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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (58 page)

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Diógenes.

Oyó en su cabeza las palabras de D’Agosta: «Supongo que ya sabe que solo existe una forma de librarse de Diógenes. Cuando llegue el momento...».

Sin pensarlo dos veces se agachó para salvar a su hermano. Con una mano en su muñeca y la otra en su antebrazo, se echó hacia atrás con un fenomenal impulso que apartó a Diógenes del borde de aquel infierno. Por encima de la cresta rocosa apareció una cara. No era la de su hermano, sino la de Constance Greene.

Segundos después, Constance ya estaba lejos del precipicio. Rodó hasta quedarse de espaldas, con el pecho agitado, los brazos en cruz y su vestido blanco hecho jirones, sacudido por el viento.

Pendergast se inclinó hacia ella.

—¿Diógenes...? —consiguió preguntar.

—¡Ya no está!

De los labios ensangrentados de Constance brotó una carcajada que se llevó enseguida el viento.

Ochenta

La zona de espera de la sala B consistía en una improvisada serie de bancos de los años setenta, estilo Bauhaus, dispuesta a lo largo de un pasillo anónimo del piso veinte de la jefatura de policía. En uno de esos bancos estaba sentado D’Agosta, respirando el ambiente cargado del pasillo, una mezcla de lejía y amoníaco del lavabo de hombres, de perfume pasado, de sudor y de humo de cigarrillo, que había impregnado demasiado a fondo las paredes para que pudiera erradicarse por completo. Por debajo de todo subyacía el acre, omnipresente olor del miedo.

Pero en lo último que pensaba D’Agosta era en el miedo. Estaba a punto de someterse al consejo de disciplina, de cuya decisión dependía que pudiera volver a formar parte de las fuerzas de seguridad, y lo único que sentía era cansancio y vacío. Hacía meses que el juicio pendía sobre su cabeza como la espada de Damocles. Ahora, para bien o para mal, estaba a punto de acabar.

Thomas Shoulders, el abogado que le había asignado el sindicato, cambió de postura a su lado.

—¿Quiere revisar algo más? —preguntó con su voz aflautada—. ¿Su declaración, o lo que es más probable que pregunten?

D’Agosta negó con la cabeza.

—No, gracias, nada más.

—Los cargos los presentará el abogado del departamento en representación de la policía de Nueva York. Por ahí es posible que tengamos suerte. Kagelman es duro pero justo, de la vieja escuela. El mejor modo de enfocarlo es directamente, sin evasivas ni mentiras. Usted conteste a las preguntas diciendo sí o no. Si no se lo piden, no entre en detalles. Preséntese en la línea de lo que hemos ido diciendo, como un buen policía pillado en una mala situación pero que hizo todo lo que pudo para servir a la justicia. Si conseguimos mantener esta postura, soy de un optimismo prudente.

Un optimismo prudente. No eran exactamente palabras de ánimo, tanto si las decía un abogado a su cliente como si las pronunciaba un piloto de avión o un cirujano.

D’Agosta se acordó del crucial día de otoño en que encontró a Pendergast en la finca Grove echando pan a los patos. Solo habían pasado seis meses, pero qué viaje tan largo, y tan extraño...

—¿Qué, animado? —preguntó Shoulders.

D’Agosta miró su reloj.

—Lo único que quiero es que pase. Estoy cansado de esperar la condena aquí sentado.

—No debería tomárselo así, teniente. Un consejo de disciplina es igual que cualquier otro juicio en cualquier otro tribunal del país. Mientras no se demuestre lo contrario, es usted inocente.

D’Agosta suspiró y cambió desconsoladamente de postura. En ese momento vio llegar por el pasillo, entre muchas personas, a la capitana Laura Hayward.

Se acercaba con esa forma tan suya de caminar, tranquila pero firme. Llevaba un jersey gris de cachemira y una falda plisada de lana azul marino. Fue como si de repente el insulso pasillo se llenara de vida, aunque D’Agosta habría dado cualquier cosa por que no lo viera así: en un banco, como un alumno gamberro esperando una reprimenda. Quizá pasara de largo sin más, como el día de la comisaría de Madison Square Garden.

Pero no, no pasó. Se paró ante el banco y los saludó con un gesto de la cabeza, muy tranquila.

—Hola —dijo D’Agosta.

Le dio rabia darse cuenta de que se ruborizaba por los nervios y por la vergüenza.

—Hola, Vinnie —respondió ella con una voz ronca de contralto—. ¿Tienes un minuto?

Por un momento todo se detuvo.

—Sí, claro. —D’Agosta se giró hacia Shoulders—. ¿Me disculpa un segundo?

—No se vaya muy lejos, nos toca pronto.

Siguió a Hayward a una zona más tranquila del pasillo. Ella lo miró fijamente mientras se alisaba la falda con un movimiento maquinal. Al mirarle de reojo las piernas bien torneadas, D’Agosta sintió que su corazón latía aún más deprisa. Buscó algo que decir, pero no lo encontró.

Parecía que a Hayward tampoco le salían las palabras, cosa rara en ella. Su cara reflejaba preocupación y conflicto interior. Abrió el bolso, hurgó un poco, lo cerró y se lo puso debajo del brazo. Siguieron en silencio, mientras pasaban policías, técnicos y personal del tribunal.

—¿Has venido a declarar? —acabó preguntando D’Agosta.

—No, ya declaré hace un mes.

—¿O sea, que no tienes nada más que decir?

—No.

D’Agosta comprendió con emoción lo que aquello significaba. «Es decir, que no ha hablado de mi participación en la fuga de Herkmoor —pensó—. No se lo ha dicho a nadie.»

—Me ha llamado un conocido del Departamento de Justicia —dijo ella—. Se acaba de saber que todas las acusaciones del FBI contra el agente especial Pendergast han sido retiradas. En Homicidios hemos reabierto la investigación y parece que también retiraremos las acusaciones contra él. Acaba de hacerse pública una orden de captura contra Diógenes Pendergast basada en las pruebas que aparecieron en su maletín. He pensado que te gustaría saberlo.

Todo el cuerpo de D’Agosta se relajó de alivio.

—¡Menos mal! Así que ya no lo acusan de nada.

—La justicia no, aunque creo que puede afirmarse que no ha hecho nuevos amigos en el FBI.

—La popularidad nunca ha sido el fuerte de Pendergast.

Hayward sonrió levemente.

—Le han dado seis meses de permiso. Lo que no sé es si los ha pedido él o es una imposición del FBI.

D’Agosta sacudió la cabeza.

—He pensado que también te gustaría tener noticias del agente especial Spencer Coffey.

—Ah...

—Aparte de meter la pata hasta el fondo en el caso de Pendergast, participó en una especie de escándalo en Herkmoor. Por lo visto lo han degradado a GS-11 y le han abierto un expediente. Ahora lo han trasladado a la delegación de Dakota del Norte, en Black Rock.

—Tendrá que comprar calzoncillos largos —dijo D’Agosta.

Hayward sonrió. Entre ambos volvió a caer un silencio incómodo.

El vicesecretario se acercó desde los ascensores con el fiscal especial del departamento. Al pasar al lado de D’Agosta y Hayward, saludaron fríamente con la cabeza y les dieron la espalda para ir hacia la sala.

—Ahora que Pendergast está limpio, tú también deberías estarlo —dijo Hayward.

D’Agosta se miró las manos.

—Son procedimientos burocráticos distintos.

—Ya, pero cuando...

Hayward se calló de golpe. Al levantar, la cabeza, D’Agosta vio venir por el pasillo a Glen Singleton, tan elegante como de costumbre. Oficialmente D’Agosta aún estaba a las órdenes del capitán Singleton. Seguro que iba a testificar. Se paró, sorprendido de ver a Hayward.

—Capitana Hayward —dijo con rigidez—. ¿Qué hace aquí?

—He venido para asistir a la sesión —respondió ella.

Singleton frunció el entrecejo.

—Los consejos de disciplina no son un espectáculo.

—Ya, ya lo sé.

—Usted ya ha declarado. El hecho de que se presente sin que la hayan llamado para facilitar nuevos datos podría dar a entender...

Singleton vaciló.

La insinuación hizo que D’Agosta se sonrojara; miró a Hayward de reojo y se llevó una sorpresa. Ya no parecía preocupada, sino muy serena, como si íntimamente, tras profundas y largas deliberaciones, hubiera tomado una decisión.

—¿Qué? —dijo ella afablemente.

—Podría dar a entender falta de imparcialidad por su parte.

—Pero Glen —dijo Hayward—, ¿tú no le deseas lo mejor a Vinnie?

Esta vez el que se sonrojó fue Singleton.

—Claro, claro que sí. De hecho vengo por eso, para llamar la atención del fiscal sobre una serie de cosas que sabemos desde hace muy poco. Solo lo he dicho porque no me gustaría que se sospechase ninguna... influencia indebida.

—Demasiado tarde —contestó ella enseguida—. Yo ya estoy influida.

Y ahí mismo, con toda la calma del mundo, cogió la mano de D’Agosta.

Singleton se quedó mirándolos, abrió la boca y la volvió a cerrar. Se había quedado sin palabras. Al final sonrió bruscamente a D’Agosta y le puso una mano en el hombro.

—Nos vemos en el juicio, teniente —dijo, poniendo particular énfasis en la palabra «teniente».

Se giró y se fue.

—¿Qué ha querido decir? —preguntó D’Agosta.

—Conociendo a Glen, yo diría que tienes un amigo en la sala.

D’Agosta volvió a sentir que le latía más deprisa el corazón. Aunque estuviera a punto de pasar por una dura prueba, de pronto se sentía absurdamente feliz. Era como si le hubieran quitado un peso enorme de los hombros, un peso del que no había sido del todo consciente.

Se giró rápidamente hacia Hayward.

—Oye, Laura...

—No, oye tú. —Cogió con sus dos manos la de D’Agosta y apretó con fuerza—. Lo que ocurra en la sala da igual. ¿Me entiendes, Vinnie? Porque pase lo que pase nos pasará a los dos.

Él tragó saliva.

—Te quiero, Laura Hayward.

En ese momento se abrió la puerta de la sala donde debía celebrarse la vista, y el ujier pronunció su nombre. Thomas Shoulders se levantó del banco, y al ver que D’Agosta lo miraba asintió con la cabeza.

Hayward dio un último apretón a la mano de D’Agosta.

—Vamos, chicarrón —dijo, sonriendo—, esto ya empieza.

Ochenta y uno

El sol de la tarde pintaba de bronce las colinas del valle del Hudson, convirtiendo el ancho y perezoso río en una superficie de brillante aguamarina. Los bosques que cubrían Sugarloaf Mountain y Breakneck Ridge empezaban a reverdecer. Un fino plumón de primavera cubría por completo todas las Highlands.

Desde el gran porche de la clínica Feversham, sentada en una tumbona, Nora Kelly contemplaba Cold Spring, el Hudson y los edificios rojos de ladrillo de West Point, al fondo. Su marido, mientras tanto, no paraba de dar vueltas por el porche, distribuyendo sus miradas entre el paisaje y las suaves líneas del hospital privado.

—Me pone nervioso volver a estar aquí —murmuró—. No había vuelto desde que estuve ingresado, Nora. ¡Madre mía! No sé si te lo había dicho, pero cuando cambia el tiempo a veces aún me duele la espalda donde el Cirujano...

—Sí, Bill, sí que me lo habías dicho —dijo ella, afectando cansancio—. Muchas veces.

Giró un pomo, unas bisagras chirriaron suavemente y una puerta se abrió al porche para que asomara su cabeza una enfermera inmaculadamente vestida de blanco.

—Ya pueden pasar —dijo—. Está esperándolos en el salón oeste.

Nora y Smithback entraron tras ella y la siguieron por un largo pasillo.

—¿Cómo está? —preguntó preocupado Smithback a la enfermera.

—Por suerte muy mejorada. Nos tenía tan preocupados... Es que es tan buena... Cada día mejora un poco más, aunque se cansa deprisa. Tendrán que limitar su visita a un cuarto de hora.

—«Es que es tan buena...» —susurró Smithback al oído de Nora, que le clavó en broma un dedo en las costillas.

El salón oeste era una sala grande y semicircular que a Nora le recordó una casa de montaña: vigas pulidas en el techo, revestimiento de pino en las paredes y muebles de abedul. Estaba decorado con óleos de paisajes forestales y tenía una gran chimenea de piedra donde chisporroteaban alegremente las llamas.

Y en medio de todo Margo Green, recostada en una silla de ruedas.

—Margo... —dijo Nora.

Se calló. Casi le daba miedo hablar. Oyó que a Smithback se le cortaba la respiración.

La Margo Green que estaba sentada frente a ellos no era más que una sombra de la férrea mujer que había sido rival académica, pero también amiga, de Nora en el museo. Estaba tan flaca que asustaba. Sobre las venas, su piel blanca parecía papel de seda. Sus movimientos eran lentos y meditados, como de alguien que hubiera perdido la costumbre de usar sus brazos y sus piernas. En contrapartida, su pelo castaño se veía sano y brillante, y conservaba en los ojos la chispa vital que recordaba Nora. Diógenes Pendergast la había mandado a un lugar oscuro y peligroso —a punto había estado de acabar con su vida—, del que ahora, sin embargo, ya volvía.

—Hola a los dos —dijo con un hilo de voz soñolienta—. ¿Qué día es?

—Sábado —dijo Nora—. Doce de abril.

—Qué bien. Tenía la esperanza de que aún fuera sábado.

Sonrió.

La enfermera entró para cambiar a Margo de postura y apoyarla más cómodamente en la silla de ruedas. Antes de salir trajinó por la sala, abriendo las cortinas y ahuecando los cojines. Los rayos de sol que entraron a raudales en el salón se posaron en la cabeza y los hombros de Margo, dorándola como si fuera un ángel. Nora pensó que en cierto modo lo era, ya que había estado al borde de la muerte por haber ingerido un cóctel de fármacos muy peculiar administrado por Diógenes.

—Te hemos traído algo, Margo —dijo Smithback, metiendo una mano en el abrigo para sacar un sobre de papel manila—. Nos ha parecido que te haría gracia.

Margo lo cogió y lo abrió despacio.

—¡Si es mi primer número de
Museology
!

—Ábrelo, está firmado por todos los conservadores del departamento de antropología.

—¿Incluido Charlie Prine?

A Margo le brillaron los ojos.

Nora se rió.

—Incluido Prine.

Acercaron dos sillas y se sentaron.

—Sin ti el museo está tan aburrido, Margo... —comentó Nora—. Tendrás que darte prisa en curarte.

—Sí, es verdad —dijo Smithback con una sonrisa, recuperando su incontenible buen humor—. A esa mole le hace falta alguien que la sacuda un poco de vez en cuando, para levantar el polvo de los fósiles.

Margo se rió en voz baja.

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