Pero se le había escapado. Había perdido su única oportunidad.
Con las manos aferradas a la pila, contempló fijamente sus ojos inyectados en sangre. Tenía la convicción de que todo terminaría ahí. Diógenes escaparía en taxi, tren o avión y cruzaría una docena de fronteras por toda Europa hasta recalar en algún lugar, con otra identidad, planeados con esmero. Sería en Europa, de eso estaba segura; certeza que por otro lado de bien poco servía. Podría tardar toda una vida en encontrarlo. Incluso más.
Claro que era de lo que disponía ella, de toda una vida... Y cuando lo encontrase lo reconocería. Los disfraces de Diógenes siempre eran muy hábiles, pero ningún disfraz podía engañarla. Lo conocía. Aunque cambiara todo su aspecto —la cara, la ropa, la voz, el lenguaje corporal— había dos cosas que no podía cambiar. La primera, su estatura. La segunda, y más importante, algo que Constance estaba segura de que Diógenes no tenía en cuenta: su peculiar olor. Un olor que ella tenía muy presente en el recuerdo, extraño, embriagador, como de regaliz con un matiz soterrado, punzante y oscuro de hierro.
Toda una vida... Sintió una oleada de desesperación que la hizo tambalearse delante de la pila.
¿Y si se había dejado alguna pista con las prisas? Claro que eso requeriría volver a Nueva York, y para entonces el rastro se habría enfriado demasiado...
¿Alguna referencia hecha sin darse cuenta delante de Constance? No parecía muy probable. Él siempre era tan cuidadoso... Aunque teniendo en cuenta que esperaba que Constance se matase, también era posible que hubiera bajado un poco la guardia...
Salió del lavabo y se sentó en el borde de la cama. Lo primero que hizo fue una pausa, para despejarse al máximo. Después rememoró las primeras conversaciones en la biblioteca de Riverside Drive 891. Fue un ejercicio mortificante, agónico, como arrancar una venda en la carne viva del recuerdo, pero Constance se obligó a seguir, invocando lo primero que se habían dicho y los primeros susurros de Diógenes.
Nada.
Pasó a los últimos encuentros, a los libros que él le había regalado y a sus disquisiciones decadentes sobre la vida sensual, pero seguía sin aparecer ningún indicio geográfico.
«En mi casa, la de verdad, la que me importa, tengo una biblioteca...» ¿Sería una mentira cínica, como todo lo demás? ¿O encerraba algún atisbo de verdad?
«Vivo cerca del mar. Si me siento en esa sala con todas las luces y las velas apagadas, escuchando el fragor del oleaje, me convierto en pescador de perlas...»
Una biblioteca en una casa junto al mar. No la ayudaba mucho. Reprodujo las palabras una y otra vez, infatigablemente, pero Diógenes había tenido el máximo cuidado en ocultar cualquier detalle personal a excepción de las mentiras que tan diestramente urdía, como las cicatrices del supuesto suicidio.
¡Las cicatrices del suicidio! Constance comprendió que en su repaso memorístico había evitado inconscientemente lo que potencialmente podía ser más revelador, algo en lo que por otro lado no soportaba volver a pensar. Revivir sus últimas horas juntos —cuando se le entregó— casi sería tan doloroso como la primera lectura de la carta.
Sin embargo, volvió a adueñarse de ella una gran frialdad. Se acostó lentamente en la cama y clavó la vista en la oscuridad, recordando nítida y dolorosamente cada detalle.
En un instante de pasión, Diógenes le había murmurado unos versos al oído. Eran en italiano.
Ei s’immerge ne la notte
,
Ei s’aderge in ver’ le stelle..
.
Se sumerge en la noche
,
se yergue a las estrellas
.
[18]
Constance sabía que era un poema de Carducci, pero nunca lo había estudiado a fondo. Quizá fuera el momento.
Se incorporó demasiado deprisa, lo que le provocó una punzada de dolor en la oreja que la hizo estremecerse, y fue al lavabo a ocuparse de la herida. La limpió a fondo, aplicó una crema antibiótica y la vendó lo más discretamente que pudo. Al acabar se desvistió, se bañó deprisa, se lavó el pelo y se puso ropa limpia. El siguiente paso fue meter el trapo, la toalla y la ropa manchada de sangre en una bolsa de basura que encontró al fondo del armario de la habitación. Recogió sus artículos de tocador y volvió a meterlos en la maleta. Después sacó una bufanda limpia y se la puso alrededor de la cara.
Cerró la maleta y las correas. Después cogió la bolsa de basura y bajó a la recepción del convento. La monja, que era la misma de antes, casi pareció asustarse ante su brusca reaparición.
—¿La
signora
tiene algún problema con la habitación?
Constance abrió el billetero.
—
Quanto costa? ¿
Cuánto es?
—
Signora,
si hay algo que no le guste lo solucionaremos enseguida.
Sacó un billete arrugado de cien euros y lo dejó en el mostrador.
—Es demasiado para no haber pasado ni una noche...
Constance, sin embargo, ya había desaparecido en la noche fría y lluviosa.
Dos días después, Diógenes Pendergast estaba en la baranda de babor del
traghetto
que surcaba despacio el oleaje azul del sur del Mediterráneo. En ese momento el barco pasaba junto al cabo rocoso de Milazzo, coronado por un faro y un castillo en ruinas. A espaldas de Diógenes, la gran masa terrosa de Sicilia se hundía en la niebla; en lo más alto se erguía la azul silueta del Etna, con su penacho de humo. Diógenes tenía a su derecha el lomo oscuro de la costa calabresa, y delante el final de su viaje, muy lejos, mar adentro.
El gran ojo del sol poniente acababa de hundirse al otro lado del cabo, proyectando largas sombras en el agua y tiñendo de oro el antiguo castillo. La embarcación se dirigía hacia el norte, a las islas Eolias, las más remotas del Mediterráneo, ahí donde según se creía en la Antigüedad tenían su morada los Cuatro Vientos.
Pronto estaría en casa.
¡En casa! Paladeó la agridulce palabra, preguntándose por su significado. Un refugio, un retiro, un remanso de paz...
Sacó del bolsillo un paquete de tabaco y se puso a sotavento, detrás de la cabina, para encender un cigarrillo y aspirar a fondo el humo. Llevaba más de un año sin fumar, desde que no pisaba su casa. La nicotina ayudó a sosegar su agitación mental.
Pensó en los dos días de incesante viaje que acababa de dejar atrás: Florencia, Milán, Lucerna —donde le habían cosido la herida en un hospital benéfico—, Estrasburgo, Luxemburgo, Bruselas, Amsterdam, Berlín, Varsovia, Viena, Ljubljana, Venecia, Pescara, Foggia, Nápoles, Reggio di Calabria, Messina y por último Milazzo. Cuarenta y ocho duras horas en tren que lo habían dejado débil, dolorido y exhausto.
Mientras veía morir el sol al oeste, sintió que recuperaba sus fuerzas y su lucidez. Se la había quitado de encima en Florencia. No podía haberlo seguido. Era imposible. Desde entonces había cambiado varias veces de identidad y había confundido sus huellas hasta el punto de que ni ella ni nadie podían albergar la esperanza de sacar algo en claro. La libre circulación dentro de la Unión Europea, sumada a la entrada en Suiza y el regreso a la UE con otra identidad, desorientarían al más persistente y sutil de los perseguidores.
No, no lo encontraría. Su hermano tampoco. Cinco años, diez, veinte... Tenía todo el tiempo del mundo para planear su siguiente jugada, la definitiva.
Respiró el aire marino desde la baranda, sintiendo cómo se filtraba algo de paz en su interior. Por primera vez en varios meses, la voz de su cabeza, infatigable, cáustica y burlona, se redujo a un susurro casi inaudible en medio del fragor con que la proa se clavaba en las aguas.
Buenas noches, señoras
;
buenas noches, dulces señoras
;
buenas noches, buenas noches
.
[19]
El agente especial Aloysius Pendergast bajó del autobús en el viale Giannotti y cruzó un pequeño parque de sicómoros, pasando al lado de un tiovivo desvencijado. Iba vestido de sí mismo. Ahora que ya no estaba en Estados Unidos, y por lo tanto fuera de peligro, ya no le hacía falta disfrazarse. Al llegar a via di Ripoli giró a la izquierda y se paró en la enorme verja de hierro por la que se accedía al convento de las Hermanas de San Juan Bautista. Un letrerito se limitaba a anunciar «Villa Merlo Bianco». Oyó gritos de niños disfrutando del recreo al otro lado de la verja.
Llamó al timbre. Al cabo de un momento la verja se abrió automáticamente, franqueándole el paso al patio de grava de una gran villa de color ocre. La puerta lateral estaba abierta, con un pequeño cartel que la identificaba como el lugar de recepción de visitantes.
—Buenos días —dijo en italiano a la monja baja y rechoncha del mostrador—. ¿Es usted la hermana Claudia, con quien hablé?
—La misma.
Pendergast le dio la mano.
—Encantado de conocerla. Como le comenté por teléfono, la huésped de quien hablamos, la señorita Mary Ulciscor, es mi sobrina. Se ha escapado de su casa y tiene muy preocupada a su familia.
La monja rechoncha casi se quedó sin respiración.
—Sí,
signore,
la verdad es que ya me di cuenta de que estaba muy inquieta. Cuando llegó parecía muy angustiada, y ni siquiera se quedó una noche. Llegó por la mañana, volvió al anochecer e insistió en irse...
—¿En coche?
—No, llegó y se fue a pie. Debió de coger el autobús, porque los taxis siempre cruzan la verja.
—¿A qué hora?
—Volvió hacia las ocho,
signore.
Empapada y muerta de frío. Es posible que estuviera enferma.
—¿Enferma? —saltó Pendergast.
—No estoy segura, pero iba un poco encorvada y tenía la cara tapada.
—¿Tapada? ¿Con qué?
—Con una bufanda de lana azul marino. Luego, ni dos horas después, bajó con el equipaje, pagó demasiado por no haberse ni siquiera quedado a dormir y se fue.
—¿Con la misma ropa?
—No, se había cambiado. Llevaba una bufanda roja. Yo intenté que no se fuera. De verdad.
—Hizo todo lo que pudo,
suora.
¿Me dejaría ver la habitación? No hace falta que me acompañe. Ya cojo la llave.
—Es que ya han hecho la limpieza. No hay nada que ver.
—Si no le importa, preferiría comprobarlo yo mismo. Nunca se sabe. ¿Se ha alojado alguien más?
—Todavía no, pero mañana viene una pareja alemana y...
—La llave, si es tan amable.
La monja se la entregó. Pendergast le dio las gracias, cruzó deprisa el
piano nobile
de la villa y subió por la escalera.
La habitación estaba al fondo de un largo pasillo. Era pequeña y sencilla. Entró, cerró la puerta y se puso enseguida de rodillas. Examinó el suelo, buscó debajo de la cama y registró el cuarto de baño, pero lo habían limpiado todo muy a fondo y se llevó una gran decepción. Después se levantó y durante un minuto miró pensativo a su alrededor. Abrió el armario. Estaba vacío, pero al fijarse bien reparó que al fondo había una manchita oscura. Volvió a ponerse de rodillas, metió el brazo y la tocó, rascando un poco con la uña. Sangre. Estaba seca, pero era relativamente fresca.
Volvió a la recepción, donde la monja seguía profundamente preocupada.
—Se la veía muy inquieta. No sé adonde iría a las diez de la noche... Intenté hablar con ella,
signore,
pero...
—Estoy seguro de que hizo todo lo que pudo —repitió Pendergast—. Gracias otra vez por su ayuda.
Salió de la villa a via Ripoli, muy pensativo. Constance se había ido de noche, bajo la lluvia... pero ¿adónde?
Entró en un pequeño bar de la esquina de viale Giannotti y pidió un espresso en la barra sin interrumpir sus reflexiones. Lo que estaba claro era que Constance y Diógenes se habían encontrado en Florencia, y que Constance había salido herida de la refriega. Parecía increíble que se tratase de una simple herida, ya que normalmente nadie que entrase en la órbita de Diógenes salía vivo de ella. Era evidente que su hermano había subestimado a Constance. Como él. Era una mujer de una profundidad tan grande como inesperada.
Terminó el café, compró un billete de la ATAF y salió al viale para esperar el autobús que iba al centro. Tras cerciorarse de que era el único pasajero, tendió un billete de cincuenta euros al conductor.
—Yo no cobro. Marque el billete en la máquina —dijo malhumoradamente el conductor al mismo tiempo que arrancaba sin contemplaciones, dando un gran giro al volante con sus brazos carnosos.
—Quiero información.
Siguió sin coger el dinero.
—¿Información de qué tipo?
—Estoy buscando a mi sobrina. Hace dos noches cogió este autobús hacia las diez.
—Yo tengo el turno de día.
—¿Sabe el nombre del conductor de noche y su número de móvil?
—Si no fuera extranjero diría que es un
sbirro,
un poli.
—No tiene nada que ver con la policía. Solo soy un tío que busca a su sobrina. —Pendergast suavizó su tono—. Ayúdeme,
signóre,
por favor. La familia está sufriendo.
Después de una curva, el conductor dijo con más simpatía:
—Se llama Paolo Bartoli. 333-662-0376. Y guárdese el dinero, no lo quiero.
Pendergast bajó del autobús en piazza Ferrucci, sacó el móvil que se había comprado al llegar y marcó el número. Encontró a Bartoli en casa.
—¿Cómo iba a olvidarla? —dijo el conductor—. Llevaba la cabeza envuelta en una bufanda. No se le veía la cara, y se le oía mal la voz. Hablaba en un italiano anticuado. A mí me trató de
voi;
esta palabra no se utiliza desde la época de los fascistas. Era como un fantasma del pasado. Pensé que debía de estar loca.
—¿Se acuerda de dónde bajó?
—Me pidió que parara en la Biblioteca Nazionale.
A pie se tardaba bastante en ir desde piazza Ferrucci hasta la Biblioteca Nazionale; estaba situada al otro lado del Arno y tenía una fachada barroca marrón cuya sobria elegancia daba a una sucia plaza. En la sala de lectura, larga y con mucho eco, Pendergast encontró a una bibliotecaria que tenía tan fresco el recuerdo de Constance como el conductor.
—Sí, era el día de mi turno de noche —explicó a Pendergast—. A esa hora viene muy poca gente, y la vi tan perdida y desolada que no pude quitarle la vista de encima. Se pasó más de una hora mirando fijamente el mismo libro. No giraba las páginas. Miraba todo el rato la misma página, murmurando como una loca. Al final, como faltaba poco para medianoche, estuve a punto de pedirle que se fuera, para poder cerrar, pero de repente se levantó, consultó otro libro...